lunes, 6 de enero de 2025

Qohélet / Lector

 

Fiesta de la Epifanía

Naturaleza muerta con libros y reloj de arena,
Anónimo español (h. 1630-1640)

En el día de los Magos de Oriente, que celebra la fiesta luminosa del Deus absconditus me alegra anunciar un obsequio. Aun siendo un pastor maduro y desengañado, me apresuro a llevarlo en volandas y con esperanza ante el Niño. Es el fruto de un trabajo que se resiste a perder su bien más preciado: la inocencia de una infancia perdida.

Durante tres años he dado vueltas torno a un volumencico que lleva por título Qohélet / Lector. Alegría en tiempos de vaciedad y que la Universidad Pontificia de Salamanca sacará en breve a la luz.

Como le sucedió al autor del Eclesiastés, quizás también yo haya empezado a dejar atrás la confianza en el conocimiento y en el placer. Pero una intuición básica permanece: como en cualquier libro de la Sagrada Biblia, me es imposible adentrarme en esta pequeña obra maestra poética y sapiencial si no es contemplándola ante el Pesebre y el Sepulcro abierto, en silencio y en soledad. He aquí su atrio.

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La lectura del Eclesiastés, uno de los libros más sobrecogedores del Antiguo Testamento por su implacable argumentación, contiene una descripción paradójica de la existencia actual. Nuestra época cree descubrir nuevas fronteras que abolir a la vuelta de cada avance tecnológico y científico. Parecería que cada día que transcurre surgen sin parar desafíos éticos y antropológicos. Sin embargo, entre guerras, hambres y opresiones de todo tipo, ¿quién, cansado, no estaría a punto de exclamar que “nada hay nuevo bajo el sol” (Ecl. 1,9)?

Qohélet, nombre con el que se designa al autor de esa breve obra de la Biblia, observa con furiosa lucidez el dolor y la injusticia del mundo. No obstante, a diferencia de nuestros contemporáneos, no se permite tomar el atajo de sentirse víctima. Mientras Job es probado en su paciencia, Qohélet lo es en su desesperación. La amargura que destila no lo encierra en reclamaciones ni en peticiones de cuentas. Ni deudas impagadas de un pasado de las que se reclamase beneficiario presente ni derechos imaginarios e inacabables paralizan su creatividad.

Qohélet da vueltas y vueltas desde diversos ángulos sobre un solo tema que le obsesiona: “¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad!” (Ecl. 1,2). Ni la justifica, conformista, ni, derrotado, la admite sin más. Encuentra una sola razón que oponer a tanto mal: entregarse a la alegría del corazón, aquí y ahora. Ese es el don que Dios nos concede por tantos afanes.

Qohélet prescinde de cualquier teodicea. Lee la realidad y, al leerla, no renuncia a la dicha de comprender y de compartir los frutos de su conocimiento. El consuelo de tanto sufrimiento tiene un sabor agrio, pero aplaca la sed. Quien ha padecido el peso de los placeres y del saber, además del de los disgustos y de la necedad, es capaz de compadecerse. Goza así con sencillez al lado de las personas que ama.

Mi Qohélet – cuyo perfil quisiera trazar en este ensayo – es, pues, un lector que no hace ninguna concesión a la hora de mantener encendida una alegría ardua, dirigida a quienes deseamos repetir la seriedad de su compromiso intelectual y moral ante los límites de la realidad. Como reza el subtítulo de este libro, no renuncia a la alegría en tiempos de vaciedad, acogiéndose a la buena compañía. Acercarse a Qohélet requiere leer entre líneas los interlineados de sus lectores.

Los capítulos que vienen a continuación han girado en torno al concepto de tiempo, desde su sentido histórico hasta el escatológico, pues “comprobé la tarea que Dios ha encomendado a los hombres para que se ocupen en ella: todo lo hizo bueno a su tiempo, y les proporcionó el sentido del tiempo, pero el hombre no puede llegar a comprender la obra que hizo Dios, de principio a fin” (Ecl. 3,10-11). Tiempo de creación, tiempo de salvación. Lo han intentado articular a través de la poesía, escoltada por la predicación y el comentario de autores que han experimentado sintonía con las enseñanzas de Qohélet. Conforman así una lectura sobre lecturas de otros lectores. Si no más, ojalá hayan ayudado a comprender mejor.

La intención de todo el recorrido ha sido esbozar, por una senda escondida e indirecta, una parte singular de la conciencia de ocaso de la cultura occidental, cuyas raíces grecolatinas no bastan para proporcionar un diagnóstico completo. Es preciso abordar tal conciencia, sin complejos, desde sus fundamentos judeocristianos.

Es cierto que el sentimiento de crisis la ha acompañado siempre, amenazante. Qohélet da cuenta de él a fondo, sin rendirse. Ante las reiteradas tentaciones suicidas que se atribuyen a nuestra civilización, cada vez más aparentemente decididas, la lectura y su correlato de la glosa que nos proponemos practicar quieren agradecer la creación de toda obra como fuerza de contención frente a cualquier augurio de desastre. Superfluo o no, como demuestra el propio Eclesiastés, atreverse a crear traza siempre un gesto afirmativo de ser.

Tras una introducción que intenta exponer las categorías que se propone manejar, este ensayo comienza y acaba con la poesía, entre José Jiménez Lozano y T. S. Eliot en el siglo xx, por un lado, y Teognis de Mégara en el siglo v a.C., por otro. En su interior se ha desplegado una dinámica anagógica y moral que ponen en diálogo los comentarios de san Jerónimo, Padre de la Iglesia, con algunas homilías de san John Henry Newman, teólogo que, por su trayectoria, habría que considerar uno de sus equivalentes contemporáneos. Entre la Antigüedad y la Modernidad las lecturas sobre Qohélet reflejan su actualidad irreductible a cualquier apropiación. El epílogo trata de aclarar qué se ha logrado aprender a lo largo de las distintas jornadas de este itinerario.

Es en realidad Qohélet quien lee nuestra época líquida, y no al revés. Nos revela nuestra condición. “Una generación se va, otra generación viene, pero la tierra siempre permanece” (Ecl. 1,4). Podríamos considerarlo testigo de nuestro momento. A fin de cuentas, somos nosotros quienes seguimos testimoniando de nuevo la radicalidad de su mensaje.

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Lectores, os ruego que sigáis manteniendo vivas las lecturas de esta lectura. Si vuestra generosidad es tal como tengo constancia, os agradeceré también la lectura de aquellas lecturas. La Pascua está pronta. ¡Alegrémonos!

