Tras
la primera vuelta del medio del camino de mi vida ha empezado a asaltarme, como
un preludio de la meditación del bien morir, el motivo iconográfico de Cristo
muerto entre uno o dos ángeles.
Pietà (h. 1460),
Giovanni Bellini
Tal
vez para compensar la angustia que me produce su contemplación he acudido a
Ángel Ruiz por si pudiera ilustrarme sobre el origen de este subgénero
devocional que parece tratarse de una reducción del llanto por Cristo muerto. En paralelo con el motivo de la Pietà, ¿quién sabe hasta qué punto influyó en su desarrollo la devotio moderna?
Que
sea uno o dos ángeles quienes sostengan el cuerpo de Cristo no me parece
accesorio: más cercano en un caso a los ecos de la aflicción piadosa de María;
en el otro con una inquietante proximidad con un descendimiento que fuese al
mismo tiempo el recuerdo de la Madre y el Discípulo al pie… del sepulcro
corrido.
Cristo muerto es captado en ese instante suspendido en que el universo contiene el aliento. ¿Resucitará? ¿Regresará en gloria con los atributos reales de sus llagas y su costado traspasado? Los ángeles,
desolados, entre imploraciones y esfuerzos, están animándolo a incorporarse.
Cristo morto sorretto da due angeli
(1470),
Carlo Crivelli
Me estremece la serenidad gótica,
casi tardía, de la composición de Carlo Crivelli, como si Cristo no quisiera
acabar de despertarse, como si remolonease desperezándose. La modernidad primitiva de Giovanni Bellini abruma mi esperanza. Apenas medio
cuerpo fuera del sepulcro, Cristo debe agacharse para no chocar con el marco
del cuadro. De descomunal estatura, su resurrección mantiene la postura
inclinada en el intervalo de su “última” y “nueva” respiración.
Cristo en el sepulcro entre ángeles,
(1480)
Pedro Berruguete
Los
ángeles lo sostienen, aterrados de que no reviva su cuerpo martirizado, como en
la versión de Antonello da Messina; o, sencillamente, como el reverso
triunfante del Ecce Homo se presenta a sus discípulos -a ese Tomás que todo
espectador contiene en el interior de su mirada- en el sentimentalismo
descorazonador que brilla en la línea clara de Carlo Santi, el padre de Rafael. De una exultante austeridad, en cambio, sonríen aliviados los ángeles en la paleta de Berruguete. La
humanidad azulada, que despide un hálito casi fantasmal, reverbera en la piedad
de Alonso Cano.
Le Christ mort et les anges,
(1864),
Edouard Manet
Edouard Manet ensaya la impostura realista de su seca impiedad
en el ensayo académico de una sala de vivisección pictórica, entre envidiosas
referencias de Rembrandt y Caravaggio. Pertenece a un tiempo que ha decidido profanar el cuerpo de Cristo.
Sigo contemplando cada cuadro y descubro, escondida, tanteando entre los claroscuros de la obediencia la fe, la inminencia de un Nacimiento consumado. Polvo
soy, al polvo regresaré. Como suelo decirles a mis alumnos, cuando me jubile
dedicaré mis últimos años a leer sin desfallecer el Eclesiastés, pues “más vale lo que ven los ojos, que dejarse llevar
por el deseo. También esto es vanidad y caza de viento”.
En el
capítulo cuarto de su Vida de San Benito,
insertada en el libro II de los Diálogos,
S. Gregorio Magno relata la historia de un joven monje al que un negro demonio
arrastraba fuera del oratorio durante los oficios para que “se entretuviera en cosas
terrenas y fútiles”. A pesar de las correcciones que había impuesto a su discípulo, el abad se vio en la necesidad de suplicar a Benito que se dirigiera al monasterio para ayudarlo a que venciese la peor de las
tentaciones.
Los Padres del Desierto habían advertido que, junto con la
lujuria, la acedia o la tristeza del corazón, que impide ocuparse de las obligaciones
propias, es el más peligroso de los pecados. Tras ellos se agazapa la
apariencia del príncipe de la luz en la tiniebla más espantosa: la vanidad.
