Fiesta de
la Ascensión
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The Knights of the Round Table Summoned to the Quest by the Strange Damsel, William Morris & Edward Burne-Jones (1899) |
De la reciente reseña a Ejecutoria
Enrique García-Máiquez me ha agradecido que haya invitado a los
lectores a que tracen su propio árbol bibliogenealógico del ideal caballeresco
que compartimos. Por ello, me ha animado a que ahondase en las obras que allí sólo mencionaba como las ramas del mío. Me atrevo, pues, a
aceptar su desafío, de modo que romperé unas lanzas con él en el campo
del honor literario. ¿Cómo?
Quienes visitan esta
celda saben de mi tendencia a redactar palimpsestos. Con tinta roja y no
azul como la de Enrique, anotaré en las pilastras de mi claustro las lecturas
que he ido recordando mientras seguía con atención maravillada las suyas.
Practicaré así con concisión el procedimiento que G. Genette incluía
entre las transposiciones formales de otro texto: abreviarlo sin
suprimir ninguna de sus partes más significativas. Más aún, pondré sobre tal
reducción las bases de un ensayo imaginario que hace del “mutismo de esta
relación sin referencia, más rigurosa y puramente que del resumen, una versión
condensada, y quizás lo que se aproxima más al ideal del modelo reducido”.
Como si los míos fueron
los abstracts de un tronco común, podrán comprobar los lectores cómo nuestras
respectivas genealogías, al contrastar, mantienen una tenzone de aire familiar
que enriquece nuestra orden.
A fin de cuentas, de Enrique
el maestro es Dante; mío lo es Cavalcanti.
De pura cepa tomista él;
yo, claravalense.
Él comenta los formidables
versos de Ulises en el canto XXVI del Infierno; yo citaría los puestos en
boca de Francesca en el canto V:
“Per piú fïate li occhi chi sospinse
quella lettura, e scolorocci il
viso;
ma un solo punto fu quel che ci vinse”.
Se acoge él al amparo
de Guido Cacciaguida; al de Arnaut Daniel yo.
Es el suyo un ideal
caballeresco de linaje artúrico, claro y transparente; de origen trovadoresco, clus
i ric, el mío.
Él se remonta a Born de Ganis,
del cual surgen dos ramas: la de Don Quijote y la de Macbeth. Emparentados bajo
la mirada de Elizabeth Bennett y Darcy (Orgullo y prejuicio), descienden
Sydney Carton (Historia de dos ciudades) y Gabriel Araceli (Episodios
nacionales); Corto Maltés y Cyrano; Brideshead y los niños de la calle Pal;
Teodoro Castells (Rosa Krüger) y Saturnino (Rompimiento de gloria).
Yo:
***
En el canto XXVIII del Infierno
Dante se encuentra con el trovador Bertran de Born, condenado por las discordias
que habría tramado entre el joven Plantagenet y su padre el rey Enrique II. No
obstante, sin la poesía de Bertran careceríamos de la maravilla del planto por
la muerte de su joven señor, así como de la intensidad lírica que
modela con su caricia sonora el rostro de la donna
angelicata. Bertran de Born es un Macbeth que acertó a seguir el
camino de la abadía cisterciense de Dálon donde morir bien.
***
El Llibre d’Evast, Aloma i Blanquerna
de Ramon Llull es un libro de caballerías a lo divino. A través del elogio del
matrimonio y la familia en que nutre su personalidad, el protagonista emprende
la búsqueda del Grial más perfecto: la contemplación de Dios. Como abad, como
obispo, como cardenal y como Papa, Blanquerna acaba rompiendo con el círculo
infernal de la Fortuna renunciando a los honores para hacerse ermitaño y componer,
en lugar de un tratado de cortesía o un espejo de príncipes, unos dichos de
amor y de luz que iluminarán, por muchos siglos, la subida al monte de la
mística: el Llibre d’amic e amat. En el Cant a Ramon el poeta le
había confesado a su autor: “Vull morir en pièlag d’amor”. Trovador o
caballero, no dejo de recitarla como la jaculatoria que es.