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martes, 24 de diciembre de 2024

Sanar las heridas

 

Memoria de los Santos Antepasados de Jesús



Monje Crucificado,
Abadía cisterciense de Mogila

Con la publicación de Healing Wounds al inicio de Adviento – un volumen de Cuaresma como reza su subtítulo The 2025 Lent Book –, Mons. Erik Varden ha decidido poner a prueba las expectativas de sus lectores. Más allá de la circunstancial paradoja que une el Nacimiento y la Muerte, al cerrar el volumen podremos tener el sentimiento de haber practicado un ejercicio espiritual sobre la condición humana desde una perspectiva en apariencia olvidada y todavía hoy más actual.

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Healing Wounds es tanto una meditación como una contemplación de las heridas de Jesucristo a través del comentario a una obra poética latina de mediados del siglo XIII: la Oración rítmica a cada uno de los miembros de Cristo sufriente que cuelga de la Cruz. Los siete himnos que la componen fueron atribuidos a san Bernardo de Claraval, aunque sean casi con total seguridad obra de Arnulfo de Lovaina (1200-1250), también abad cisterciense. Durante el Barroco sirvieron de inspiración a Dietrich Buxtehude para componer un ciclo de cantatas con el título de Membra Iesu Nostri (1680). Aunque esta adaptación musical despertase su interés, para construir su obra Dom Erik ha acudido directamente al poema, del que ofrece en paralelo, al principio de cada uno de sus capítulos, una elegante versión adaptada a la prosodia del inglés.

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Con Healing Wounds su autor nos ha entregado su libro más íntimamente monástico. En el díptico que formaban sus ensayos anteriores, La explosión de la soledad y Castidad, Dom Erik había iniciado el camino de experimentar con variados géneros literarios monacales. Aunque no se haya destacado lo suficiente, una parte fundamental de su éxito se debería atribuir a la sensación de frescor que esas modalidades lograban transmitir, con una mezcla tan bíblica de poesía y sabiduría que brilla con especial intensidad en el Oficio divino. Healing Wounds representa la madurez de este procedimiento. Apoyándose firme y declaradamente en la tradición cisterciense a la que pertenece como monje trapense, Dom Erik requiere de su lector, si de verdad quiere aprovechar su lectura, hacer un gran esfuerzo: que se atreva a descubrir, mirando al Crucificado, qué hay de monje en su interior; o, dicho en los términos de Louis Bouyer, hasta qué punto de urgencia está dispuesto a seguir su vocación de cristiano.

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El lector de libros espirituales está acostumbrado a encontrar en los mejores de ellos una versión inteligente y expurgada de excesos sentimentales. Sin que le exija el esfuerzo intelectual de un tratado teológico, le basta con que sigan satisfaciendo la función de encender sus afectos para formar buenos deseos que pueda cumplir. Lejos de las brasas de esta herencia romántica que todavía no se ha extinguido, Dom Erik nos invita a emprender, no el retorno, sino el ascenso por los caminos que lo medievales habían trazado con paciencia y reflexión. Tal como lo entendía san Bernardo, entre el intelecto y el afecto no existiría una cesura tan estricta como habrían supuesto los modernos desde el siglo XIII. En el mundo monástico sentir y gustar las cosas internamente acrece y jamás cansa el saber del alma. Gramática y Escatología. Nada de oscuridades rebuscadas, sino nítida altura que quema la respiración apresurada.

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Healing Wounds prosigue y profundiza los armónicos que despliega la obra entera de Mons. Varden. Desde La explosión de la soledad su tema central ha girado en torno a la vulnerabilidad humana: las heridas que el ser humano inflige y se inflige por el pecado están destinadas a ser curadas. Sus cicatrices nos muestran el itinerario de la salvación: la conversión, la redención, la restauración. La fe cristiana se sostiene en una esperanza que brota de la memoria. En el presente el pasado nos recuerda el futuro. Castidad invitaba a descubrir en Cristo la imagen del nuevo Adán que, sin guardársela, nos ha comunicado en su Resurrección. Healing Wounds enfoca ahora nuestra mirada hacia la piedra de escándalo de la Cruz en que cuelga Dios hecho Hombre. A despecho de nuestra época que quisiera silenciarla, a través de ella el cristiano atisba la Gloria escatológica.   

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Arnulfo de Lovaina va elevando nuestra mirada desde los pies y las rodillas del Crucificado, pasando por las manos, el costado y el pecho, hasta alcanzar su corazón y su rostro. El amor requiere de una precisión contemplativa a través de una Rythmica oratio. El sustantivo retiene simultáneamente las acepciones de “oración” y de “discurso”. Tras la lectura atenta y la meditación intensa de la Crucifixión, brota la oración que es el discurso que lleva al cristiano a la configuración y a la identificación con Cristo muerto en la Cruz.

Los comentarios a cada una de las heridas de Cristo están forjados en el yunque de la Patrística, tal como la literatura monástica no se cansó de fatigar. Chispean en ellos los sentidos de la exégesis al chocar entre sí. No proceden de una manera uniforme y lineal – del sentido literal al anagógico –, sino que oscilan al ritmo que alienta el Espíritu. En términos lingüísticos, podría decirse que el suyo es un desarrollo semiósico que condensa el nivel fónico con el pragmático o el sintáctico con el semántico. El sentido literal que garantiza la interpretación alegórica se metamorfosea en un nivel moral que sólo puede ser engendrado en su perspectiva anagógica. De ese modo, la alegoría y la literalidad alcanzan su sentido más hondo. Tan es así que cada comentario termina con una brevísima oración de Dom Erik. Mediante la libre adopción de la forma del verso, aspira a fundirse con Cristo en la palabra poética con que el abad Arnulfo quería responder a la Palabra.

De las glosas a cada una de las heridas, me han impresionado profundamente las que Dom Erik dedica al Costado y al Pecho de Cristo. En este punto me falla la gramática. Me conformo con la enumeración: Longino, Bartimeo y David; la lanza, la ceguera y el Arca; las historias apócrifas y la verdad del Evangelio; Judas probando el bocado antes de entrar a la noche, Juan reclinado sobre Jesús… Léon Bloy decía que no existe más que una nostalgia: la del Paraíso. En un párrafo de una sencillez estremecida, con el sabor de los Padres, Dom Erik nos anima a vislumbrarlo de nuevo a través de la abertura del Costado.

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Como decíamos un poco antes, el gran tema patrístico y monástico de Mons. Varden es el dolor del que nace una alegría que no puede sernos arrebatada. En el fondo, no retoma sino el motivo de la Caída desde la perspectiva de la Redención: el Edén contemplado desde el Gólgota. En su nuevo libro vuelve a meditar y contemplar el misterio de la Creación. Como religión de la Encarnación, el cristianismo conoce el peso indecible de las lágrimas; por ello, tarea suya es enjugarlas y consolarlas. Entre el desierto de las tentaciones y Getsemaní Jesucristo obra como el nuevo jardinero del Edén que florece con su Resurrección frente al Sepulcro abierto. En unas sociedades como las nuestras, que (se) niegan la fragilidad y el sufrimiento, debería resonar calladamente el ofrecimiento final que guía la intención de nuestro autor: “Se trata de comprender que el mundo necesita todavía la salvación; que la Pascua no es un acontecimiento pasado, sino presente; que nuestra vida, nuestra alegría y esperanza depende de ella. Solamente en el paraíso, cuando por fin estemos en casa, con Jesús, Dios hará que cese todo llanto. Por ahora, comemos nuestra ración en su mesa como caminantes, su pan sazonado con nuestras lágrimas”. Eucaristía y Escatología riman en el Banquete eterno que anuncian las Llagas de Cristo, nuestra Paz.