Tras propinarle un bastonazo, Benito logró librar al monje de aquel
demoniejo que le impedía realizar su tarea en la escuela del servicio divino.
De
toda la historia suele pasarse por alto un detalle extraordinario. Benito señaló
al demonio ante el abad y el monje Mauro: “¿No veis quién es el que arrastra
fuera a este monje?”. Perplejos, debieron confesarlo que no veían a “nadie”.
Benito les invita a orar entonces. Al monje Mauro se le abren los ojos, pero el
abad sigue igual de ciego que el joven monje. El golpe del bastón benedictino,
al caer sobre aquel joven monje, parece que deslomó también al abad, pues su
oración debía de ser muy tímida.
Al P. Amorth cierto cardenal le preguntó, con sorna, si creía en los
demonios. El famoso exorcista le replicó: “Le voy a regalar un libro que
seguramente no ha leído y que le será muy útil: los Evangelios”. Una de las grandes trampas de la exégesis moderna consiste en confundir la literalidad del texto con el literalismo.
En su
Libro de la Vida Santa Teresa de Jesús comprobó,
aterrada, cómo unos demonios se agarraban, mientras repartía la comunión, al cuello de un sacerdote, que vivía amancebado en secreto mediante hechizos. A riesgo de delirantes diagnósticos, la
penetración psicológica y espiritual de la reformadora del Carmelo resultaba
bastante más exacta que la casuística y los silogismos de sus confesores.
Es
curioso que casi nadie arquee la ceja ante quienes aseguran percibir el aura de
sus semejantes, asunto bastante etéreo desde cualquier punto de vista.
Basta entre el mismo público nombrar ángeles y demonios, que refieren realidades muy concretas, para que se denuncien, casi sin excepción, brotes alucinatorios.
Los «stilnovistas»
hablaban de la amada y de los espíritus de amor. ¿A alguien se le ocurre pensar
de verdad que la amada es una forma de hablar simbólica que no debe ser entendida también literalmente?
Con
las creaturas celestiales pasa como con los milagros. Imposibles de probar, su
prueba consiste en que sean improbables. El milagro, como el demonio, exige
creer en el pecado original, aunque con una diferencia: el milagro es una réplica
luminosa de la Creación. “Fiat sicut vis”, dice Jesús. El acto de la fe ve que “valde
bonum est”. Se está demasiado cansado o se es demasiado crédulo como para aceptar sus consecuencias.
El salto de la sencillez acostumbra a contemplar lo Invisible a través de lo Visible, como
pedía Léon Bloy.
Hace un tiempo The Objective me invitó a meditar sobre la actualidad de la vida contemplativa. Aquella colaboración acaba de salir hace unas semanas. Mientras la releo, debería autocriticarme por haber intentado la cuadratura de un círculo, la cual es a la geometría lo que el oxímoron -y su bizarro correlato, el retruécano- a la retórica: un reaccionario utilizando argumentos liberales para que los argumentos reaccionarios sean reconocidos por un liberal...
Abadía de Claraval
La frase que más me angustia de aquellos párrafos sostiene que los evangelios no contienen ninguna "normativa codificada". En efecto, las bienaventuranzas podrían considerarse, como dirían los cursis, "un programa de vida" o, en los términos pesadillescos del posconcilio, "una buena noticia". Con esta realidad han especulado y siguen especulando sin fondo los moralistas de cada situación. Una normativa al fin y al cabo establece un catálogo de prohibiciones y, si queda codificada, se desarrolla en un conjunto de penas y castigos. Jesús no introdujo ninguna norma que no estuviese ya regulada en las Tablas de la Ley. Llevar a su perfección la Ley consiste en superarla no por su cumplimiento riguroso sino por la capacidad de exceder sus propios límites. La Gracia afirma exactamente "lo que" la Ley se limita a proteger mediante una negación. Lo realmente perturbador del cristianismo -que radicaliza la paradoja platónica de Sócrates-es haber ahondado la herida que define la comunidad política y que esta intenta borrar como la sangre en las manos de Lady Macbeth. Entre el César y Dios Jesús no establece sólo una legítima separación de esferas, en pie de igualdad y autónomas, sino que reafirma lo absoluto de Dios reduciendo hasta extremos insoportables el poder del César, aun incluso cuando pudiera adoptar formas teocráticas. La división que Jesús proclamó que traía no debería dejar de ser pensada todavía sino a través de la categoría de la ausencia, entre los últimos estertores de la crisis antimetafísica de la segunda mitad del siglo XX y los albores de una época transhumanista avistada a la vez con alborozo y pavor. No le corresponde ya a la teodicea dar respuesta a los enigmas de nuestro tiempo sino a la escatología. Si, inextirpable, el mal ha sancionado la muerte de Dios, ¿es posible esperar? La oronda satisfacción de quienes oponen la graciosa misericordia a la justicia legalista siguen ciegos a esta transformación, como si no hubiesen entendido la enseñanza de los contemplativos. De ser sensatos como pretenden, preferirían acogerse a la justicia de Dios que a Su misericordia. Nada tiene que ver ésta con aquella, ni mucho menos, como pretenden, consiste en su aplicación flexible según los casos. "Es terrible caer en manos del Dios vivo". Ante el tribunal divino se podría apelar, con todos los cánones que suplen la falta de una "normativa codificada". Se haya o no ultrajado el Espíritu de la Gracia, ante la lava de Su amor sólo se puede esperar ser abrasado.
