Memoria de Sta. Lucía, v. y mr.
Un par de semanas antes de las Laudes en Sevilla celebramos unas Completas
barcelonesas. A fin de iniciar las presentaciones públicas de Poética
del monasterio, nada podría en apariencia resultar más sorprendente
y lógico que oficiarlas en mi nueva casa de La Salle, cabe la proximidad
espiritual, escondida y noble, de la estatua de su
fundador. Adquirió el acto la tonalidad de una velada entre amigos, a
media luz, cuando se extingue el rumor ajetreado de un día en un Campus universitario.
Afuera se escuchaban todavía ecos apagados. Adentro se formó un silencio de
voces nítidas.
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Rosa
Maria Alsina, menuda y
decidida, con la energía suave y firme de una ingeniera que lee a George Bernanos
con la misma naturalidad con que investiga el procesado de la señal, dio la
bienvenida con una profundidad sencilla y certera. Que una persona de vocación tecnocientífica
incorpore como irrenunciable la formación humanista, por más excepcional que
hoy en día parezca esta conjunción, en una y otra dirección, me resultó providencial
para introducir una obra solitaria que, como no me he cansado de repetir, presenta
tanto el plano de un monasterio, simbólico y físico, como los dispositivos
históricos y sociales de su construcción: una arquitectura en el tiempo, su poética.
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Desde joven me ha mortificado que una mayoría
de lectores sienta la obligación, que agradezco, de excusar las que consideran sus
limitaciones ante mi escritura por su dificultad. Sobreentendidos, asumo que guardan
una objeción y un reproche que seguramente merezca. Confieso que nunca he sabido
explicarles que esa falta es la muestra de mi respeto, y hasta de mi
amor, por ellos. La famosa frase de Ortega: “La claridad es la cortesía del filósofo”,
siempre me ha parecido sobrevalorada. Contiene quizás un punto de condescendencia
cínica, como si viniera a decir: “Contemplad, lectores, y admirad este hermoso
jardín que he cultivado para vosotros, oh maravillosos inútiles, incapaces ni
de ayudar ni de acompañar la tarea de roturarlo”. Como no soy un genio,
simplemente propongo al lector que me acompañe en la búsqueda que emprendo, nunca
al buen tuntún, jamás con el programa detallado de actividades incluido en el
paquete turístico de una agencia de viajes. En todo peregrino debería latir el
aventurerismo del espíritu. Al lector de mis libros no le presento solamente los resultados de mi investigación, ni tampoco le proporciono informaciones generales
como si participase de una visita guiada. Con él, simplemente, comparto la
aventura personal de un desierto por descubrir y en el que debe
adentrarse, sin ninguna garantía, detrás de mí. Puede ser irritante e incluso
desesperante en ocasiones, pero, honradamente, quiere cumplir con (no) dar lo
que (no) ofrece.
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Del P. Borja Peyra, O. Cist., robusto y habitado,
no cabe esperar sino un sí, sí o un no, no. No quiere decir que no sea flexible
para atemperar sus ondas, pero no dejan de resonar rotundos. Comenzó su
intervención disintiendo sobre el efecto sugestivo del título. Como buen monje,
teme los efectos de la fascinación estetizante que los monasterios suelen
ejercer. San Bernardo, dijo, siempre fue refractario a los intelectuales y, sin
embargo, jamás había cesado de escribir y de argumentar. Por ello, confesó,
aliviado, que a la tercera página se habían disuelto sus reticencias. Me emocionaron
los dos comentarios con que continuó. En la sucesión de citas que inundan el
libro, no había advertido erudición sino a un hombre que se descubría a sus
lectores en todo aquello que había leído y meditado, como había enseñado a hacer
la tradición monástica a lo largo de los siglos. Por ello, en las partes
cuya lectura más le había costado seguir descubrió que ejercían la función de
aquellos lugares escondidos (pasillos, cuartos, casitas, cementerios…) que integran también un monasterio y que, sin ser esplendorosos como la iglesia o el coro o el
claustro, son indispensables, en su sencillo abigarramiento, para su
construcción. En conjunto quiso destacar que el esfuerzo gramatical del libro se apoya en el
horizonte escatológico que debiera fundar la vida cristiana. Tras estas reflexiones,
sin hacer uso de ninguna ficha, el P. Borja inició una homilía sobre la
relación entre la crisis de las tres instituciones que intenta describir el
libro (Familia, Escuela, Iglesia) y el motivo teológico de la Caída que creo
que dejó a toda la audiencia en una atención suspendida de sus palabras. Seguramente
peco de parcialidad, pero me pareció que le había sido inspirada por su padre,
el abad de Claraval.
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Como los huéspedes de un monasterio, también mi
Poética se alegra de acoger tres tipos de lectores. De
uno ya hablé en este cuaderno: siempre quejoso, henchido de razones,
susurrará los defectos y las inconsistencias, ciertas y reales, de sus materiales
y de su espíritu. Otro poco a poco podrá ir descubriendo el sentido de esa nada
literal que parece extenderse entre las diferentes horas del Oficio que pautan la
jornada. En ella aprenderá a dejar emerger las fuentes más secretas e incómodas
de su creatividad. Al margen de que sea o no su sitio el monasterio, advertirá
que en este se pone en juego algo decisivo que le dirige hacia sí mismo. Por
último, ojalá algún lector encuentre en ella materiales para edificar su
propia ermita interior. Lo propio de un monasterio no es proporcionar asilo,
sino ofrecer hospitalidad. Con su ritmo cotidiano, lleno de repeticiones, introduce
una discontinuidad en la rutina. Al captarla, se puede regresar al “mundo” sin
aferrarse al silencio y la soledad, consciente de una esperanza: estar cara a
cara con Dios pasa por una hospitalidad que sobrepasa cualquier arte
para que brille lo imprevisto de la virtus: el encuentro fraterno entre
dos personas. Los tres lectores son bienvenidos a este claustro. En cada uno de ellos se ha ido
perfilando el rostro de su leescritor.
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