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martes, 24 de septiembre de 2024

Eclesiastés


Solemnidad de Nuestra Señora de la Merced

 


He concluido el librillo que llevaba escribiendo desde hace tres años. Lo comencé como un medio de esquivar la llamada insistente de Poética del monasterio. Me sentía sobrepasado por la exigencia de esta tarea, dudoso de mis fuerzas; así que, para poder procrastinarla con justificación, me puse a redactar el que consideraba un ejercicio de transición. En este blog o en El Debate de hoy publicaba bocetos de sus partes. Como una respuesta al libro del Eclesiastés no podía dejar de regresar a sus versículos, adentrarme en su enseñanza, asediado como estaba – ¿como estoy? – por la acedia y el demonio cincuentón del meridiano. Sin saberlo, me comportaba como un giróvago que rehuía la celda.

El éxito imprevisto de mi conversación con Pedro Herrero en el programa “La resistencia monacal” de su podcast Extremo Centro me llevó de vuelta al claustro de mi poética monástica. Mientras andaba concluyendo unas páginas sobre la relación entre el pensamiento del Eclesiastés y la poesía de Teognis de Mégara, me di cuenta de que, en lugar de hablar de la crisis política del conservadurismo del siglo VI a. C., tenía la obligación de afrontar la crisis del hogar, la escuela y la celda en la que me sentía envuelto. Por descontado, debía hacerlo a mi manera, como si residir en las estrellas no fuera también la manera más comprometida de mirar sine ira et studio la realidad presente.

Poética del monasterio se convirtió así en el libro que más alegrías me ha dado. Clausuraba toda una época de mi vida, una década esforzada, de claroscuros, que me han permitido realizar la profesión definitiva de la vocación de lector. Su Oficio consiste en leescribir sin descanso.

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Entretanto quedaron allí como los listones de una barca a medio construir las hojas de ese opúsculo sobre el Eclesiastés. Algunas tardes me acercaba hasta el borde de la orilla donde estaba varado. Acariciaba lentamente los bordes astillados de su estructura esencial. No podía apartar la vista al ver reflejadas en sus piezas mal encajadas las sombras de una obra (in)acabada. ¿Debía abandonarla sin más, como tantos otros proyectos que terminan pudriéndose entre los escollos de una cala íntima? ¿Bastaba conservar sus despojos como si fueran el testimonio rescatable de un naufragio? ¿No sería acaso el mejor homenaje a la vanidad que no se puede enderezar dejarla romper a su suerte? Me inquietaba volver a comportarme como un giróvago.

La lectura de Castidad de Erik Varden despertó una memoria dormida. Descubrí en sus comentarios un modo de leer la soledad, en soledad, que también yo había querido practicar. Mientras en paralelo él abrazaba la Trapa en Leicestershire y yo me refugiaba en Londres, buceábamos en fuentes semejantes para encontrar una salida a sendas búsquedas. Sin pretender acogerme a su sombra, que un hombre de mi generación hubiese cultivado su interioridad por un camino que yo simplemente había atisbado consolaba mis sentimientos de desamparo de hace un cuarto de siglo y, sobre todo, ejercía un efecto balsámico de comunión. Solo, no había estado solo. No podía ser casual ni fruto de un obcecado voluntarismo esa investigación que comprometía también, aun en un grado menor que el suyo, mi existencia. Me gusta creer que a esa senda escondida habíamos sido atraídos por diferentes entradas. En ese estado escribí la reseña de Castidad de la que Mons. Varden tuvo la gentileza de hacerse eco.

Poco después me propuse acabar rápidamente el capítulo pendiente de mi nuevo ensayo suspendido. Durante un par de meses me he entregado a una escritura que ha llegado a doblar su extensión primitiva. Poseído por la estructura cíclica y repetitiva del libro más perturbador, a mi juicio, del Antiguo Testamento y arrastrado por el método de la glosa de los poetas que me estaban enseñando a leescribirlo, volvía una y otra vez sobre sus diversos capítulos para limar, ampliar, desviar o condensar unas reflexiones que su lectura seguía provocando. Una vez más, entrego al lector lo único que poseo y que no me canso de repetir: un modo de leer que él deberá probar leyendo los originales, de José Jiménez Lozano y T. S. Eliot, pasando por el cardenal Newman, a san Jerónimo o Teognis. Entremedias, como una presencia que se sustrae, destilo la sustancia de aquello que todavía podría llamar yo.

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Como en el sábado de cualquier creación, descansa ahora este volumen en el sepulcro de una espera que es también la fe de una esperanza. Unos contados amigos silenciosos lo han leído. Bien está que permanezca callado, aun en su título. ¿Permanecerá oculto? La persona a quien va dedicado, sine glossa, porque ella está en la raíz de la alegría que disipa mi vaciedad, lo ha definido con tres palabras: apoteósico, laberíntico, introspectivo.

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miércoles, 28 de agosto de 2024

Doble orden

 

Memoria de S. Agustín, ob. y dr.

 

Crucifixión,
Fra Angelico (1441-1442)

Al P. Vicente Niño, O. P.

Hace unos días publiqué un artículo en El Debate sobre los excesos léxicos que se han ido acumulando en torno a palabras decisivas del lenguaje teológico como vocación y carismas. En uno de sus párrafos insistía en una idea que sorprende entre no pocos de mis amigos antimodernos: una de las raíces de la Modernidad se encuentra en la separación escolástica entre el orden natural y el sobrenatural. Dicho en términos tan gruesos, puede parecer, si no una boutade, una ocurrencia con su punta de provocación. Tal vez; o no tanto.

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En COU, Don Laude, nuestro profesor de filosofía, neotomista a carta cabal, nos recriminaba con un chasqueo desencantado nuestras lecturas adolescentes e insensatas de Nietzsche, mientras murmuraba: “No leáis esas cosas, que os perjudican”. Como cabía esperar, la consecuencia fue que durante largo tiempo no leímos, para nuestro infortunio, a santo Tomás. Tómense, pues, estas líneas como un esfuerzo limitado por superar una amplia ignorancia.

