Memoria de S. Jerónimo, pb. y dr.
Finis gloriae mundi, Juan de Valdés Leal (1670-1672) |
Un 30 de
septiembre, hoy perenne, Léon Bloy daba comienzo a su primera serie de la Exégesis “bajo la advocación de San Jerónimo, autor de la Vulgata, bedel de todos los Profetas,
recopilador glorioso de los lugares comunes eternos”. En homenaje a su libro,
un 20 de agosto, ayer fugaz, daba yo término a mi peregrinación absoluta “bajo la
invocación de San Bernardo, autor de los Sermones
al Cantar de los Cantares, último de los Padres de Occidente, gramático de
los Lugares Comunes gloriosos”.
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Ojeo caducas las
hojas de mi breviario. Con alivio no me siento del todo culpable. Aunque pueda
indignarles o logre a ratos inducirles cierto entusiasmo o incluso les llegue a
ocasionar aburrimiento, sus lectores deberán admitir que de ningún modo les ha estafado.
De una integridad antipática, me consuelo suponiendo que cumple con su anuncio
de ser un libro en duermevela, escatológico y poético. “De la noche de
Getsemaní, a los pies de un olivo”. Aborda el motivo de la Caída no como un
dogma sino como una evidencia empírica, grabada antes que nada en su propia
carne.
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Hace un tiempo, el
lector casual de una de sus entradas en el blog, especialista en humanidades
digitales, la ninguneó en Twitter asegurando que cualquier programa corriente
de Inteligencia Artificial habría redactado mejor. Es característico del
temperamento del filisteo despreciar con plana condescendencia. Al arrogarse en alto grado unas arcanas competencias demuestra que su talento es tan
prescindible como para exigir que se le abone una renta vitalicia de probo funcionario,
como a uno de esos caseros horrendos que desahuciaban a Léon Bloy por impagos
de usura. Temeroso, mi filisteo concluía retando a que no se ofendiese alguien. Imposible fue no sentirse halagado.
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Pierre Glaudes ha
subrayado que “decir que la Palabra se ha hecho carne o que el Espíritu de Dios
es Amor no es un término vano para Bloy, quien extrae de él todas las
consecuencias: el estilo de Dios, aquí abajo, no debería limitarse al estilo
sublime. La presencia divina puede manifestarse, aunque enigmáticamente, en el
estilo bajo, incluso en el registro de lo grotesco”. Si el Creador de la vida,
si la Sabiduría oculta antes de todos los siglos, toma sobre sí el pecado del
mundo para revelar el poder ardiente de su caridad, la ironía y el sarcasmo, restos de una inteligencia natural, son
también, como los clavos de la Cruz, humildes instrumentos de la Redención.
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Como he repetido
aquí y allá, no me he privado de saquear a conciencia la palabrería chocarrera
y a menudo estéril de la tradición barroca española. Con tanto daño y tanta
gloria como han infligido sobre el cuerpo de nuestra lengua aquellos epígonos
conceptistas o culteranos, de tan pesada digestión, he intentado sumergir a su
sombra la memoria del olvido de las lecciones que aprendí a sorbos en los
tratados de Baltasar Gracián. Como en una de sus máximas, conviene siempre reservarse las últimas tretas del arte. Nada
más imprudente y hasta provocador en nuestra época que el discernimiento de un
arte oracular de la prudencia. En todo retruécano brilla acerada la herida de
un error de las figuras clásicas de la lógica. Tal vez esas hayan sido las
penúltimas tretas de mi incierto arte.
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Leía en diagonal
hace unos días que está proscrito el uso de los adjetivos en la anomia actual del
buen estilo. En cambio, mi librillo
está saturado de una adjetivación que tanto ocupa todas sus posiciones posibles como
desempeña aquellas funciones que puedan poner en riesgo, bajo el máximo
respeto, la norma misma. Acepto que este rasgo estilístico moleste y hasta
irrite a ratos. Sírvame quizás de disculpa que no haya dejado de preguntarme
por esa insistencia obsesiva, casi rayana en una paradójica penitencia
ascética. He sospechado en él la profunda ansiedad que me producían aquellos interminables
ejercicios del libro de Lengua Española del
COU que obligaban al alumno que fui a elegir correctamente, entre todo tipo de
nombres, aquel que correspondiese al sentido de las frases. Irrumpir,
Prorrumpir, Interrumpir, Corromper... Vgr. El público corrompió con vítores la lección del filósofo. Entomólogo,
he querido diseccionar la gusanera adjetivada del cadáver de nuestra lengua.
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Flemático como
soy en apariencia y sanguíneo como parezco en realidad, he acudido puntual a
realizar las autopsias de nuestros lugares comunes con la memoria impactada de la visita años atrás al Hospital de la Caridad en Sevilla. Finis gloriae mundi.
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