Memoria de
S. Bonifacio, ob.
Suelo abrir con
prevención los volúmenes de los más jóvenes poetas, sobre todo si se estrenan
con uno de ellos. Temo perpetrar, con el juego de leer sus versos, el vicio solitario
de la melancolía, el de saber con certeza desencantada el sabor de la ceniza,
la sombra, el humo y la nada que admiran con lucidez, entusiasmo y vocación
deslumbrados y de cometer la injusta torpeza de caer sobre un libro primerizo
lo mismo que su autor. He leído muchos libros y, oh, no siempre la carne es
triste.
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Estoy convencido de
que Alberto Fadón (1997), que acaba de publicar Príncipes y principios,
habrá comprendido que la reseña secreta de su poemario está de veras contenida
en estas primeras líneas. Como él, fatigué bibliotecas y aspiré las rosas
azabaches de los atardeceres primaverales en inverosímiles ciudades universitarias.
Fadón, que es más bien de John Ford, mira el Cantábrico a la luz de los cuentos
morales de Eric Rohmer; yo me habría inclinado por Howard Hawks, contemplando
la luz mediterránea con la gran ilusión de Jean Renoir. A Fadón, que es un
Garcilaso aboscanado, con una pasión correspondida que tal vez le hubiera
envidiado en mi primera juventud, le dan la alternativa – o lo arman caballero
– Gracián, Foxá y Dante. Como un Francisco de Aldana que no hubiera
desesperado, aspiro a seguir practicando, sin desmayo, una brizna de la
innecesaria paciencia de un cartujo.
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El libro de Fadón es
una pieza de orfebrería bizantina. Clasicista hasta la médula, ha medido los
versos, ha sufragado las estrofas y ha escandido los (sub)géneros. Ha
jugueteado con los motivos – los topoi – de la poesía española, con una
irreverencia obediente. No cita sin más. Los versos que ha leído forman el
plasma de su voz. Son indistinguibles de ella. Articulan su timbre más
personal. Empieza, provocativo, con un soneto “Yo, poeta reaccionario” donde
desde el primer verso resuenan los ecos del poeta que teje la urdimbre de sus
subtextos: Jaime Gil de Biedma. Se trata de un Gil de Biedma poeta moral, más
que social, al que se rinde fiel homenaje a la contra. Su “Intento de formular
mi experiencia con las vocaciones” supone una relectura desenfadada y admirada
del poema (casi) homónimo del autor de Las personas del verbo. Pero
desde “Infancia y confesiones” a “De vita beata”, pasando por supuesto
por “Pandémica y celeste”, Fadón pone también a prueba un procedimiento que le
es querido. Como un pastiche de la imitación compuesta seiscentista, allí donde
parece estar rindiendo tributo a otros autores – ya sea Manuel Machado o Luis
Cernuda -, Fadón deja caer un giro, un sintagma, aunque sea un hemistiquio, de
otro poeta. Como una aparente pura mención, proporciona sentido de la gravedad
a la ligereza lírica a la que se entrega.
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El libro de Fadón,
como indica la paranomasia del título (“con una amarga confesión os dejo: /
hubiera preferido ser vasallo / de príncipes mejor que de principios”) también
experimenta la tensión entre seguir a los príncipes de sus poetas u obedecer los
principios de una poética que fundamentan su autoridad. De hecho, sus poemas
pueden leerse como un esfuerzo por metabolizar un peculiar canon de la poesía
española. No son casuales los nombres que hemos citado de Gil de Biedma y
(Manuel) Machado. En cierto modo, Fadón intenta incorporar su afluente al cauce
de la tradición poética (post)modernista española – no son casuales la
repetición del “yo nací” o “tú naciste" –. En un mismo poema podemos
encontrar referencias indirectas al Góngora de las letrillas y al Bécquer de
las rimas, como podemos rastrear citas del Quevedo moral o el fray Luis órfico
junto a la dedicatoria del clasicista Juan Antonio González Iglesias o, semiborrada,
de Julio Martínez Mesanza. No quiere ser tildado de “ruralista”, mientras se
acoge a la sombra frondosa de Claudio Rodríguez (“Alto jornal filológico”).
Desea desmarcarse del culturalismo, y liba en honor de Guillermo Carnero (“No
volveré a ser culturalista”). Se deslizan entre sus versos resonancias de Luis
Alberto de Cuenca o de Felipe Benítez Reyes, sin dejar de fundir los moldes
temáticos y genéricos de la poesía áurea (“Instrucciones para un epitalamio”)… Como
en la copla de su poema “El espectador”, Fadón nos confiesa: “Miro con avidez y
sin codicia / como aquel jardinero que podaba / con sus ojos el mundo pretendiendo
/ perfilar un mundo en sus pestañas”.
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Con su primer libro,
Alberto Fadón, desenvuelto y atrevido, con soltura y nervio, cumple los lances
de una faena que confiemos larga y honda. Entretanto esperaré en mi celda
cartuja con necesaria impaciencia.
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