Memoria de
S. Agustín, ob. y dr.
Crucifixión, Fra Angelico (1441-1442) |
Hace unos días publiqué
un artículo en El
Debate sobre los excesos léxicos que se han ido
acumulando en torno a palabras decisivas del lenguaje teológico como vocación
y carismas. En uno de sus párrafos insistía en una idea que sorprende entre
no pocos de mis amigos antimodernos: una de las raíces de la Modernidad se encuentra en la separación escolástica entre el orden
natural y el sobrenatural. Dicho en términos tan gruesos, puede parecer, si no
una boutade, una ocurrencia con su punta de provocación. Tal vez; o no tanto.
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En COU, Don Laude,
nuestro profesor de filosofía, neotomista a carta cabal, nos recriminaba con un
chasqueo desencantado nuestras lecturas adolescentes e insensatas de Nietzsche,
mientras murmuraba: “No leáis esas cosas, que os perjudican”. Como cabía
esperar, la consecuencia fue que durante largo tiempo no leímos, para nuestro
infortunio, a santo Tomás. Tómense, pues, estas líneas como un esfuerzo limitado por superar una amplia ignorancia.
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Con la arrogancia que invita a sospechar erradamente en cierto neotomismo una herejía
antimodernista de tintes gnósticos, un joven profesor de mi universidad, con elogiable libertad, nos despachaba en una conversación la caducidad de cualquier filosofía frente a la de Tomás y, en consecuencia, la derivada de Trento, consideradas estas
poco menos que como la culminación de la Revelación. Al final no pude
contenerme y le repliqué que, por mi parte, no sólo me había quedado en Éfeso y
en Nicea, sino que me parecían muy atinadas las reticencias doctrinales que había
suscitado la obra del Aquinate en su momento histórico. Puestos a ser
consecuentemente anacrónicos, santo Tomás es un depuradísimo ejemplo de progre
del siglo XIII.
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Cuando digo que la
Escolástica introduce la distinción entre el orden natural y el sobrenatural no
pretendo afirmar que lo que representaban uno y otro fueran concebidos de manera indisociable o
intercambiable hasta entonces. La escala de Jacob era la imagen patrística por antonomasia para describir
su relación. Más aún, el Reino de Dios supone el comienzo de
la Nueva Creación representado por el mismo Jesucristo con dicha imagen: “En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a
los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre” (Jn. 1,51). Un solo orden: cielo y tierra. Ciertamente, sigue combatido por el mal y el pecado que, sin embargo, no pueden apagar la luz del Resucitado que los ha derrotado. Esperamos, vigilantes, pues, su nueva venida...
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Según mi interpretación, discutible y limitada, la Escolástica, con Tomás a la cabeza, traza las
fronteras entre ambos órdenes. Al perfeccionarlo, la gracia eleva el orden
natural a lo sobrenatural. Lo divino entra en lo humano; lo humano accede a lo
divino. De una manera muy tosca soy consciente de que estoy resumiendo una
argumentación matizadísima y perfectamente ortodoxa. Simplemente me limito a apuntar
que es un primer gesto ya moderno, que abre el camino de la
secularización. Simultáneamente, y sin entrar en el tipo de relación que pueda
existir entre ellas, empieza a abrirse paso la doctrina de la doble verdad,
teológica y filosófica, contra la que santo Tomás combate y con la que, en su época
y por las razones más o menos confesables que siempre afectan a los asuntos
humanos, se le llega a confundir.
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La filosofía de Tomás de Aquino es optimista.
Confía en que la razón (también ella regenerada por la gracia) es capaz de dar
cuenta de las verdades de la fe. En la continuidad que un agustinista debe
reconocer con el tomismo, J. Ratzinger insiste en lo irrenunciable de esta tarea:
la fe cristiana no es irracional; está sujeta al Logos. Pero, aun no pudiendo represar ni estancar el desarrollo de la búsqueda de la
verdad, resulta evidente que cualquier movimiento metodológico repercute sobre el concepto que se
tiene de ella.
