Fiesta
de la Epifanía
San Juan en Patmos, Domenico Ghirlandaio (1480-1485) |
Al acabar los libros de Enrique García-Máiquez
y de Alonso Pinto, he vuelto a abrir Contramundo de Carlos Marín-Blázquez. Me permito considerarlos un trío de autores que proyectan, en diversos niveles,
una forma ejemplar de la resistencia crítica a la ideología dominante de hoy.
Al estilo de García-Máiquez hay que seguirlo de
firme, sin distracciones, con una sonrisa; con el de Pinto es preciso rezar sin
saber ni el día ni la hora; del de Marín-Blázquez cabe esperar, admirado, consuelo.
El primero, evangélico, practica el aforismo poético; el otro, de tan
escatológico, el apotegma ensayístico; el último, paradójico, un escolio narrativo.
Nos encontramos ante tres ángulos de una sola figura compleja: un conservador;
un reaccionario; un contrarrevolucionario.
Marín-Blázquez tributa sus lealtades con
nobleza. No renuncia a pincelar su denuncia con los tonos cálidos y lúcidos de una
singular dicción. Es la suya una mirada aguda que atiende la descomposición que
perpetra nuestro periodo histórico contra el orden tradicional. Dirige, sobre todo,
su análisis contra la falsedad radical en la que se asienta el principio
de usurpación que la Modernidad no ha cesado nunca de aplicar para ilegitimarse
cada vez más eficazmente.
En un prólogo modélico Fernando Muñoz declara
que la obra de Marín-Blázquez “es la unidad orgánica de un exacto contramundo:
que no es una negación simple (no-mundo, in-mundo), sino negación de la
negación del mundo”. En ese sentido entiendo que, tras haberse estrenado en el género con Fragmentos, sus nuevos aforismos atesoren una
trama narrativa que no es ni mucho menos el relato de los avatares
(post)históricos que pudieran explicar nuestra crisis. Más bien señalan las
marcas de un itinerario que, de nuevo en palabras de Muñoz, “sólo puede conducir
a una afirmación que no se reduce a la directa restauración, sino a una
restauración trascendida”. Un orden cultural sólo debería poder fundarse en las
sólidas bases espirituales que hayan sufrido hasta el extremo último la Pasión
de su Verdad. Tal vez por ello Marín-Blázquez últimamente viene prodigándose, con acierto, en el artículo ensayístico.
En las tres partes de Contramundo, en fin, el
lector se asoma al paisaje (del) después del Apocalipsis (post)moderno. Como
el Angelus Novus de W. Benjamin, el aforista se esfuerza por contribuir
a retener la disgregación de las ruinas de nuestra civilización. “Despojos en
el tiempo” documenta las heridas que actualmente la política ha imaginado
infligir sobre el cadáver desfigurado del mundo tradicional. En “Nada
sólido” se adentra en las consecuencias morales de todo el programa de
cristalizaciones transhumanas que nos están acechando. En “Iluminaciones” se
alza la estética como el dique que mantiene y reconstruye de noche lo que de
día es consumido entre los gritos de bacantes y las violencias de pretendientes.
Contra el aterrador lema de que “lo personal
es político”, Marín-Blázquez es consciente de que “Ni la economía ni la
política topografían al detalle nuestro siglo. Sólo un vocabulario teológico
roza la esencia de un mundo sin Dios”. Con un guiño irónico a Kojève, desmiente
a Hegel: “El fin ya fue, pero no sabemos cuándo”. Ni en Jena hace dos siglos ni
en Berlín hace tres décadas este mundo concluyó. Un escatólogo sentenciaría
que se produjo hace casi dos mil años, a las afueras de Jerusalén, en un monte
maldito llamado Gólgota.
Marín-Blázquez, centinela del ocaso, mide entretanto compasivo las réplicas sísmicas de la Caída que no cede en seguir cayendo.
Del mundo devastado sólo nos queda recolectar sus fragmentos.
Los arquitectos del mundo venidero trabajan con materiales de derribo.
El bárbaro aspira a ilegalizar los matices.
Esta sociedad necesita esterilizar su lenguaje para hacer creíble la asepsia de la realidad que se inventa.
El moderno no ambiciona conocer el bien, sino apropiarse de su retórica.
La tradición se preserva en una caligrafía de gestos.
Sin maldad no hay Historia, pero sin historia no habría expectativa de redención.
El arte custodia la esencia de la plenitud desvanecida.
La sensibilidad literaria no sale a la caza de originalidades. Rastrea un timbre peculiar en la voz que modula lugares comunes.
Creamos sólo en la posesión que es fruto de una larga súplica; en que para tener hay que mendigar.