domingo, 22 de marzo de 2020

La limosna




Domingo Laetare


Parábola de Epulón y Lázaro,
c. 1410


En las Florecillas se relata que el Poverello no cabía en sí de alegría ante la limosna de unos trozos de pan colocados sobre las piedras junto a una fuente. Por parecer un “pordiosero vil”, en la aldea le habían arrojado mendrugos y desperdicios secos. El hermano Maseo, en cambio, “gallardo y de buena presencia”, había recibido aun panes enteros. Francisco dio gloria a la divina providencia por el tesoro de la sencillez de la mesa y de la bebida y por la santa pobreza. El hermano Maseo no acababa de comprender.

El profeta Isaías no cesó de clamar contra la opresión del pobre si de verdad quería restituirse el reino de Israel. En el Sermón de la Montaña Jesús insistió en que la limosna de hombre consistía en practicar, en lo secreto del alma, la justicia.

Para Isaías no existía otro ayuno agradable a Dios que la limosna y ninguna otra justicia que el ayuno escatológico. “Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies el alma afligida… el Señor hartará tu alma en tierra abrasada”. Te convertirás entonces en “un manantial de aguas que no engañan”.

¿En qué consiste en la limosna? ¿Acaso en dar lo que a uno le falta para vivir? Acaso me conformo con la lección de Zaqueo, críptico patrono de los críticos literarios. De pequeña estatura, apenas logra encaramarse al sicomoro de su juicio para ver pasar a Jesús. Suelta su discurso. Reconoce que debe partir no sólo lo suyo sino incluso devolver cuatro veces más lo que tampoco era suyo.

¿De qué ha vivido Zaqueo? De especular con la palabra ajena. Ha introducido en ella la deriva insignificante de sus opiniones, tomando por apoyo de la creación la multitud flatulenta de sus voces entrecortadas. Debe alcanzar el silencio oscuro y vacío de la escucha pura. Pobre, ayuno de toda riqueza, será escuchado.

También de él estará hecho el Reino de los cielos.

sábado, 7 de marzo de 2020

El ayuno


Memoria de Santas Felicidad y Perpetua, vgs. y mrs.


La tentación de Cristo en lo alto del templo,
Duccio di Buoninsegna (1308-1311)


En las Florecillas se cuenta que durante una Cuaresma Francisco de Asís se retiró, en secreto, a una isla solitaria del lago de Perusa. Llevó consigo un par de panecillos. Entre el Miércoles de Ceniza y el Jueves Santo apenas consumió la mitad de uno. “Así, comiendo aquel medio pan, alejó de sí el veneno de la vanagloria, y ayunó, a imitación de Cristo, cuarenta días y cuarenta noches”.

Entre un puñado de cristianos del firmamento occidental caído se conserva la costumbre de la abstinencia cuaresmal. No es infrecuente escuchar todavía en boca de quienes la rompen el reproche de que es más grato a Dios masticar un filete de pollo a zamparse una mariscada. En cuanto se les pide el ejemplo del ayuno, alegan que no es preciso exagerar.

Se ha evaporado el sentido del ayuno y la abstinencia tras la norma eclesiástica. Hasta su transgresión es un cumplimiento invertido que cada vez se deshace más en el olvido.

En la Gran Cuaresma ortodoxa, a excepción de los sábados y domingos, el fiel debe abstenerse de carne, pescado, aceite y vino, como ayuda para intensificar la oración y la limosna que conduce a la celebración de la Resurrección.

El autor de las Florecillas quiso subrayar la humildad del Poverello que combatió la vanagloria. ¿Rigurosidad del ayuno? Tal vez supo vencer la tentación de sobrepasar a Cristo mismo, resistiéndose a probar bocado y reservando para Él la otra mitad. ¿Experimentó en el desierto interior, asediado de las fieras de sus más extremados deseos, que “Non in pane solo vivet homo, sed in omni verbo, quod procedit de ore Dei”? ¿Cómo podría imitar mejor a Cristo sino encarnando las palabras de la Escritura que había cumplido a la perfección al pronunciarlas?

¿No es acaso evidente que Francisco guardó el otro panecillo para anticipar la noche eucarística del Jueves Santo?

El final del capitulillo extrae una lección moral. En aquel lugar desolado, en atención a los méritos de Francisco, Dios comenzó a obrar grandes milagros, de tal manera que “en poco tiempo se formó una aldea buena y grande”. Entretenidos con las imágenes de mariscadas y parrilladas, se habrá extinguido mientras tanto la fe desnuda de esta generación.