Memoria de
S. León Magno, p. y dr.
Libro de Horas de Étienne Chevalier, Jean Fouquet (1452-1460) |
Con un amigo de largas
batallas bromeo a veces sobre si no nos definirá oblicuamente la antítesis que
da pie a esta entrada. Un cisterciense jamás debería sufrir inclinaciones
jesuíticas, pero la nostalgia monacal, como la de una pérdida imprescindible,
anida en el secreto ignaciano. Al menos, aunque estuviera a solas en esta
opinión, así lo creo.
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En Poética del monasterio he dejado caer que la Compañía de Jesús es la primera
institución moderna en la historia de la Iglesia no por razones organizativas o
misionales sino por haber suprimido, contra el viento y la marea de sus
adversarios, la obligación del coro. Suele repetirse el consejo de Ignacio de
Loyola en una carta a un jesuita que apenas tenía tiempo para orar, en medio de
abrumadoras tareas: nunca abandonar el examen de conciencia por la noche. Lo
escribía un hombre que en su autobiografía, corroborada por los recuerdos de
quienes le trataron, siempre había mostrado una especial devoción por oír
Vísperas en las iglesias a las que acudía. Quizás en esta renuncia debió
practicar con dolor su máxima de agere contra.
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Bernardo de Claraval se
lamentaba de no haber podido vivir retirado en Claraval más tiempo, reclamado
aquí y allí por negocios de la Iglesia. El compromiso de estabilidad lo había
convertido en un nómada. Sólo en una ocasión se retrajo. Tras predicar la
Cruzada en Vézelay, rechazó ponerse al frente de ella y regresó a su
monasterio. En una página incendiaria de sus diarios Léon Bloy se lo reprochó anegado
de amargas lágrimas. Lo llamó el santo del Verbo abofeteado que dejó morir
masacrados a cientos de hombres y niños. Bloy, furioso santo del Espíritu,
habría querido desclavar a Cristo de la Cruz. Bernardo prefirió ir a buscarlo a
su sepultura abierta.
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Hasta el Generalato de
los jesuitas Mercuriano (1572-1580) y Acquaviva (1580-1615) en la naciente
Compañía habían pugnado dos corrientes: la activa, central; y la contemplativa,
minoritaria. “Contemplativos en la acción”, el famoso sintagma ignaciano, intentaba
también integrar no una doble alma sino un doble enfoque de la vocación
jesuítica. Como en un retruécano, el contemplativo en la acción, para evitar el
riesgo tanto del activismo como del quietismo, se sentía llamado a arraigarse
activo en la contemplación. Loyola y, sobre todo, sus colaboradores más
cercanos, observaban con aprensión las tendencias que hoy se llamarían “espiritualistas”
del círculo de Francisco de Borja. De hecho, en los primeros tiempos sólo se
permitía la salida de la Compañía a quienes deseasen ingresar, por ser la única
Orden de mayor perfección, en la Cartuja, como había fantaseado al principio de
su conversión el propio Ignacio,. Mercuriano debió zanjar esta dualidad
simbolizada en la etapa final por la crisis española en torno a la oración
de silencio de Antonio Cordeses y Baltasar Álvarez. Resuelto el asunto del
antiguo confesor de santa Teresa con el silencio y la obediencia, Acquaviva se
entregó a dar forma definitiva a la imagen contrarreformista de su Instituto. En
todo este periodo postridentino no por casualidad se desarrolla la polémica de
auxiliis.
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Tengo para mí que todos
los atributos que constituyen la leyenda negra de los jesuitas (hipócritas,
semipelagianos, casuistas, obsesos del poder y de la manipulación...) han sido el
precio que su vocación tuvo que pagar por aquella amputación original.
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Vivir el ejemplo
monástico en medio de las ocupaciones cotidianas no consiste en someterse a un
Regla o ajustarla a la versión laica de un Plan de Vida. Un laico no puede vivir
la Regla, pero cualquiera puede vivir de ella: del testimonio de una
esperanza radical que el monacato ha custodiado también para todos los fieles. La
ansiedad jurídica que atenaza a la iglesia latina, hasta el punto de que su
derecho canónico está lleno de dispensas y de excepciones aplicadas con una discrecionalidad
que se confunde, en no pocas ocasiones dolorosas, con la arbitrariedad más
desvergonzada, parece obligar a vivir bajo la forma de estatutos. Parece
como si no bastase el carisma del bautismo, como si éste tan sólo fuese el prerrequisito
de la santidad. Una poética monástica busca descubrir los fundamentos de una
vida cristiana; no funda una organización de esa vida. Ora et labora no
mezcla la oración y el trabajo, pero tampoco los disocia. No encabalga el plano
natural en el sobrenatural, ni tampoco sabe dar respuesta de cada uno de los
gestos que la costumbre y la tradición han ido grabando en su corazón como el paisaje
natural que respira. Una poética monástica sabe que, por más nobles que sean
las ocupaciones de esta vida, son siempre bienes pasajeros, penúltimos. Trabajar
no es una maldición: la oración anticipa su consumación. Llegará el Domingo sin
ocaso, en que, perdido todo, nada habrá sido en vano: la Contemplación.
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“Anda, come tu pan con
alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Lleva siempre
vestidos blancos, y no falte el perfume en tu cabeza; disfruta de la vida con
la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida
bajo el sol. Esta es tu parte en la vida y en los afanes con que te afanas bajo
el sol” (Ecl 9,7-9).
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