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Con la arrogancia que invita a sospechar erradamente en cierto neotomismo una herejía antimodernista de tintes gnósticos, un joven profesor de mi universidad, con elogiable libertad, nos despachaba en una conversación la caducidad de cualquier filosofía frente a la de Tomás y, en consecuencia, la derivada de Trento, consideradas estas poco menos que como la culminación de la Revelación. Al final no pude contenerme y le repliqué que, por mi parte, no sólo me había quedado en Éfeso y en Nicea, sino que me parecían muy atinadas las reticencias doctrinales que había suscitado la obra del Aquinate en su momento histórico. Puestos a ser consecuentemente anacrónicos, santo Tomás es un depuradísimo ejemplo de progre del siglo XIII.

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Cuando digo que la Escolástica introduce la distinción entre el orden natural y el sobrenatural no pretendo afirmar que lo que representaban uno y otro fueran concebidos de manera indisociable o intercambiable hasta entonces. La escala de Jacob era la imagen patrística por antonomasia para describir su relación. Más aún, el Reino de Dios supone el comienzo de la Nueva Creación representado por el mismo Jesucristo con dicha imagen: “En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre” (Jn. 1,51). Un solo orden: cielo y tierra. Ciertamente, sigue combatido por el mal y el pecado que, sin embargo, no pueden apagar la luz del Resucitado que los ha derrotado. Esperamos, vigilantes, pues, su nueva venida...

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Según mi interpretación, discutible y limitada, la Escolástica, con Tomás a la cabeza, traza las fronteras entre ambos órdenes. Al perfeccionarlo, la gracia eleva el orden natural a lo sobrenatural. Lo divino entra en lo humano; lo humano accede a lo divino. De una manera muy tosca soy consciente de que estoy resumiendo una argumentación matizadísima y perfectamente ortodoxa. Simplemente me limito a apuntar que es un primer gesto ya moderno, que abre el camino de la secularización. Simultáneamente, y sin entrar en el tipo de relación que pueda existir entre ellas, empieza a abrirse paso la doctrina de la doble verdad, teológica y filosófica, contra la que santo Tomás combate y con la que, en su época y por las razones más o menos confesables que siempre afectan a los asuntos humanos, se le llega a confundir.

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La filosofía de Tomás de Aquino es optimista. Confía en que la razón (también ella regenerada por la gracia) es capaz de dar cuenta de las verdades de la fe. En la continuidad que un agustinista debe reconocer con el tomismo, J. Ratzinger insiste en lo irrenunciable de esta tarea: la fe cristiana no es irracional; está sujeta al Logos. Pero, aun no pudiendo represar ni estancar el desarrollo de la búsqueda de la verdad, resulta evidente que cualquier movimiento metodológico repercute sobre el concepto que se tiene de ella.

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En forma escolar cabe decir que, para Santo Tomás, las verdades de la fe pueden ser probadas por la razón o, al menos, no ser descartadas como contrarias a ella. Philosophia, ancilla theologiae. De acuerdo, si se admite el riesgo de que las verdades de la fe puedan ser desde entonces convocadas al tribunal de la razón, en calidad, primero, de testigos y, a la larga, de acusadas. La fe, puesta a prueba, además ha de eximir las insuficiencias de su juez. ¿Es eterno o creado el mundo? ¿Es Dios trinitario o cuaternario o…?  Si la razón se convierte en el centro, es inevitable que, más temprano que tarde, la fe sea vilipendiada, acosada, calumniada y, finalmente, condenada. ¿Cómo va a convencer de lo que la razón, metamorfoseada, pone en suspenso en sus propios términos? Sospecho que el nihilismo asoma al inicio de un no tan lejano túnel.

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Suele presentarse al nominalismo como la némesis del realismo metafísico. ¿Seguro? Más que una antítesis, observo en aquel su reverso. “Potuit, decuit, ergo fecit”, argumentó antes Duns Scoto sobre la Inmaculada Concepción de María. ¿Y si hubiera convenido de otra manera? ¿No habría sido también racional o, al menos, no contrario a sus principios? Insisto en que no pongo en cuestión la ortodoxia de la conclusión ni discuto la verdad de fe, sino que sea el modo definitivo y pleno de sostenerla.

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San Pablo advierte que la Creación entera sufre con dolores de parto, expectante de entrar en la libertad de los hijos de Dios (Rom. 8, 19-22). Si está dibujada una clara distinción de órdenes, la teología acaba convirtiéndose en teodicea: un terremoto o un genocidio se utilizan entonces como pruebas contra la existencia de Dios, ante las que como mucho se pretende oponer dudas razonables con una convicción titubeante. A fin de enfrentarse con los múltiples frentes que le van surgiendo, se ve obligada a plantear, entre otras, dos soluciones que conducen a sus correspondientes aporías.

La triunfante exégesis liberal durante dos siglos se encargó sistemáticamente de naturalizar lo sobrenatural. Los milagros se explicarían solamente por causas naturales. Lo inexplicable sería a lo sumo el resultado de una insuficiencia metodológica que podría resolverse confiando en el progreso científico. Así, el milagro no sería la multiplicación de los panes y los peces sino la solidaridad. Poco importa que de inmediato emerjan dos paradojas: en nombre del antiliteralismo, se apoya sólo en los datos positivos de carácter histórico; en nombre del historicismo, no queda más remedio que la explicación sea alegórica.

En cuanto a la otra opción, algunas variantes fenomenológicas han acabado sobrenaturalizando lo natural. En nombre del fenómeno, lo han interpretado como signo. Frente al freudomarxismo de raíces positivistas que diagnosticaba como alucinación una visión, cualquier alucinación se considera susceptible de convertirse en una visión. El subjetivismo y el relativismo implícitos conducen inevitablemente al emotivismo bajo la excusa del discernimiento. Ejemplos actuales hay para dar y tomar.

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No pretendo ni mucho menos afirmar que la filosofía de Tomás sea responsable de los dislates a que haya podido dar lugar la Modernidad. Su perennidad debiera obligarla a podar algunas de sus ramas, si quiere seguir cumpliendo su función. Como en sus momentos mejores, no se puede conformar con observar la realidad desde fuera, como si simplemente fuese un edificio cuya llave de entrada sólo él poseyese. Con la humildad de Tomás, debería verse a sí mismo dentro de la historia que ha contribuido a forjar, para librarse, además, de toda suerte de epigonismo.

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Chesterton atribuyó la decisión de santo Tomás de no escribir más, pues su obra se le aparecía como un montón de paja, a la polémica que mantuvo con Síger de Brabante: “regresó con una especie de horror ante ese mundo exterior en el que soplaban semejantes vientos de doctrina y extrañando ese mundo interior que cualquier católico puede compartir y en el cual el santo no está aislado de las personas simples”. A fin de cuentas, la orden dominicana, apoyada sobre los cuatro pilares de la contemplación, el estudio, la fraternidad y el apostolado, conserva desde su fundación un estrecho vínculo interno con la espiritualidad monástica.

