Memoria de
S. Hugo de Novara, abad
Detalle del Juicio Final, Pietro Cavallini (1300) |
Como un ejercicio más de
su modo de leer, la escritura monacal se caracteriza también por ir rumiando sus
reflexiones. La ruminatio no consiste sólo en prestar detallada atención
a los rasgos ocultos de sentido que la recitación quisiera acariciar. Avanza
con ágil lentitud. No corona cimas, como la mística. Prepara el ascenso. De
improviso el lectoescritor siente que se le ensanchan los pulmones y que
su respiración se agita levemente. Observa a su alrededor y se descubre en
medio de un valle nitidísimo. Sin apenas notarlo ha ido cesando el ruido que lo
acompañaba adentro. Su conversación interior se ha ido espaciando, mientras el
aire se hace más seco y hiere con más afilada dulzura. Es el momento. Puede entonces
uno respirar profundamente y disfrutar de la vista con el cuello del abrigo
bien alzado; o bien irse revistiendo, casi ruborizado, de un hábito nuevo,
único, propio, cuya medida exacta es tarea de la vida ajustar.
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En un brevísimo lapso de
tiempo Erik Varden ha publicado el original inglés y la traducción española de Castidad (La
reconciliación de los sentidos). Castidad no es un tratado, ni un
manual, ni una apología, ni una homilía, ni siquiera, apurando sus amplios
límites, un simple ensayo. En toda la amplitud del término aspira a ser una oratio:
un discurso que invite a la contemplación. Un monje tiene muy presente
la recomendación de S. Pablo: “Vuestra conversación sea siempre agradable, con
su pizca de sal, sabiendo cómo tratar a cada uno” (Col 4,6). Es decir, comparte un logos,
una razón que da gracias, una palabra en vela.
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Rumiar es recordar. En la
ruminatio despliega su poder curativo la anamnesis. Castidad debe
leerse en estricta continuidad con el libro anterior de Varden, La
explosión de la soledad. Entre ambos se reconoce un mismo estilo, cuidado
y próximo, que repite el procedimiento hermenéutico, en absoluto ajeno a la tradición
monástica, de utilizar el ejemplo de obras poéticas, musicales y artísticas. La
explosión de la soledad invitaba a recordar – es decir, a pasar de
nuevo por el corazón, sacando del olvido a la luz del Resucitado- el camino
desde la Creación a una nueva Creación. Castidad nos anima a habitar el
monte santo donde el Edén y la nueva Jerusalén están ya secretamente desposados
en nuestra historia redimida. Dice el autor: “Habitar el mundo castamente es
verlo en verdad y verse a uno mismo y a la humanidad de modo verdadero en él;
es decir, convertirse en contemplativo”.
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La argumentación de Dom
Varden apunta a la castidad no tanto como un programa de virtud cristiana, sino
sobre todo como un icono que manifiesta la realidad ontológica de la existencia
humana. Por supuesto asume el horizonte de los afectos humanos, a la luz de un
concepto integral de intelecto que no escinda el entendimiento como una
potencia independiente y superior que debiera regir y sujetar la voluntad. Reconciliándose
el uno y la otra por la memoria, el comentario desea remontar, más allá de la
interpretación literal y moral de la palabra castidad, a su significado alegórico
y anagógico, trinitario. No es la castidad del Hombre en la Caída la que atrae en primer
término la atención – el hombre desnudo, recubierto de pieles-, sino la expectativa
del Hombre restaurado en su dignidad original, revestido de una túnica de gloria. Como dice el obispo de Trondheim, "la condición cristiana es el arte de esforzarse por responder a una vocación a la perfección mientras sondeamos la profundidad de nuestra imperfección sin desesperar y sin renunciar al ideal".
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Como un midrash
cristiano, Dom Varden glosa La cueva de los tesoros, un texto siriaco
del siglo IV. En una época como la nuestra, considera que su contenido “posiblemente
consiga ir más allá que las admirables pero austeras definiciones de la
teología escolástica”. Bajo esta delicada monición, el lector se asoma a un
enfoque que, en su humildad, es inverso, pero no opuesto, al de la escolástica que
lleva prolongándose durante los dos últimos siglos. Si Dom Varden no propone la
castidad en términos punitivos, se debe a que sostiene, provocativamente, que
la castidad es el estado natural del ser humano que se perdió con el pecado. El
orden de la gracia recupera así la plenitud de la que caímos. Es preciso una
anamnesis que es también una anábasis.