***
Jamás se elogiará
bastante el resto de sentido común que le quedaba al cura y al bachiller cuando
salvaron el espléndido Tirant lo Blanc de Joanot Martorell en su escrutinio
de la biblioteca. Elogiaron que se narrase su muerte en la cama, sin saber que anunciaban
así la muerte del Caballero de la Tiste Figura. De este modo, el hidalgo
manchego, preso, según René Girard, de la espiral mimética, logró deshacerse de la
figura tutelar de Amadís. Tampoco se insiste tanto como se debiera en que las
extremadas penitencias de Don Quijote en Sierra Morena, remedo de las de Amadís
en Peña Pobre y quién sabe si indirectamente, bajo el peso lector de la
interpretación Unamuno, de las de Íñigo de Loyola en Manresa, no son sino un
espejismo a lo profano de la austeridad monacal de quienes se retiran al desierto
para combatir los demonios que los atormentan y no para recrearse en la
melancolía con que paradójicamente los agasajan. ¿No será acaso que Tirant supo
esquivar las trampas de los males de amor que padeció gracias a la formación
caballeresca que le impartió en su juventud el Rey ermitaño?
***
Dos figuras distintas que
se reflejan mutuamente sostienen una visión moderna ante el destino humano.
Hamlet no dejará de fascinar nuestra imaginación. Le seguimos hipnotizados como Horatio o le despreciamos como Laertes o le tememos como Claudio. Se citaba
unas líneas atrás a Girard. En Los fuegos de la envidia el filósofo
francés proponía una interpretación de la obra de Shakespeare en absoluto
desdeñable. Más que de una tragedia de la venganza, las dudas de Hamlet representarían
la conciencia desengañada de su necesidad de vengarse. En lugar de vacilar, el príncipe danés diferiría
la acción que le habría tocado en desgracia en el teatro de su mundo. Como
espectadores su atractiva e irritante ambigüedad, inapresable, no ha sido mejor
descrita que por los protagonistas de un palimpsesto encerrado en el hipotexto
de Esperando a Godot de S. Beckett: Rosencrantz & Guildenstern
han muerto de T. Stoppard. Go to the nunnery!, clamó
Hamlet. Pero él prefirió
vagar por el despedazado silencio de los palacios.
***
La dulce Ofelia no logró recuperar
el amor de Hamlet, pero la bella Rosaura sí consiguió que Segismundo hiciera
triunfar su libertad. Nunca me cansaré de asegurar que otro gallo nos habría
cantado a los españoles si, en lugar de encumbrar exclusivamente fuenteovejunas
y alcaldes de Zalamea – con esa histérica insistencia en que del Rey
abajo, ninguno –, hubiéramos seguido los pasos del héroe de La vida es sueño de Calderón de la Barca. Habríamos atemperado
nuestros furiosos y brutales rencores en la grandeza y la prudencia de un honor
que no es solamente patrimonio del alma sino semejanza de la gloria de Dios.
***
Si mis huéspedes todavía conservan
paciencia, en esta mitad del recorrido puedo advertirles que la mayoría de los
modelos que han impresionado mi imaginación caballeresca son personajes
solitarios. Don Álvaro Yáñez, el protagonista de El señor de Bembibre, no
es una excepción. Es un héroe de juventud. Con los años y los desengaños, uno comprende
que, si bien no existe una esperanza más pura que el abismo que se abre en la
desesperación, entregarse a esta como la única esperanza de la desolación es un
castigo que no merece la pena. Don Álvaro entró en el Temple como Amadís en Peña
Pobre. Y se equivocó de una manera suicida. San Bernardo elogió en los
templarios la intrepidez del soldado y la mansedumbre del monje. Sobre la base de
este adynaton se forja, irresoluble, una conciencia conservadora.
***
Bien dice Máiquez que el noble
de espíritu pasa por alto las debilidades ajenas. Deshace entuertos con firmeza,
así como protege la inocencia. La nobleza más alta se sabe sostenida por la
santidad. En mi árbol bibliogenealógico también debieran tener cabida, como en
cualquier familia, los pequeños que son los primeros en el Reino. Hace unos
años mi hija pequeña se empeñó en que leyéramos Heidi de Johanna Spyri.
