Memoria de San Simeón Estilita, mj.
Tras haber aplicado antesdeayer a estas notas interrumpidas una versión del mito de la parálisis creativa, doy otra vez vueltas por este terreno pantanoso y semiderruido que me he planteado, inconsciente, delimitar como una poética. Renuevo así el propósito de edificarla sobre una planta imaginaria. Con una rápida vista he observado que medir y soñar son sinónimos de su tarea.
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José Jiménez Lozano caracterizaba las «formas mínimas» como la «esencia del ser» del arte cisterciense: “Están al borde de ser aire, y son piedra; pero piedra leve, nos parece”. “Mas sobre todo, no lo olvidemos, este arte es hermoso por lo que está ausente”. ¿Cómo alcanzar su estilo simple, ojival, tenaz empresa de despojo y desnudamiento?
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En medio de este esbozado absidiolo, vislumbro apenas un rayo que lo atraviesa en diagonal. Casi oblicuamente, la escritura de su poética en ciernes debería saber adaptar la alternancia del trabajo y el descanso al ritmo natural del día. ¿Qué otro ritmo reproduciría mejor su compás simbólico que la liturgia de cada Hora?
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En el misterio escatológico de la existencia humana, caída en un mundo a punto de ser transfigurado, debiera uno adentrarse siguiendo los espacios en blanco de sus rúbricas. Del Invitatorio a la oración conclusiva comenzaría anotando, in nomine Spiritus, los interlineados de un himno que permitiese salmodiar, trinitario, la gloriosa antífona de las figuras proscritas del Padre, el Maestro y el Monje. A ellos está encomendada la custodia de una lectura continua, entre la Ley terrena y la Gracia celeste. Como un responsorio breve, habría de entonar -¿quién sabe cómo?- el cántico de acción de gracias por su soledad y su silencio. Como preces, deberían guardar entonces los venerables jirones de su Tradición.
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Mi poética, pues, acogerá en su interior géneros diversos, en esencial obediencia a la genealogía de la que se declara descendiente. Su filiación no es humanista. Es anónima y despreciada. Zambullida en el sentido espiritual de las Escrituras, no ceja en la búsqueda palimpséstica del rostro divino que atisba en cada una de sus letras. Alonso de Madrid, Francisco de Osuna o Tomás de Villanueva son una parte de sus lecturas de mucho secreto. Ojalá pudiese aprender algo del pulso narrativo de Juan de Ávila. Tal vez deba consolarse con fijarse atenta en el inalcanzable lirismo de Jorge de Montemayor.
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Acarrearé materiales de aquí y allí, de la antropología y el psicoanálisis a la filosofía del lenguaje o la teología, de la política y la pedagogía a la poesía o la metafísica, de un modo ligero, en apariencia insatisfactorio. Bordearé los temas, como si pareciera un paseante que pasase los dedos por la tapa de libros apenas hojeados en librerías de lance. Tiraré líneas como si fueran gestos en el aire de formas casi entrevistas. ¡Que su claridad sea la cifra de una oscura noticia!
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De escribirse, será un libro irreconocible.
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