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En forma escolar cabe
decir que, para Santo Tomás, las verdades de la fe pueden ser probadas por la
razón o, al menos, no ser descartadas como contrarias a ella. Philosophia,
ancilla theologiae. De acuerdo, si se admite el riesgo de que
las verdades de la fe puedan ser desde entonces convocadas al tribunal de la razón, en calidad,
primero, de testigos y, a la larga, de acusadas. La fe, puesta a prueba, además ha de
eximir las insuficiencias de su juez. ¿Es eterno o creado el mundo? ¿Es Dios
trinitario o cuaternario o…? Si la razón
se convierte en el centro, es inevitable que, más temprano que tarde, la fe sea
vilipendiada, acosada, calumniada y, finalmente, condenada. ¿Cómo va a
convencer de lo que la razón, metamorfoseada, pone en suspenso en sus propios términos? Sospecho
que el nihilismo asoma al inicio de un no tan lejano túnel.
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Suele presentarse al
nominalismo como la némesis del realismo metafísico. ¿Seguro? Más que una
antítesis, observo en aquel su reverso. “Potuit, decuit, ergo fecit”,
argumentó antes Duns Scoto sobre la Inmaculada Concepción de María. ¿Y si hubiera convenido
de otra manera? ¿No habría sido también racional o, al menos, no
contrario a sus principios? Insisto en que no pongo en cuestión la ortodoxia de la conclusión ni discuto la verdad de fe, sino que sea el modo definitivo y pleno de sostenerla.
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San Pablo advierte que la Creación entera
sufre con dolores de parto, expectante de entrar en la libertad de los hijos de
Dios (Rom. 8, 19-22). Si está dibujada una clara distinción de órdenes, la
teología acaba convirtiéndose en teodicea: un terremoto o un genocidio se utilizan entonces como pruebas contra la existencia de Dios, ante las que como mucho se pretende oponer
dudas razonables con una convicción titubeante. A fin de enfrentarse con los múltiples frentes que le van surgiendo, se ve obligada a plantear, entre otras, dos soluciones
que conducen a sus correspondientes aporías.
La triunfante exégesis
liberal durante dos siglos se encargó sistemáticamente de naturalizar lo
sobrenatural. Los milagros se explicarían solamente
por causas naturales. Lo inexplicable sería a lo sumo el resultado de una insuficiencia
metodológica que podría resolverse confiando en el progreso científico. Así, el
milagro no sería la multiplicación de los panes y los peces sino la solidaridad.
Poco importa que de inmediato emerjan dos paradojas: en nombre del antiliteralismo,
se apoya sólo en los datos positivos de carácter histórico; en nombre
del historicismo, no queda más remedio que la explicación sea alegórica.
En cuanto a la otra opción, algunas variantes fenomenológicas han acabado sobrenaturalizando lo natural. En nombre del fenómeno, lo han interpretado como signo. Frente al freudomarxismo de raíces positivistas que diagnosticaba como alucinación una visión, cualquier alucinación se considera susceptible de convertirse en una visión. El subjetivismo y el relativismo implícitos conducen inevitablemente al emotivismo bajo la excusa del discernimiento. Ejemplos actuales hay para dar y tomar.
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No pretendo ni mucho
menos afirmar que la filosofía de Tomás sea responsable de los dislates
a que haya podido dar lugar la Modernidad. Su perennidad
debiera obligarla a podar algunas de sus ramas, si quiere seguir
cumpliendo su función. Como en sus momentos mejores, no se puede conformar con observar la realidad desde fuera, como si simplemente fuese un edificio cuya llave de entrada sólo él poseyese. Con la humildad de Tomás, debería verse a sí
mismo dentro de la historia que ha contribuido a forjar, para librarse, además, de toda suerte de epigonismo.
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Chesterton atribuyó la
decisión de santo Tomás de no escribir más, pues su obra se le aparecía como un
montón de paja, a la polémica que mantuvo con Síger de Brabante: “regresó con
una especie de horror ante ese mundo exterior en el que soplaban semejantes
vientos de doctrina y extrañando ese mundo interior que cualquier católico
puede compartir y en el cual el santo no está aislado de las personas simples”.
A fin de cuentas, la orden dominicana, apoyada sobre los cuatro pilares de la
contemplación, el estudio, la fraternidad y el apostolado, conserva desde su
fundación un estrecho vínculo interno con la espiritualidad monástica.
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Al leer los himnos que se
dedicó a componer el Aquinate, empecé a caer en la cuenta de que la verdad a la
que había entregado su vida se encontraba secretamente bajo el rigor de un estilo filosófico que resulta a primera y segunda vista tan farragoso. Entendí que allí dentro, cálida y hospitalaria, también abría
sus puertas nuestra casa.
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