Recordaba, condescendiente, la serie animada de mi infancia. Acabé sus páginas aguantando
las lágrimas. Aquella niña era una santa. ¿Quién es santo? Léon Bloy
contestaría: Quien hace milagros. Heidi los hace, porque su fe es realmente
como un grano de mostaza. Ante su rostro dormido, que es el de una donna
angelica, el abuelo pronuncia las palabras del hijo pródigo. Esa niña le ha
enseñado con la pureza de una vida doliente a rezar de nuevo el Padre nuestro.
El solitario de los Alpes, por solo amor a ella, se reconcilia con lo mejor de
sí.
***
¿Qué nobleza más alta que
el perdón? Benina, humilde y humillada, es la imagen de la Misericordia,
hoy que está tan trillada esta palabra como si fuera un analgésico
imprescindible para mantener a raya, con cinismo, la buena conciencia y el deletéreo
bienestar emocional. Pocas veces resuenan con más hondura en la literatura universal
las palabras de Cristo como al final de la novela de Benito Pérez Galdós: “Yo
no soy santa. Pero tus niños están buenos y no padecen ningún mal… No llores… y
ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar”.
***
Una sola cosa es
necesaria, pero nuestra fragilidad tiende a la aventura. Y es bueno que así sea
al volver la vista atrás. La nobleza se mide por el valor y el arrojo, y la capacidad
para mantener el rumbo en medio de las borrascas que, como con Ulises, nuestros
destinos van descargando sobre nosotros. Lograr que las contingencias no nos arrastren
como un remolino es el arte más áspero de la supervivencia y el más
imprescindible de transmitir, con sequedad afectuosa. Lo aprendí en las páginas
de Pío Baroja. En los momentos tempestuosos de mi adolescencia, un sacerdote navarro solía decirme que, al verme, se le venía a la imaginación Shanti Andía. Pero yo
siempre, siempre, he admirado a Zalacaín.
***
La vida está llena de
sombras y luces. Es preciso amarlas sin recrearse en ellas. Perdonar es
difícil; pedir perdón más; perdonarse, imposible si no fuera por Dios. Una de
las novelas más duras e implacables que haya podido leer es Kaputt de Curzio
Malaparte. En medio de la Peste más sombría de la civilización occidental, recorre
el frente oriental como si fuera un nuevo Bocaccio, contando historias espantosas,
de tan reales, con los que intenta conjurar el terror congelado que le ha fascinado, con
el que ha cooperado, al que se resiste a seguir rindiendo culto. Sin el
protagonismo cómico y temerario, dolosamente infantil, del Conde de Foxá, Kaputt
sería insoportable: el reverso de una Cruzada demoníaca que proclama que sólo el
Infierno existe y que, si existe el Cielo, está vacío.
***
De esa sombra emerge,
pese a todo, con la lucidez de la cultura el Poeta. La muerte de Virgilio de Hermann Broch bebe
del consuelo de la destrucción de Troya que la Eneida – y tras ella la Divina
Comedia – no han dejado de subministrarnos. El alucinado itinerario infernal
por las calles de Brindisi, la despiadada conversación de Augusto en el
Purgatorio de la agonía, la luminosa, entre artúrica y wagneriana, entrada en
el conocimiento celestial, giran a través de los elementos sobre la precaria y
única verdad que nos hace humanos: la Obra.
***
“Casi desnudo, como los
hijos de la mar”, sentenciaba Antonio Machado al final de su Retrato. Al
llegar la hora de la partida, como Perceval se deshizo de la armadura para poder
responder la pregunta del Grial, uno debiera desembarazarse de los años, de los
fracasos, de los triunfos, de todo absolutamente, y recuperar la mirada del
niño que fue y ya no es, y lanzarse a la carrera con el deseo intacto de
felicidad y de belleza que protegíamos a resguardo de nuestra fragilidad siempre
herida. Como dice Gregorio Luri en uno de sus últimos aforismos: “A medida que
envejeces descubres que tu adelantado en el futuro es cada vez más aquel niño
que fuiste”. La caballerosidad consiste también en mantener
la lealtad callada al silencio despoblado de tus antiguos compañeros con los
que secretamente compartiste sentimientos. Palabra a palabra escandiré, como
el protagonista de Helena o el mar de verano de Julián Ayesta, los versos
de Virgilio que me hablan del amor y de la contemplación, del stilnuovo y de
Claraval.
***