sábado, 27 de septiembre de 2025

Sombras nada más

  

Memoria de S. Vicente de Paúl, cfr.

 


Reflexionaba un par de meses atrás sobre la necesidad de una educación sentimental como la base más segura para afrontar las singladuras de un matrimonio cristiano. En alguna ocasión he reído con Aurora Pimentel parodiando a esos columnistas españoles que rememoran sus ligues como si fueran adolescentes desengañados de hace treinta o cuarenta años. La fase de llorar ante mamá porque Enriqueta no me quiere y sale con otro debería haberse curado cuando ella te ponía un tazón de caldo mientras añadía que te sorbieses los mocos, porque ya llegará alguna que te quiera. O cuando le decía a Enriqueta la suya que Filomeno no te merece y que venga, sécate esas lágrimas y ayúdame a hacer las lentejas. Cuando los años pasan, las situaciones pueden llegar a ser trágicas, sobre todo si no se ha aprendido de las escenas más cómicas – y dramáticas – de la pubertad.

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No creo que la experiencia de ninguna generación, ni siquiera la propia, pueda enseñar nada si quienes la reciben no descubren, por debajo de toda la ganga circunstancial de cada época, las tendencias fundamentales de nuestros deseos que nos hacen estrictamente contemporáneos, por encima de cualquier prejuicio presentista, los unos de los otros.

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De los años 70 recuerdo dos canciones que forman parte de mi tejido emocional. Aunque deseara deshacerme de su melodía, late en mi pulso, sobre todo cuando se dispara. Por ello, las oigo de tanto en tanto, para tener bien presente de dónde vengo sin que puedan atraparme de nuevo. Una es The way we were (1973) de Barbra Streissand. Hace unos años vi la película, que apenas recordaba. Me sorprendió lo que me dolía la serena mirada desolada de Robert Redford en el reencuentro final. “Memories, may be beautiful and yet. / What`s too painful to remember, We simply choose to forget”.

La otra canción, que me enerva y me hechiza, es también otoñal. September morn (1979) de Neil Diamond trata de un par de cuarentones que se reencuentran media vida después. Entre sonrisas me confirma que no es posible recuperar la juventud y, entre lágrimas, que no es conveniente llorarla. Cuando me reencontré por azar con un viejo amor de juventud al que jamás me declaré, sólo pude contarle cómo media vida atrás bañaba un sol tardío decembrino su pelo azabache y qué enamorado me sentí entonces, como si la desdicha no pudiese alcanzar ese instante de plenitud. Me despedí de ella temiendo haber incurrido en “Two lovers playing scenes / From some romantic play / September morning / Still can make me feel that way”.

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De los años 40 también llevo grabadas dos escenas en mi paisaje sentimental. Una de Casablanca (1942) y otra de El bazar de las sorpresas (1940). En la primera Humphrey Bogart-Rick, con su gabardina y su sombrero empapados, está petrificado en el andén de la Gare du Nord esperando, mientras Dooley Wilson-Sam le arrastra del brazo, como la madre del primer párrafo, “Vámonos, Sr. Richard”. Esa carta de despedida estrujada que Rick arroja era su corazón que regresa de la mano de la Bergman a su bar en medio de la nada.

Sin embargo, con los años debe darse paso a una sabiduría cómica. La escena final de la película de Lubitsch es un ejemplo máximo de seducción delicada y frenética. James Stewart-Kralik acaba estrechando entre sus brazos a Margaret Sullavan-Clara Novak y le pide que vaya al apartado de correos, abra el buzón, lo tome entre sus manos, lo abra y lea su corazón. No cejé de buscar la sorpresa derretida en la mirada de ella hasta que lo encontré en mi donna tolosana.

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Escribo esta entrada mientras escucho en casa de mis padres tangos de Libertad Lamarque. Cada vez que vengo a Madrid me asaltan tantos recuerdos en cada esquina donde ya nada queda igual que prefiero perderme anónimo entre ellos. Suena ahora Sombras y nada más. Me he estremecido con su inicio: “Quisiera abrir lentamente mis venas / mi sangre toda verterla a tus pies / para poder demostrar que más no puedo amar / y entonces morir después”. Aquel era uno de esos sueños recurrentes de mis quince, dieciséis años, porque entonces es la vida lo que un adolescente ama a borbotones, sin entender nada. Me sumergía lentamente en un océano nítido, en este mismo lugar donde ahora me siento, notando cómo me desangraba mientras contemplaba el rostro de mi Enriqueta. Puede que creyese estar “viviendo el paisaje / más horrendo de este drama sin final”, pero lo cierto es que me estaba formando una sensibilidad hermética que mi atracción por el surrealismo y el psicoanálisis no ha logrado agotar. Me ha ayudado a entender mis miedos y a no temer, aunque puedan abrumarme, los miedos de quienes quiero. “Sombras nada más acariciando mis manos / Sombras nada más en el temblor de mi voz”.

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martes, 16 de septiembre de 2025

Himno a Poblet


Memoria de S. Cipriano, ob.y mr.


