Fiesta de la Transfiguración de N. S. Jesucristo
Transfiguración de Cristo, Giovanni Bellini (1487) |
Ojeaba ayer la enumeración de actividades que José F. Peláez propone como antídotos a esa tentación de la acedia postmoderna que es la complacencia en la mediocridad. Como el exceso de un “además”, en una línea se iluminó un fragmento de mi vida: “paseante de fin de semana bajo la lluvia azul de Regent’s Park”. No me planteaba un plan, sino una crónica. De golpe, veinte años atrás, recordé que había vivido como un monje exclaustrado, peregrino de primavera bajo los álamos anaranjandos de Hampstead. Ahora puedo dejar estas palabras irse en paz.
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Pocas convicciones poéticas sostengo ya. Irreductible, aristotélico, me aferro a que la poesía cuenta las cosas como podrían suceder. Tal vez reaccionario, sea la única manera de conseguir que hayan sucedido realmente. Hoy mismo recuerda Gregorio Luri que la perspectiva que el conservador adopta sobre el pasado “nos permite contemplar el presente desde el pasado, mostrándonos las novedades sin ocultar las permanencias”. (Anti)moderno por naturaleza, el poeta se arriesga a mostrarnos las permanencias sin ocultar las novedades. El matiz del estilo define su figura de la historia.
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Mientras, todavía asombrado, vuelvo a contemplar cómo caían las estrellas de aquel cielo sobre mi mundo entonces exiliado, siguen sosteniéndome las imágenes iluminadas por el entusiasmo y la desolación de aquel joven que ya no sé reconocer sino en el testamento de algunos sentimientos: la exaltación de haber oído a Wagner en el Covent Garden a la altura gélida y pálida de Gower Street; la admirada indiferencia ante un ejemplar del catecismo de Juan Pérez de Pineda en la sala general de la British Library; el intenso olor a mocato de curry envolviendo nuestras conversaciones en el comedor del college de las enfermedades tropicales; la solitaria penumbra de una celda minúscula iluminada por una ilusas velas, sobre una moqueta roída y bajo un techo de poco más de dos metros de altura; la visita inesperada de la novia que nunca tuve para recriminarme que jamás me querría; el aguanieve racheada cabe la muralla de Adriano del brazo de mi amigo ermitaño; la silla de enea con que atrancamos la habitación para asegurarnos del anciano marinero tatuado; la madera sorda de la capilla de Windermere en que buscábamos el eco de Wordsworth; el vagabundaje por el extrarradio de Edimburgo, en busca del fin del mundo, respirando en el centro del bosque un lago de luz; el inacabable Támesis por mis venas; la sombría música de gaitas en Inverness…
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De aquellos días londinenses, de paseos deslumbrados por Hampstead o a paso brumoso junto a Great Russell Street, regresan los ecos de dos melodías que siguen marcando el ritmo profundo de mi imaginación. Apenas sé distinguir su sonido del latido de mi deseo.
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«And calmest thoughts come round us — as of leaves / Budding — fruit ripening in stillness — autumn suns / Smiling at eve upon the quiet sheaves — / Sweet Sappho’s cheek — a sleeping infant’s breath — / The gradual sand that through an hour-glass runs — / A woodland rivulet – A Poet’s death». (John Keats, ‘After Dark Vapours Have Oppressed our Plains’)
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«Time present and time past / Are both perhaps present in time future, / And time future contained in time past. / If all time is eternally present / All time is unredeemable» (T. S. Eliot, ‘Burnt Norton’)
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Vivíamos con abrumado contento nuestros infortunios. Fuimos, en aquellos instantes, felices.
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