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Al leer los himnos que se dedicó a componer el Aquinate, empecé a caer en la cuenta de que la verdad a la que había entregado su vida se encontraba secretamente bajo el rigor de un estilo filosófico que resulta a primera y segunda vista tan farragoso. Entendí que allí dentro, cálida y hospitalaria, también abría sus puertas nuestra casa.

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lunes, 22 de julio de 2024

El ortónimo de Jaime García-Máiquez

 

Memoria de Sta. María Magdalena


 

Al acabar de leer La humana cosa de Jaime García-Máiquez tengo la impresión de que se trata de un libro en abismo más que de una antología al uso. Formado por poemas de sus catorce libros, casi la mitad inéditos, me lo confirma la declaración de su autor en el epílogo: “Además, de alguna forma, este es un libro único, definitivo, el libro que llevo escribiendo 25 años”. Con él cumple la función que atribuye a la escritura: “Yo escribo para entender, para hacer entender mi emoción, y para emocionarme con ella. Y leo también para esto”. 

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En su presentación, García-Máiquez dice de sí que “pertenece a esa poesía «arraigada» y tradicional, y destaca por la creación de heterónimos como los que aparecen esta Antología”. De acuerdo. No es oscuro ni desarraigado, pero el suyo no es un mundo solar, sino nocturno. El suyo es un hermetismo peculiar. Su luna brilla en el firmamento, pero no se canta la luna llena, sino la luna nueva que resplandece en este instante para el lector en sus poemas. La muerte y el tiempo, con un sesgo barroco que esquiva el desengaño con la lúcida y arisca melancolía de un hombre de familia, son los temas centrales que los atraviesan.

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De Jaime García-Máiquez sólo conservo un recuerdo en apariencia circunstancial, de hace una década. En la sala del Museo del Prado donde restaura las obras sentí, ante sus explicaciones, una mezcla de espantada y rendida admiración. Hablaba transfigurado por dentro, como un tanatopráctico al que Dios hubiera encargado disponer los cuerpos gloriosos de las pinturas para el Día del Juicio.

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Dos poemas de su libro inédito “El gran miércoles” me han hecho recordar esta anécdota. En “Besos” el poeta cuenta que, antes de ponerse a restaurar un cuadro religioso, besa “levemente la pintura, / el lívido barniz que la protege”, sea la frente de San José, el costado ardiente de Cristo o “los largos dedos de albayalde / de la Virgen María”. Estremecido, confiesa al final que “Yo he transformado para siempre el Prado, / llenándolo de besos. / Yo también he modificado algo infinito”.

En el otro poema, “Soy del Prado”, declara que el museo es su auténtica patria, donde recibe a sus padres, a sus hermanos y a sus amigos. Tan es así que “Volveré, cuando muera, a caminar / por las salas vacías de la noche. / Y acaso me introduzca en algún cuadro… / Seré por fin pintura, como en un sueño mágico”. ¿Acaso quien define la poesía como la noche de la literatura no es un “romántico”, como querían los Schlegel? Sí, al menos para mí: de la estirpe de Novalis, de Calderón o de Dante a cuyo canto de Ulises se acoge la cita que abre esta Humana cosa.

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Como un libro en abismo, este volumen no se limita a disponer en un orden cronológico la evolución de su trayectoria poética. Su razón de ser es cronoclástica. Se distribuyen los poemas en función de la de sus «autores»: el ortónimo Jaime García-Máiquez y sus heterónimos Fernando López de Artieta, Rodrigo Manzuco y Pascual de Blanes.

En la brevísima nota biobibliográfica que antecede los poemas de los libros de cada uno, se pone en cuestión cualquier pretensión verista del tiempo. El ortónimo García-Máiquez menciona el par de premios recibidos, pero parece serle indiferente la publicación o no de sus poemarios. En cambio, López de Artieta y Manzuco no dudan en destacar sus editoriales. La biografía de Artieta es provocadoramente irónica: publica con dieciséis años un libro con una sabiduría técnica y cultural imposible de haber vivido. Nacido en 1988 como Manzuco (más que un año natural, un año sentimental), sus obras no sólo representan dos tipos de poesía diferente, de la experiencia la una, minimalista la otra, sino que, mediante la coartada de la «historia», constituyen experimentos con la «textura» del lenguaje que puede permitir al ortónimo o a sus heterónimos decir “yo”.

Los pastiches de Manuel Machado en Artieta y las parodias interpuestas de Cernuda o de Brines, divertidamente sutiles, en Manzuco, no deben dejar pasar por alto la hondura desencantada y apasionada de Pascual de Blanes, el último de los heterónimos de García-Máiquez. De la misma edad que Gil de Biedma, Blanes, antoniomachadista, parece escribir con ecos de Samaniego y Ramón de la Cruz. Algunos de sus poemas estremecen porque casi parecen arrancados de algún cantar de Atahualpa Yupanqui: “Hay veces que lo más emocionante / que uno puede decir es su silencio”.

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Despiadado Artieta con la impostura de la generación de su ortónimo; ambigua y hasta inconscientemente iconoclasta la sensibilidad de Manzuco; Blanes condensa en su aurea mediocritas la fascinación y el dolor de Jaime García-Máiquez. Entre poemas como “Abuela”, de Risa tonta (2003) y “La casa de las arañas” o “28 de marzo”, de Libro de viejo (2023), puede observarse que, ya sea hablando de la familia o de su trabajo, o incluso de sus dudas ante el hecho de escribir, nuestro autor es consciente de que atraviesa la maravilla del presente un teatro de ruinas del que el poema aspira a ser un testimonio escatológico: un anticipo de que no todo morirá.

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viernes, 31 de mayo de 2024

Un Dante gibelino

 

Fiesta de la Visitación de la Virgen María




La crítica de libros, como un subgénero de la crítica literaria, es un arte sutil. Monástico, la vivo como un ejercicio ascético. El crítico a menudo suele empeñarse en demostrarle al lector que, como mínimo, es tan listo como el autor. Llega a creer que sus objeciones discuten los méritos de la obra y sus elogios los elevan. Más bien, debería reconocer que la buena obra, en sus acuerdos y con sus desacuerdos, le hace mejor. George Steiner llamaba a esta tarea una deuda de amor. A punto de reseñar La Europa de Dante, de Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña, me recito con tal certeza algunos aforismos de Nicolás Gómez Dávila: “hay que aprender a ser parcial sin ser injusto”; “el reaccionario tiene admiraciones, no modelos”; “el crítico es el procurador del orden”.

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La lectura del último libro de De la Peña proporciona una rara satisfacción dentro del panorama de la vida académica española: es inteligente y riguroso en sus argumentos y está redactado con un cuidado y una sensibilidad que hacen de él la obra de un humanista. Es una obra con aspiración total, que desea engarzar su tesis de fondo en una estructura que refleje su coherencia de conjunto.