Cavalcanti estaba
a punto de espirar su ascensión cuando tuve noticia de que a Un sí menor, el último poemario de José
Mateos, le faltaban unos pocos días para salir publicado. Era consciente de que
no llegaría a leerlo con esa honda y reservada admiración que siempre le había
dedicado en sus reseñas.
Como queriendo
recobrar fuerzas de su melancólica ausencia, pedí a Joan Cabó, su discípulo
blanchotiano, que me ilustrase sobre la clave del Sí menor antes de ejecutar mi lectura del libro de Mateos. Como
buen organista, me sugirió los matices de la afinación y el motivo infinito que
parecen encerrar tanto el Preludio del primer libro del Clave bien temperado como la fuga “pro organo pleno” de J. S. Bach.
Confieso que la
música de Bach, místico del sonido más puro, me impresiona, pero casi no logra conmoverme.
Sin embargo, en las notas tecleadas del Preludio atisbé avant la léttre el misterioso cauce órfico que remonta, cada vez
más esencial, la poética de Mateos. Es la voz encarnada en la vocal apenas
emitida, bajo la armonía de un trazo que rima el mundo contemplado, la que
explora cada vez más densa y claramente el poeta jerezano.
Me había propuesto
renunciar a la reseña, a la que el delicado despliegue de la incipiente melodía
de Bach me impide sustraerme. A través de ella sospecho que es errado buscar en
la corriente de la «poesía del silencio» española de fines del siglo XX el
interlocutor de Mateos. Algo desafina en aproximar estas notas alejadas de las
de José Ángel Valente. Puede que la comparación tenga un valor historiográfico, pero de algún modo
violenta el hermético e inmediato
secreto de sus nubes, sus gotas de agua, sus almendros, los restos de la
memoria naufragada en la mesa del lar materno… A la poética de Mateos le
casaría mejor el adjetivo apofática.
Me ha sorprendido
que las críticas elogiosas de su sí a la vida, atravesado por la asunción del
sentido íntimo de la muerte, hayan pasado por alto dos referencias fundamentales
de su propio quehacer poético. Este libro ha destilado hasta su última gota la
deuda de su autor con la letra y la mirada de Ramón Gaya, hasta el punto que no
pocos de sus poemas son ecos y variaciones, y viceversa, de las acuarelas que ha
ido dibujando estos años.