Monasterio de Santa María de Poblet

Cada vez que acudo a pasar unos días entre los muros del Monasterio de Poblet, sigo las rúbricas íntimas de una liturgia muy particular. Empiezo tomando el tren de cercanías. Dos horas y cuarto de viaje para recorrer poco más de ciento y pico kilómetros. Hasta Tarragona va recorriendo la costa y, a partir de la sede metropolitana, se interna hacia Lérida. El pasaje suele deparar sorpresas. En esta ocasión, un trío lumpen etílico venía feliz de un día de playa que uno de ellos no cesaba de recordar que se habían corrido por su cuenta. La pareja trunca se había quedado en otro vagón enfadada por un motivo nimio que la mujer repetía entre improperios y risas contra sus compañeros. Entreveraban momentos de alegre camaradería con otros en que parecían a punto de enzarzarse en una disputa acalorada por antiguos agravios. Algunas personas, discretamente, se cambiaban a un asiento alejado. Se sentaron en el otro lado de mi fila hasta Montblanc. Bajo el entelado de tristeza que desprendían su cháchara y sus gestos, percibí un resplandor de genuina alegría que sólo el mar es capaz de concedernos. Los vi dispersarse, como si fuesen una banda de estorninos solitarios.

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Al bajarme en la Espluga de Francolí, tras bordear el pueblo, atravieso el camino de olivos que conduce hasta la muralla externa del Monasterio. Antes de acceder al recinto debe rodeársela. Me dirijo entonces a la iglesia; me detengo un momento ante el grupo escultórico del entierro de Jesús en el atrio, y entro para sentarme a solas y a lo lejos en la penumbra, frente a la imagen de Santa María de Poblet en el centro de su marmóreo retablo.

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Hacía más de un año que no había regresado. Al pasear a lo largo de la muralla deteniéndome a contemplar el atardecer inacabable de un horizonte escoltado entre valles, caí en la cuenta de que, siendo tan poco inclinado a que me embarguen emociones, resisto las inclemencias de la existencia con Poblet en el corazón. La habitación era la misma en que mi heterónimo Cavalcanti escribió una entrada sobre el Carmelo cisterciense de José Jiménez Lozano. Con la mirada de nuevo llena del cimborrio recortado entre cipreses, me asomé conmocionado al lavatorio del claustro, en su memoria.

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De cada estancia en Poblet quedan grabadas en mi memoria hondas sensaciones físicas. Siempre el cielo estrellado, las noches de despejada oscuridad. A tientas entre el roce encadenado de la gravilla, acompañada del golpe clueco de alguna gota de agua perdida de un surtidor, con un par de pasos de danza, algún gato se esconde aún más profundo tras el recoveco de una escalera, sin tan siquiera maullar. Al despertar para Maitines, iluminaba aquella misma senda la tenue sombra disipada de una luna menguante. Sentí la punzada de las palabras de san Bernardo. “Aspirará el día; respirará la noche”.

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En Poblet encuentro el descanso de todas las horas del Oficio. Con un puñado de huéspedes, a los que se sumaban visitantes más o menos ocasionales, a veces incluso solo de madrugada o en Nona, en los bancos de la iglesia, a distancia del coro, intento abandonar cualquier pretensión subjetiva. Nuestra época da tanta importancia a la experiencia personal, al sentimiento, a lo más conmovedor y a la vez lo más abrumador del ego, que quisiera oponerle un interior dúctil a la objetividad de la liturgia. Mi anhelo: dejar de ser centro; asomarse al vértigo de la inmensidad de Dios que apenas logramos rozar con la salmodia, pero que, a través de ella, adivinamos como un fondo abismal de amor. Nada de concierto ni de espectáculo; ni de entusiasmos, ni de éxtasis. Ensayamos un esfuerzo sobrehumano para salir de nuestra pequeñez, en una comunidad que armoniza, al unísono, un balbuceo. Salgo siempre derrotado. A punto de entristecerme, me consuela advertir su lección de humildad. De haber vencido un instante, todo habría sido en vano.

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Paseo por el huerto y la viña. Me llego hasta donde pace un pequeño redil de cabras. Arranco las malas hierbas que crecen en los intersticios de las piedras de un helipuerto. Desde allí contemplo el perfil del monasterio, como en primera fila. Suelo meditar el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección. Esta vez me he ido deteniendo en cada capítulo correspondiente del Evangelio de Lucas. La lectura demorada me ha arrastrado a tomar notas en la libreta de ruta de mi Oficio de Lectura. Como los atardeceres, el final de la madurez estival filtra entre sentimientos melancólicos los resplandores de una filosofía de la comedia. Platón es tan admirable que su Sócrates merece, sobre todo, no el ser refutado sino ser discutido a la altura de lo posible. Un conservador no debería avergonzarse de hacer la apología de Aristófanes. Aun con lágrimas en los ojos, tampoco debe temer su obligación de confrontar la distancia escatológica que media entre Sócrates y Jesús. Una poética monástica como la mía ha de poder mostrar su desacuerdo respecto de la reducción de la paternidad, el magisterio y la hospitalidad al universo moral y político socrático.

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Al acabar mis días monacales, emprendo el mismo camino. Vuelvo a montar en el tren, lleno de pasajeros que regresan de su fin de semana. La convivencia no es fácil. Cierro los ojos y comprendo que, aunque mi vocación no sea «monástica», mi temperamento encuentra en ella un bálsamo que me acoge con hospitalidad y me despide en paz. De regreso a las batallas cotidianas, cuyas heridas también había llevado hasta allí, me repito con un imperceptible estremecimiento: “Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar” (Mc 1,35).

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