Como se señala en la Introducción, “queremos que Dante, «profeta», filósofo y poeta, haga las veces de Virgilio”. No es poco el atrevimiento. Bajo el magisterio del autor de la Commedia, el discípulo en que se ha convertido el historiador nos muestra con su ensayo, como en una puesta en abismo taraceada, la idea central de su interpretación dantesca: la unidad imperial de Europa, sueño de realidad durante ocho siglos, entre Carlomagno y el César Carlos.

Numerológico como todo libro que aspire a emular la sobriedad clásica, el lector sigue a través de tres partes, cada una subdividida en tres secciones, los lugares geográficos y las funciones morales que han definido la fisiognomía cultural europea: Atenas, Roma y Jerusalén ante el estudio, el poder y el sacerdocio. Como en cada uno de los atributos que se le asocian, cada uno de esos espacios reflejan las grandes creaciones institucionales que la Edad Media diseña y alza como la base del humanismo cristiano del que De la Peña se siente heredero. La Universidad parisina, el Sacro Imperio Romano-Germánico y la Iglesia católica trazan los relieves éticos y espirituales de Europa bajo un concepto que es consustancial a su entero proyecto: Renacimiento.

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El profesor De la Peña es un gibelino, y no lo oculta. Por la libertad intelectual con el que lo expone, es el suyo un gibelinismo necesario, porque ayuda a resituar debates conceptuales de gran actualidad, que ni son menores ni merecen permanecer oscurecidos por etiquetas que podrían parecer arqueológicas. Ni ser gibelino equivale sin más a un progresista laico, ni ser güelfo a un conservador religioso. Ni tampoco el primero es un moderno avant la léttre, ni el segundo un contramoderno per se. La precisión con que nuestro autor, por ejemplo, distingue la originalidad de Dante respecto de santo Tomás obliga a preguntarse hasta qué punto la misma Reforma, con su desafío a la autoridad imperial, no sería la derivada última e indeseada del partido güelfo.

Atiéndase a la definición que ofrece De la Peña de su posición: “La solución dantesca consistió en atribuir auctoritas a ambas instituciones, los dos soles, Papado e Imperio, diferenciando el ámbito natural y sobrenatural de cada una de ellas. La necesaria armonía entre los dos poderes supremos de la Cristiandad quedaba así restablecida. Por desgracia, esta idea apenas tuvo eco”. Tan razonable parecería este planteamiento que extrae a continuación una conclusión que, no obstante, es legítimo examinar con cautela: “A partir de este axioma de la necesidad de un Imperio que traiga la felicidad terrenal al género humano, se puede establecer por inducción la necesidad de un monarca único que reine sobre todos los hombres”.

La interpretación de De la Peña, que parte de una lectura en profundidad de De Monarchia de Dante, está atravesada por algunas pinceladas que a un güelfo como yo le ponen alerta. “En tanto que Monarquía universal secular destinada a regir el conjunto de la Humanidad y ya no solo la Cristiandad”, se convertiría a sus ojos para Dante en “un instrumento al servicio de un bien superior: la paz universal”. ¿Qué impide entonces también al Emperador filósofo – reformulación europea del filósofo-rey platónico –, en función de su regia auctoritas, transformarse en un Rey Sol de justificación kantiana? Las dos espadas, temporal y espiritual, podrían ser aleadas en una sola espada: la de doble filo. En sus sabias manos el emperador podría verse tentado de reivindicar una sacra auctoritas, o al menos su resplandor secular. Con los güelfos se corre el riesgo de revueltas y anarquía. Para conjurar sus peligros, los gibelinos acaban recetando un orden sistemático, tras el que puede emboscarse el absolutismo.

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Anacoreta y güelfo, recuerdo las palabras de Cristo: “Jesús le dijo a Pedro: «Envaina la espada: que todos los que empuñan a espada, a espada morirán»” (Mt. 26,52). No corro a refugiarme en ninguna forma de pacifismo. Jesús no cuestiona el uso legítimo de la espada. Advierte de la dinámica que desencadena. Por ello, su Reino, encarnándose en el aquí y ahora, sobrepasa y jamás se agota en este mundo cuyo presente se ha ido adensando sobre las capas del pasado.

De la Peña practica con virtuosismo la esgrima dialéctica. Pone al descubierto con solvencia las contradicciones de la hierocracia papal, mientras mantiene bien protegidas las debilidades del cesaropapismo. Aun reconociendo su impecable argumentación, llega a escandalizarme la identificación del imperator con el cosmocrator bizantino “por delegación de Cristo, Rey de Reyes” como “un arquetipo político [que] sería al mismo tiempo jurídico, religioso y simbólico, y por tanto sería una categoría permanente e independiente de los azares de las victorias o derrotas en el campo de batalla”. Esta postura se mantendría agustiniana para sostener las dos ciudades, mientras, aristotélica, justificaría la Ciudad terrena como figura de la Jerusalén celeste en tanto que “encarnación política por excelencia [que] sólo terminaría con el fin de los tiempos”.

En el último tramo de la obra, al reflexionar sobre la espiritualidad medieval, De la Peña ofrece con una radicalidad que se agradece la coherencia de su visión que acaba aunando Humanismo e Imperio bajo el horizonte de la Cristiandad. Aunque hube compartido la grandeza de la misión histórica que le atribuye, cada vez tengo más dudas sobre si el cristianismo es realmente un humanismo, o hasta qué punto la coraza humanista no ha acabado encorsetando y pulverizando el cuerpo cristiano, como plantea Laurent Fourquet, de modo discutible pero estimulante, en El christianisme n’est pas un humanisme. ¿Es realmente un pleonasmo el «humanismo cristiano»? Con esa etiqueta, ¿no se habría convertido lo cristiano en un adjetivo?

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El autor de este ensayo da con valentía y madurez un paso más allá de los caminos que había decidido recorrer. En el caso de la evolución de Dante, cabe elogiar que, sine ira et studio, encare y no esquive este dato fundamental para comprender la singularidad y la genialidad de la Divina Comedia. Por un lado, De la Peña afirma un gibelinismo que brota de las brillantes argumentaciones de Étienne Gilson en Dante y la filosofía, aunque, a mi modo de ver, sobrepasa los cauces del maestro francés, más interesado en asegurar simplemente la separación de la esfera política y de la espiritual. Por otra parte, en continuidad con los estudios de nuestro autor sobre los fenómenos de la crueldad y de la compasión, hace bien en recordar que “Dante propone que la gracia de Dios es tan poderosa que puede redimir incluso las almas de los paganos justos tras su muerte”. Ahora bien, en un nuevo lance de esgrima, acude al ejemplo de H. U. Von Balthasar, obviando que el capítulo que el teólogo alemán dedicara a Dante en el volumen de Estilos laicales de Gloria es una diatriba no menor del Infierno.  