Salí a delimitar las primeras marcas poéticas de este incipiente monasterio virtual que Cavalcanti había atisbado en la intimidad desolada de un jardín edénico. Sus lindes se habían trazado en enigma a la
vista de una niebla mañanera que recortaba, hasta difuminarlo, el perfil de Poblet. Bajo el cielo clarísimo de otro
mediodía, sobre el fondo de cipreses de la clausura –y el eco del agua en la piedra
del lavatorio- recuerdo que mi amigo el búho había asentido a tal empresa. Antes de emprenderla, he corrido a ocultarme bajo la música arisca e independiente de Sainte-Colombe. A la espera de que quede su cámara en silencio, ¿seguirá susurrando en ella, con toda su compleja personalidad, el legado de san Bernardo? Si su fruto más acabado fue un arte despojado y simplicísimo y un modo de vida, personal y social, basado en la piedad y en la comprensión redimida de nuestra naturaleza caída, ¿podré todavía reconocer el eco de su autoridad? En un pasaje de unas notas que transcribe en El mendigo ingrato, Léon Bloy recrimina agriamente a san Bernardo que no encabezase la expedición de la II Cruzada, de cuya predicación, aunque no encontró motivo para arrepentirse, su conciencia jamás había logrado recobrarse. "San Bernardo es un Santo de Jesús, un Santo del Verbo abofeteado, un Santo del Pobre crucificado. En ese sentido tuvo razón de rehusar. Y está en su lugar en los altares del Hombre de los Dolores. Pero un Santo del Espíritu Santo hubiera actuado de otra manera". Alucinado y milenarista, explica entonces por qué los Santos de Jesús "serán juzgados de nuevo por el Amor por lo que no hicieron, y la OMISIÓN será el ciclón de llamas que quemará todos los tabernáculos". Cuanto más silencioso y callado bruñía San Bernardo su estilo, tal vez los espacios en blanco de sus periodos levantaban más limpios sus arcos de media punta. O quizás no, como Dante habría podido descubrir bajo el hábito blanco del padre de Claraval. En su escritura no le bastaba alzar un plano sobre el que otros edificaran las formas de una esperanza entrevista. Construía en los corazones de sus lectores una comunidad en que el tiempo quedaba suspendido entre unas figuras retóricas cuyo sentido político quedaba adelgazado a su más nítida dimensión escatológica.
Como
un anticipo de la Resurrección, la literatura transfigura la realidad, tamiza
la hojarasca y la hojalata de nuestra vida cotidiana. Ver la gloria de lo verdadero en medio
de la fealdad más evidente es obra del amor. La gracia concedida al lector es asomarse a la desnudez
esencial, vulnerable y herida, que constituye la dignidad irrevocable del ser
humano.
Desaparecido con la edad todo rastro de ingenuidad e inocencia, frente a la innoble tentación del
cinismo, queda perseverar en la búsqueda de la simplicidad, como recomienda la
inquietante máxima evangélica sobre las serpientes y las palomas. Entretanto, mientras acabo esta hoja, me gustaría estar bajando la vista, casi avergonzado, como si realmente fuera un copista de Godofredo de Auxerre, el secretario de Bernardo.
De adolescente, las mentes piadosas de mi escuela se
escandalizaban de mi férrea determinación a estudiar filología. Un hombre de mi
prodigiosa memoria debía dedicarse a
opositar, no sé, Notarías. Mientras los de Letras Puras regresábamos de clase
de griego, el Hermano Maximino amonestaba a sus discípulos entre risillas: “He
ahí a los futuros barrenderos. ¡Y ése además por puro gusto!”. Entre firma y
firma, pensarían, podía dedicarme a leer La
tentación de San Antonio de Flaubert.
Circunspecto, a mi padre le horrorizaba pensar que,
si se seguía el camino de las leyes, decidiese acabar de juez. Lleno de
escrúpulos, un amigo suyo había perdido el juicio ejerciendo la magistratura.
Absolvía a conciencia a delincuentes de poca monta. Atribuía sus delitos a la ofuscación,
social y económica. Pasaba noches en vela sopesando las sentencias. Mi padre le
recordaba sudoroso y con los ojos desencajados. Le abrieron expediente y
enseguida empezó a entrar y salir de lo que entonces llamaban frenopático. A mi
padre la locura y el escándalo le aterraban.
En el fondo nadie entendió ni que hubiese decidido
malgastar mi talento ni que mis padres lo permitiesen.
Ese mundo evaporado…
Hace un par de años Daniel Capó me invitó a colaborar
en la sección Los libros que no he leído de su blog. Con aquella excusa quise
atisbar el futuro de mis hijos en el olvido de quien fui…
Entre
los papeles póstumos de Cavalcanti mantengo en una esquina de la mesa el
manuscrito de El peregrino absoluto.
