Miércoles santo
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Segundo interrogatorio de Cristo ante Pilato Duccio di Buoninsegna (1308-1311) |
Hace veinticinco años
andaba cumpliendo la prestación social sustitutoria. Siempre he respetado, sin
replicar, el reproche de que la objeción de conciencia era un atajo para
pasarse sentado en la mesa de una biblioteca pública nueve o doce meses en
lugar de obedecer una obligación patriótica. Prefiero evitar en este caso las parodias, pues sé que, como las armas, las carga el diablo. Además, nunca he sido pacifista ni antimilitarista. Obré
entonces como creí, sin dar explicaciones.
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No me suele gustar hablar
de aquel periodo que coincidió con el inicio de una etapa larga y dura de mi
vida. Sin embargo, hace unas semanas el interés de unos alumnos jóvenes, que no
sabían tan siquiera que sus padres habrían debido de realizar algún tipo de
servicio militar o civil, me obligó a rememorarlo.
***
“Jesús le contestó: «Mi
reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría
luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de
aquí». Pilato le dijo: «Entonces, ¿tú eres rey?». Jesús le dice: “Tú lo dices:
soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz»” (Jn.
18,37). Fue tal la conmoción que experimenté al leer este pasaje que me declaré
al cabo de unos meses objetor, cuando nada podía hacer suponer que un hombre
“de orden”, como se suponía que era, quisiera esquivar la mili. En lo accesorio pude equivocarme; en lo sustancial jamás he dudado. Simplemente me di
cuenta de que no querría servir en adelante más que en la guardia de tal “rey”.
***
Tras haber terminado la
tesis doctoral y haber conseguido una beca de seis meses para los Estados
Unidos, me llegó la llamada para incorporarme a la PSS. A diferencia del servicio militar, no se podía elegir el reemplazo. Estaba
tan decepcionado de todo que había dejado en
manos de la Providencia el ser enviado adonde tocase. En lugar de irme a Massachussets, me tuve que presentar en
una asociación de vecinos de un barrio muy castigado. Había sido fundada y estaba
dirigida por militantes del PCE. El primer día, en fila, como si estuviésemos
en formación, el secretario nos fue preguntando a los primeros objetores que
habíamos recalado allí qué sabíamos hacer. Uno trabajaba de obrero cualificado;
otro estaba cursando estudios de diseño. Al llegar a mí, le contesté que era
filólogo. Me miró con el ceño alzado y desconfiado y me preguntó: “¿Y eso para
qué sirve?”. Sin una pizca de ironía, con una convicción abatida repliqué:
“Sé leer y escribir”. Perplejo, aquel hombre retrocedió un paso sin dejar
de mirarme fijamente. Por un instante creí que me insultaría. Musitó:
“Pues tú escribirás por nosotros”.
***
Era entrar en aquel bajo
al final de toda una larga cuesta y empezar a escuchar gritos, protestas, insultos,
blasfemias, risotadas… Me pasaba toda la mañana cursando solicitudes al Concejal
Presidente del Distrito, rellenado instancias, elaborando informes y memorias,
escribiendo discursos sencillos…, siempre bajo las instrucciones de la
Presidenta. El secretario le llevaba el impreso para firmar. A través de la pared se oía:
“Esto es muy fino. Pero, ¿dónde pone cabrón?”. “Que te va a escuchar, que te va
a escuchar”. “¿Y a mí qué cojones me importa?”. Venía el Secretario a decirme:
“Está bien, pero le falta garra. ¿Me entiendes?”. Con una gente muy curtida,
muy ofendida, muy humillada, aprendí el precio de una lealtad que no era nada
fácil mantener, pero cuyo código seguían con integridad. A veces, cuando aquello
amenazaba irse de las manos o llegar a las manos, la Presidenta mandaba pasar revista
y nos lanzaba toda clase de improperios: “Os mandaba a la mili a cavar piedra,
panda de cabrones. Lo mínimo que deberíais tener es conciencia de clase. Aquí
todos somos trabajadores”. Se paraba entonces y se dirigía a mí: “Menos éste,
que va de moderadito, y tiene los cojones de enfrentarse conmigo por sus ideas.
Y eso yo lo respeto”. Tales cumplidos no me ganaban ninguna simpatía.
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Cada domingo al
atardecer, pensando que al día siguiente debía volver ir allá, me entraba
aquello que mi madre denominaba “pasión de ánimo”. Sin trabajo, sin futuro
entonces, decaído, con los sueños intactos, sin poder pensar en ninguna vida en
común con ninguna de las chicas que conocía y que parecían decirme “cuando te
aclares con lo que quieres hacer de tu vida…”, como una especie de hippie malgré
moi, a quien algunos amigos empezaban a preguntarse si despreciar, mi padre insistía en que no debía abandonarme sino seguir yendo cada
tarde a la biblioteca del CSIC. Empecé a leer a todos
los erasmistas y alumbrados, franciscanos, dominicos y jesuitas del siglo XVI que habían tratado la oración. Para rematar, acabé enamorándome fatal e insensatamente.
¡Qué años! Perpetré todos los errores previsibles. No obstante, nunca he
olvidado dos lecciones de entonces: Sé leer y escribir y Él es mi rey.
***
Habiendo ya pasado por
Londres, cuando todo volvía a desmoronarse, siempre objetando cualquier orden
dispuesto a acoger mis servicios, reclinado bajo un olmo, con una camiseta
solidaria dada de sí y unos vaqueros desgastados, vi a una chica que me
observaba de soslayo. Me confesaría más tarde que había sentido piedad. Contempló a un
tipo al que parecían haber apaleado, a punto de darse por vencido y en el que veía brillar al mismo tiempo, con una extraña
intensidad, una fuerza interior que se resistía a apagarse. Nos casamos un año después.
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