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El último tramo de las páginas de este ensayo constituye una auténtica profesión de fe que admira por la simpatía, el conocimiento y la familiaridad con la espiritualidad medieval. Si me permitiese una pequeña vanidad que tal vez ayude a explicar mejor el triple enfoque que permite esta obra, he intentado leerla con los ojos del que De la Peña llama “el monje trovador San Bernardo”, es decir, desde una celda cisterciense del siglo XII. Enrique García-Máiquez la afrontaría desde la ciudad-estado del siglo XIII, con lirismo franciscano y sentido común aristotélico. Aunque no del todo, moderno, De la Peña descubre en el Imperium, muy siglo XIV, la salida natural de la Universitas.

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P. S. Güelfos y gibelinos perseguimos la articulación política de lo uno y lo múltiple, en tanto que identidades o diferencias. Al cerrar el libro, descubro que mi punto de discrepancia último – jamás de confrontación – está contenida en la frase que abre la tercera parte: “La misericordia es la forma divina de la compasión humana y el elemento definitorio de la ética cristiana”. En ella subyace el núcleo esencial de su argumentación: el cristianismo como una ética y un humanismo. Sin que deje de serlo, entiendo el orden acentuando el otro polo: no a semejanza nuestra, sino de Dios.

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domingo, 12 de mayo de 2024

Árbol bibliogenealógico

  

Fiesta de la Ascensión

 

The Knights of the Round Table Summoned to the Quest by the Strange Damsel,
William Morris & Edward Burne-Jones (1899)

De la reciente reseña a Ejecutoria Enrique García-Máiquez me ha agradecido que haya invitado a los lectores a que tracen su propio árbol bibliogenealógico del ideal caballeresco que compartimos. Por ello, me ha animado a que ahondase en las obras que allí sólo mencionaba como las ramas del mío. Me atrevo, pues, a aceptar su desafío, de modo que romperé unas lanzas con él en el campo del honor literario. ¿Cómo?

Quienes visitan esta celda saben de mi tendencia a redactar palimpsestos. Con tinta roja y no azul como la de Enrique, anotaré en las pilastras de mi claustro las lecturas que he ido recordando mientras seguía con atención maravillada las suyas. Practicaré así con concisión el procedimiento que G. Genette incluía entre las transposiciones formales de otro texto: abreviarlo sin suprimir ninguna de sus partes más significativas. Más aún, pondré sobre tal reducción las bases de un ensayo imaginario que hace del “mutismo de esta relación sin referencia, más rigurosa y puramente que del resumen, una versión condensada, y quizás lo que se aproxima más al ideal del modelo reducido”.

Como si los míos fueron los abstracts de un tronco común, podrán comprobar los lectores cómo nuestras respectivas genealogías, al contrastar, mantienen una tenzone de aire familiar que enriquece nuestra orden.

A fin de cuentas, de Enrique el maestro es Dante; mío lo es Cavalcanti.

De pura cepa tomista él; yo, claravalense.

Él comenta los formidables versos de Ulises en el canto XXVI del Infierno; yo citaría los puestos en boca de Francesca en el canto V:

 

“Per piú fïate li occhi chi sospinse 
quella lettura, e scolorocci il viso;
ma un solo punto fu quel che ci vinse”.

 

Se acoge él al amparo de Guido Cacciaguida; al de Arnaut Daniel yo.

Es el suyo un ideal caballeresco de linaje artúrico, claro y transparente; de origen trovadoresco, clus i ric, el mío.

Él se remonta a Born de Ganis, del cual surgen dos ramas: la de Don Quijote y la de Macbeth. Emparentados bajo la mirada de Elizabeth Bennett y Darcy (Orgullo y prejuicio), descienden Sydney Carton (Historia de dos ciudades) y Gabriel Araceli (Episodios nacionales); Corto Maltés y Cyrano; Brideshead y los niños de la calle Pal; Teodoro Castells (Rosa Krüger) y Saturnino (Rompimiento de gloria).  

Yo:

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En el canto XXVIII del Infierno Dante se encuentra con el trovador Bertran de Born, condenado por las discordias que habría tramado entre el joven Plantagenet y su padre el rey Enrique II. No obstante, sin la poesía de Bertran careceríamos de la maravilla del planto por la muerte de su joven señor, así como de la intensidad lírica que modela con su caricia sonora el rostro de la donna angelicata. Bertran de Born es un Macbeth que acertó a seguir el camino de la abadía cisterciense de Dálon donde morir bien.

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El Llibre d’Evast, Aloma i Blanquerna de Ramon Llull es un libro de caballerías a lo divino. A través del elogio del matrimonio y la familia en que nutre su personalidad, el protagonista emprende la búsqueda del Grial más perfecto: la contemplación de Dios. Como abad, como obispo, como cardenal y como Papa, Blanquerna acaba rompiendo con el círculo infernal de la Fortuna renunciando a los honores para hacerse ermitaño y componer, en lugar de un tratado de cortesía o un espejo de príncipes, unos dichos de amor y de luz que iluminarán, por muchos siglos, la subida al monte de la mística: el Llibre d’amic e amat. En el Cant a Ramon el poeta le había confesado a su autor: “Vull morir en pièlag d’amor”. Trovador o caballero, no dejo de recitarla como la jaculatoria que es.   

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Jamás se elogiará bastante el resto de sentido común que le quedaba al cura y al bachiller cuando salvaron el espléndido Tirant lo Blanc de Joanot Martorell en su escrutinio de la biblioteca. Elogiaron que se narrase su muerte en la cama, sin saber que anunciaban así la muerte del Caballero de la Tiste Figura. De este modo, el hidalgo manchego, preso, según René Girard, de la espiral mimética, logró deshacerse de la figura tutelar de Amadís. Tampoco se insiste tanto como se debiera en que las extremadas penitencias de Don Quijote en Sierra Morena, remedo de las de Amadís en Peña Pobre y quién sabe si indirectamente, bajo el peso lector de la interpretación Unamuno, de las de Íñigo de Loyola en Manresa, no son sino un espejismo a lo profano de la austeridad monacal de quienes se retiran al desierto para combatir los demonios que los atormentan y no para recrearse en la melancolía con que paradójicamente los agasajan. ¿No será acaso que Tirant supo esquivar las trampas de los males de amor que padeció gracias a la formación caballeresca que le impartió en su juventud el Rey ermitaño?