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La castidad debe meditarse
en su horizonte escatológico. No es una carga sino un servicio. No es un munus
sino un officium. La Caída nos arrastra a un desorden cada vez más abismal.
La Misericordia, con una ardua ligereza, nos alza a un nuevo orden edénico. La castidad no es únicamente un
combate moral contra los instintos, sino la paz que recobra nuestro polvo modelado a imagen y semejanza de su Creador. Su sentido en la economía de
la salvación es esencialmente litúrgico, como se declara en diversos momentos del libro.
Dice con precisión Dom Varden: “Al principio, la naturaleza humana formaba
parte perfectamente de este orden perfecto. Estaba orientada a la vida eterna y
a la manifestación de la gracia sustancial de Dios. […] Su misma existencia
tenía un carácter unificador, sacerdotal. […] El hombre fue invitado a elegir
la bienaventuranza. Esto significa que era libre de rechazarla. Su sacrificio
sacerdotal residía en ordenar su libre albedrío según la llamada de Dios”.
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Las tensiones que
atraviesan la vida humana no se reducen a contrastes. Contienen también fuerzas creativas. Orden y desorden, eros y muerte apuntan a la búsqueda de una
reconciliación – y no meramente un equilibrio- entre cuerpo y alma como entre
libertad y ascesis. Hombre y mujer, matrimonio y virginidad suponen un anhelo
– concepto clave en el pensamiento de Dom Varden- de perfección, o mejor dicho, de plenitud -de integridad- que sólo se reconcilia en el éxtasis del reencuentro en el
otro. De todos los sacramentos, solamente uno recuerda el estado
paradisiaco: las nupcias, que, a lo largo de la espiritualidad cristiana
– y bíblica-, han alegorizado la intimidad del ser humano y Dios, de Cristo y
su Iglesia.
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En las primeras páginas
de Castidad Dom Varden establece una filiación con las
acepciones empleadas por Aristóteles y Cicerón. La Poética y las Disputaciones
Tusculanas remiten simultáneamente a un proceso de purificación y a un estado
de pureza. No son una adquisición, sino una disposición largamente trabajada. La castidad ni sublima ni apacigua la pasión: “Reconoce un destello
de eternidad en la pasión”. No libra del cuerpo; lo libera para
que sea de nuevo él mismo. Le devuelve el descanso sabático. Por ello, me ha
conmovido un dicho conciso de los Padres del Desierto citado por Dom Varden: “La medida del cristiano es su imitación de Cristo”. La acepción
poética que resuena en el término griego de mímesis no se limita a la imitatio
latina. Radicaliza su significado. A la medida del cristiano no le basta con
reflejar a Cristo. Su acción está impelida a re-presentar el sentido mismo
del obrar de Cristo. Es Cristo quien obra en él cuando él actúa. La castidad es la
manera del ver el mundo con la claridad del nuevo Adán que gobierna sus
pasiones con la simplicidad de la Creación recién terminada de hacer. Quien es casto ve el mundo
con los ojos mismos del amor de Dios. ¿Cómo no oír de fondo resonando la
bienaventuranza de Jesús? “Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5,6).
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En el hermoso andante
final Dom Varden va comentando el fresco del Juicio final de Pietro
Cavallini. Todas sus figuras dirigen su mirada hacia Jesucristo, Juez de
misericordia. Aunque la pintura está dañada, siguen intactas las llagas de una mano y de los pies y la herida del costado. Ligeramente inclinado hacia
delante, porque ni siquiera el trono de su poder puede retener su cercanía, nos mira mientras detenemos la mirada en Él. Aunque no
seamos monjes, solos ante sus ojos, deberíamos repetirnos, con el anhelo herido
de una añorada pureza: “Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro
buscaré, Señor” (Sal 27,8). Con Castidad Erik Varden acompaña los pasos
de esa búsqueda.
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