jueves, 25 de mayo de 2023

Lograr el amor es alcanzar a los muertos

Memoria de S. Beda el Venerable, monje

 

La Muerte,
Marc Chagall (1908)

En las pocas ocasiones que he coincidido con Álvaro Petit, he admirado su tímida calidez. Habla a media voz. No grita. Tampoco calla. Escucha atento, con distancia suave, dispuesto a comprender mejor y reservarse lo justo. Camina ligeramente inclinado hacia delante, como si estuviera casi ensimismado. Arrastra un peso muy íntimo que no le impedirá seguir caminando. Le envuelve una levísima melancolía. A través de esa nube se cuelan los rayos de una circunspección moral y poética que le dotan de una prematura gravedad. Acaba de publicar el poemario Lograr el amor es alcanzar a los muertos.

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Es un libro sobre la muerte del padre, de su padre, del sentimiento de orfandad ontológica al que la pérdida del origen misterioso y real, inmediato y físico, de nuestra existencia nos abisma. El poeta canta, en nombre propio, la singularidad irrenunciable que a cada uno concierne. Lo hace con emoción verdadera y tono seguro. Llora, no plañe; se desgarra, no se derrumba. No debiera pasarse por alto la interrogación última que plantea sobre la finitud personal. La esperanza sólo acaba brotando de la experiencia honda, sin fondo, de la angustia.

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El título, tan rotundo, exige ser meditado. No se trata sencillamente de articular la memoria del padre en las palabras que el dolor va decantando en sus versos. No, este libro no se acoge simplemente al sagrado del género elegíaco. Se recoge en él mientras, en el camino interior de su duelo, busca insomne acariciar los perfiles de la ribera definitiva que el padre muerto ha dejado como su última huella en la conciencia del hijo. El lector va descubriendo que no basta con el amor, que consumarlo, en forma de una paradoja casi barroca, de intenso dramatismo conceptual, consiste en dar alcance en la muerte a la plena realidad de los muertos. “Somos nación en ella”, dice el poeta en el primer poema. Vida y muerte, pérdida y herencia, trascienden los significados que la búsqueda poética habrá de afrontar de un modo radicalmente nuevo: “todo otro, más ardiente”. Lo otro: la sangre, los números, el alfabeto.

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En una entrevista reciente Álvaro Petit afirma que “el pórtico a la madurez es la propia muerte”. La muerte del padre empuja a su umbral: “Ahora soy tu muerte / y el presagio de la mía // y apenas alcanzo a contenerme”. Con ella muere en nosotros algo que, como una luz apenas intuida, sólo puede arrancarnos un lamento: “en que nada de lo que tú eres he tocado”. Es preciso releer la última sección, “Alcanzar a los muertos”, para percibir esta dimensión entretejida de la experiencia personal y la reflexión compartida: “Lograr el amor es alcanzar la muerte, / ser como ellos: dejar de ser para ser por siempre, / morir en otros y serlo todo en todas las cosas”.

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Jorge Freire escribe su prólogo aludiendo a la polémica platónica entre poetas y filósofos. El poeta, al crear, engendra en la belleza y, al engendrar, anticipa su descendencia. “Poiesis es, más bien, una progenie”, sentencia. Freire apunta en el caso de Petit los nombres de fray Luis, Cernuda y Bousoño, con reminiscencias de Unamuno y Wilde. Yo, que lo veo muy vasco y andaluz, percibo también, entre ecos de las lecciones sonoras que la poesía española de posguerra había heredado del 27, la tensión de las figuras afectivas y de pensamiento con que sus principales poetas quisieron saturarlas, como si la apasionada contención de Luis Rosales se hubiera fundido en la rigurosa furia del primer Blas de Otero. Cada una de las secciones de que está compuesto el libro – “En la muerte del padre”, “Oficio de tinieblas”, “Poemas de la casa sola”, antes de concluir con la citada “Alcanzar a los muertos”- constituyen un paso – una estación- de ese itinerario indesligable que transita entre la elegía y lo existencial, entre lo que la palabra debe descubrir de nuevo, ciega, sin descanso, y lo que la vida (y la muerte) sostienen, transparentes, deslumbradas, en ella.

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Dada la naturaleza monástica de este blog, no puedo concluir esta insignificante reseña sin aludir a la lectura de un salmo que cada viernes en la hora de Completas me alcanzaría con una seriedad indescifrable si no fuera un consejo evangélico la oración continua: “¿Harás tú maravillas por los muertos? (Pausa) / ¿Se alzarán las sombras para darte gracias? // ¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia, / o tu fidelidad en el reino de la muerte? // ¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla, / o tu justicia en el país del olvido? // Pero yo te pido auxilio, Señor; por la mañana irá a tu encuentro mi súplica” (Sal 87,11-14). En esa “Pausa” está contenido acaso el núcleo de nuestra humanidad. Es la pausa que abre el interrogante de la poesía comprometida con la música del (sin)sentido que define nuestra naturaleza frágil e indeclinable. Es la pausa que, adversativa, no se cansa de elevar una súplica y un canto, el conato de una confianza indesmayable nunca extinguida del todo y siempre inflamada. Abrumada o perpleja, es la pausa de la respiración que un libro como el de Álvaro Petit se esfuerza en serenar.

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