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Dos figuras distintas que se reflejan mutuamente sostienen una visión moderna ante el destino humano. Hamlet no dejará de fascinar nuestra imaginación. Le seguimos hipnotizados como Horatio o le despreciamos como Laertes o le tememos como Claudio. Se citaba unas líneas atrás a Girard. En Los fuegos de la envidia el filósofo francés proponía una interpretación de la obra de Shakespeare en absoluto desdeñable. Más que de una tragedia de la venganza, las dudas de Hamlet representarían la conciencia desengañada de su necesidad de vengarse. En lugar de vacilar, el príncipe danés diferiría la acción que le habría tocado en desgracia en el teatro de su mundo. Como espectadores su atractiva e irritante ambigüedad, inapresable, no ha sido mejor descrita que por los protagonistas de un palimpsesto encerrado en el hipotexto de Esperando a Godot de S. Beckett: Rosencrantz & Guildenstern han muerto de T. Stoppard. Go to the nunnery!, clamó Hamlet. Pero él prefirió vagar por el despedazado silencio de los palacios.

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La dulce Ofelia no logró recuperar el amor de Hamlet, pero la bella Rosaura sí consiguió que Segismundo hiciera triunfar su libertad. Nunca me cansaré de asegurar que otro gallo nos habría cantado a los españoles si, en lugar de encumbrar exclusivamente fuenteovejunas y alcaldes de Zalamea – con esa histérica insistencia en que del Rey abajo, ninguno –, hubiéramos seguido los pasos del héroe de La vida es sueño de Calderón de la Barca. Habríamos atemperado nuestros furiosos y brutales rencores en la grandeza y la prudencia de un honor que no es solamente patrimonio del alma sino semejanza de la gloria de Dios.

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Si mis huéspedes todavía conservan paciencia, en esta mitad del recorrido puedo advertirles que la mayoría de los modelos que han impresionado mi imaginación caballeresca son personajes solitarios. Don Álvaro Yáñez, el protagonista de El señor de Bembibre, no es una excepción. Es un héroe de juventud. Con los años y los desengaños, uno comprende que, si bien no existe una esperanza más pura que el abismo que se abre en la desesperación, entregarse a esta como la única esperanza de la desolación es un castigo que no merece la pena. Don Álvaro entró en el Temple como Amadís en Peña Pobre. Y se equivocó de una manera suicida. San Bernardo elogió en los templarios la intrepidez del soldado y la mansedumbre del monje. Sobre la base de este adynaton se forja, irresoluble, una conciencia conservadora.

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Bien dice Máiquez que el noble de espíritu pasa por alto las debilidades ajenas. Deshace entuertos con firmeza, así como protege la inocencia. La nobleza más alta se sabe sostenida por la santidad. En mi árbol bibliogenealógico también debieran tener cabida, como en cualquier familia, los pequeños que son los primeros en el Reino. Hace unos años mi hija pequeña se empeñó en que leyéramos Heidi de Johanna Spyri. Recordaba, condescendiente, la serie animada de mi infancia. Acabé sus páginas aguantando las lágrimas. Aquella niña era una santa. ¿Quién es santo? Léon Bloy contestaría: Quien hace milagros. Heidi los hace, porque su fe es realmente como un grano de mostaza. Ante su rostro dormido, que es el de una donna angelica, el abuelo pronuncia las palabras del hijo pródigo. Esa niña le ha enseñado con la pureza de una vida doliente a rezar de nuevo el Padre nuestro. El solitario de los Alpes, por solo amor a ella, se reconcilia con lo mejor de sí.

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¿Qué nobleza más alta que el perdón? Benina, humilde y humillada, es la imagen de la Misericordia, hoy que está tan trillada esta palabra como si fuera un analgésico imprescindible para mantener a raya, con cinismo, la buena conciencia y el deletéreo bienestar emocional. Pocas veces resuenan con más hondura en la literatura universal las palabras de Cristo como al final de la novela de Benito Pérez Galdós: “Yo no soy santa. Pero tus niños están buenos y no padecen ningún mal… No llores… y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar”.  

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Una sola cosa es necesaria, pero nuestra fragilidad tiende a la aventura. Y es bueno que así sea al volver la vista atrás. La nobleza se mide por el valor y el arrojo, y la capacidad para mantener el rumbo en medio de las borrascas que, como con Ulises, nuestros destinos van descargando sobre nosotros. Lograr que las contingencias no nos arrastren como un remolino es el arte más áspero de la supervivencia y el más imprescindible de transmitir, con sequedad afectuosa. Lo aprendí en las páginas de Pío Baroja. En los momentos tempestuosos de mi adolescencia, un sacerdote navarro solía decirme que, al verme, se le venía a la imaginación Shanti Andía. Pero yo siempre, siempre, he admirado a Zalacaín.

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La vida está llena de sombras y luces. Es preciso amarlas sin recrearse en ellas. Perdonar es difícil; pedir perdón más; perdonarse, imposible si no fuera por Dios. Una de las novelas más duras e implacables que haya podido leer es Kaputt de Curzio Malaparte. En medio de la Peste más sombría de la civilización occidental, recorre el frente oriental como si fuera un nuevo Bocaccio, contando historias espantosas, de tan reales, con los que intenta conjurar el terror congelado que le ha fascinado, con el que ha cooperado, al que se resiste a seguir rindiendo culto. Sin el protagonismo cómico y temerario, dolosamente infantil, del Conde de Foxá, Kaputt sería insoportable: el reverso de una Cruzada demoníaca que proclama que sólo el Infierno existe y que, si existe el Cielo, está vacío.

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De esa sombra emerge, pese a todo, con la lucidez de la cultura el Poeta. La muerte de Virgilio de Hermann Broch bebe del consuelo de la destrucción de Troya que la Eneida – y tras ella la Divina Comedia – no han dejado de subministrarnos. El alucinado itinerario infernal por las calles de Brindisi, la despiadada conversación de Augusto en el Purgatorio de la agonía, la luminosa, entre artúrica y wagneriana, entrada en el conocimiento celestial, giran a través de los elementos sobre la precaria y única verdad que nos hace humanos: la Obra.

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“Casi desnudo, como los hijos de la mar”, sentenciaba Antonio Machado al final de su Retrato. Al llegar la hora de la partida, como Perceval se deshizo de la armadura para poder responder la pregunta del Grial, uno debiera desembarazarse de los años, de los fracasos, de los triunfos, de todo absolutamente, y recuperar la mirada del niño que fue y ya no es, y lanzarse a la carrera con el deseo intacto de felicidad y de belleza que protegíamos a resguardo de nuestra fragilidad siempre herida. Como dice Gregorio Luri en uno de sus últimos aforismos: “A medida que envejeces descubres que tu adelantado en el futuro es cada vez más aquel niño que fuiste”. La caballerosidad consiste también en mantener la lealtad callada al silencio despoblado de tus antiguos compañeros con los que secretamente compartiste sentimientos. Palabra a palabra escandiré, como el protagonista de Helena o el mar de verano de Julián Ayesta, los versos de Virgilio que me hablan del amor y de la contemplación, del stilnuovo y de Claraval.

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