Como decía ayer, soy cada vez más consciente de que, amén de inescribible y antes que impublicable, es hasta cierto punto
doloroso ilegible. No obstante, en el
aniversario de la muerte de Léon Bloy, escritor absoluto, como lo definí en un artículo, me siento obligado
a transcribir la dedicatoria a quien Cavalcanti consideraba uno de sus
maestros.
A
Léon Bloy
Piense,
mi querido maestro, tras haber atravesado hace un siglo el umbral del
Apocalipsis, la lección de soledad que su escritura mantiene todavía hoy con
pulso firme, como un recordatorio del Edén, para sus dispersos y silenciosos
discípulos. Es la distancia infinita entre los Ojos del Juez y los lugares
comunes que desde su época continúan acechándonos y devorándonos como el león
que ruge en el desierto la que las páginas de este libro pretenden sondear y
jamás medir, a riesgo de incurrir en la peor de las idolatrías: desesperar de
la comunión de los santos.
Puede
que lo santo se haya repartido sin descanso y con sonrisas entre los gruñidos satisfechos
de una inmensa piara abandonada. No obstante, su testimonio de ingratitud -de
humildad- impulsa a no dejar de peregrinar en busca de lo Absoluto, vendiendo
todo lo que se posee para obtener la perla preciosa de la Palabra. Sacrificio
agradable y despreciado, me inclino ante tal acto enloquecido de Amor. Usted
nos ha enseñado -nos ha recordado- que una sola gota de la sangre del Justo,
vertida en el cáliz de sus Escrituras, bastaría para redimir a la humanidad
entera si ésta quisiera beberla realmente.
Tarea del escritor invendible es dejarse rebosar de su oceánica singularidad.
Desde
este yermo me dirijo, pues, a su encuentro con el deseo insensato de dar un
salto por encima de la eternidad que nos separa. Conservo intacta la confianza
de que el Juez exacto de nuestras infamias sea, ante todo, el Lector absoluto
de nuestras esperanzas. Que su Crítica consuele las llagas y las heridas que infligen
a nuestro lenguaje cotidiano las manos de un nuevo filisteísmo que usted
fustigó con pasión. Samaritanos en un tiempo posthumanista, ¿no es acaso
nuestra obligación no pasar de largo ante el depósito saqueado de la tradición?
En otro lugar,
bajo otras circunstancias, hoy, día de los fieles difuntos, sábado en su ocaso,
doy comienzo a este nuevo blog que lleva por título Poética del monasterio. Tras Donna mi pregay, a punto de que concluya el itinerario póstumo de El peregrino absoluto, me adentro en una
hora que tal vez hubiera de seguir retrasando. Solo, sin la compañía de
Cavalcanti, emprendo otra peregrinación al fondo de un claustro cada vez más
esencial. Quizás a mi soledad se le haya dado la única posibilidad de ejercer
su independencia con perseverancia virtual.
Le comentaba a
Ander Mayora en una entrevista de próxima publicación que “en los umbrales de
una época transhumanista no es posible renunciar a la esperanza de una Ley que
se transmite de generación en generación y que se revela en lo más íntimo de
nuestra soledad personal”.El Padre, el Maestro y el Monje son las tres figuras
únicas que podrían garantizar la continuidad de tal Tradición. Sobre ellos descansa no una apologética, sino una
poética del Monasterio.
No serán estas
entradas sino notas dispersas, tomadas de aquí y de allá, de enlaces a otras
colaboraciones, de apuntes de campo, de pequeños engastes… A su propio ritmo,
impropiamente litúrgico. Debieran poder formar el hilo de un breviario, destinado
a aquellos huéspedes que topasen con esta filiación de mi Petit Clairvaux. Como si sólo fuera una guía sin pretensiones, de
paso.
Como preludio de esa poética, he mostrado a
unos pocos amigos el manuscrito derivado de El
peregrino absoluto. Les había anticipado que era ilegible e impublicable.
Con tacto exquisito, uno de ellos ha expresado su punzante opinión: “Es un
libro inescribible”. Un elogio y una
advertencia al mismo tiempo. Me alivia saber que no habré defraudado a Léon Bloy.
En términos literarios, podré ya morir en paz.