viernes, 31 de julio de 2020

IHS


Memoria de San Ignacio de Loyola, pbro. y fdr.


El buen samaritano,
Rembrandt (1630)
 

Entre los primeros recuerdos de mi infancia, allá por los tres o cuatro años, aparece, vívida, la imagen corriente de un coche de plástico azul. El P. Gómez Hellín, s. j., acababa de entonar a pleno pulmón “La Virgen de las Angustias nunca deja de llorar”. Como fin de la celebración, en el claustro de los jesuitas de la calle de Maldonado -en medio del patio, San Ignacio mirando a un cielo encapotado de junio- se había organizado una rifa para los Corderitos del Sagrado Corazón. Aquel cochecito era el tercer regalo. Cuando llegó el momento, se me había desbocado el corazón. Ha sido el único premio que he obtenido en una tómbola durante toda mi vida.

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Vuelvo a recorrer el camino que, por la planicie de Alcalá, desemboca a solas una lluviosa mañana en el valle de Urola. Respiro hondo antes de alcanzar la Basílica del Gesú en pleno esplendor barroco, bimilenario. Mi educación sentimental se ha formado entre los primeros poemas de Ezra Pound y los ejercicios espirituales.

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Desnuda y esencial, mi imagen de Loyola no ha dejado de ser la del santo cojo y andariego. Acabó de grabarla a fuego la dedicatoria de amable circunstancia que escribió José Ignacio Tellechea, el último descendiente de Ribadeneyra, en mi ejemplar de su biografía ignaciana: “Todos caminamos solos y a pie. Que Íñigo te ilumine y estimule en tu camino”. Tampoco yo he podido regresar a Jerusalén.

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Llevo un tiempo parándome a contemplar mi estado claravalense. ¿No será la prolongación natural y misteriosa de aquel ignacianismo juvenil? A fin de cuentas, “si alguno ha hecho elección debida y ordenadamente de cosas que están debajo de elección mutable, y no llegando a carne ni a mundo, no hay para qué de nuevo haga elección, mas en aquella perficionarse cuanto pudiere” [e.e. 173].

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Por inclinación, pertenezco a esa frontera de la espiritualidad ignaciana borrada a partir del generalato de Mercuriano: la que escribieron entre líneas Francisco de Borja, Antonio Cordeses, Baltasar Álvarez, Andrés Capilla…

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Ando meditando el final del capítulo X del evangelio de Lucas, de la parábola del buen samaritano a la casa de Betania. Me aplico una lectura alegórica. Ignacio, solo y de paso, samaritano, recogió mi juventud apaleada entre Jerusalén y Jericó. En la posada, malherido, Bernardo habrá cuidado de mi madurez. Contemplativos y activos, sin renunciar a la mejor parte, han practicado conmigo la caridad de la obediencia, cuyo único fin es alcanzar la libertad escatológica, la liberación de los afectos de este mundo para poder abrazarlo en Dios. San Benito lo habría expresado así: “Es que les consume el anhelo de caminar hacia la vida eterna”. ¿Habré empezado a aprender el sentido anagógico de su lección?

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Reabro un libro sepultado en mi memoria. En el párrafo final resdescubro tras qué he corrido garabateando tantas páginas prescindibles y apasionadas: “Así sucede que, en la historia de la vida espiritual, mística y tradición están en una armonía llena de misterio” (H. Rahner, “Ignacio de Loyola y la tradición ascética de los Padres de la Iglesia”).

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“Entonces yo digo: «Aquí estoy —como está escrito en mi libro— para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero, llevo tu ley en mis entrañas»” (Sal 40, 8-9). ¿Acaso no será la voluntad de Dios que nuestro libro sea la lectura cumplida de su Escritura en nuestra vida?

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