Memoria
de San Jerónimo, pb. y dr.
Hoy en día el desarrollo de nuestras vidas se ha retrasado diez o quince años. Nos olvidamos de abandonar la adolescencia, nos resistimos a afrontar la larga jornada de la muerte. La famosa crisis existencial de los cuarenta años nos alcanza cuando debiéramos celebrar el jubileo de la existencia. Traicionando el sentido original, monástico, que los Padres del Desierto, y en especial Juan Casiano, atribuían al pecado de la acedia, Paul Bourget situó en ella la tentación del demonio del meridiano, como si todo le confirmase a nuestra época que nos aburrimos tanto que sólo nos queda aferrarnos a unos instintos cuyo vigor empieza suavemente a declinar.
Caigo en la cuenta de que una de las causas de haber estado meditando -de haber rumiado- el libro de Qohélet casi sin pausa durante los últimos meses quizás haya sido, inconscientemente, enfrentarme a la sombra de mi meridiano. Aquí y allí no he dejado de sembrar alusiones al humo en que todas las ilusiones de
nuestro pasado se desvanecen. No desespera uno de la falta de sentido, sino de
no alcanzar la paz de abrazarla con alegría. Como con un santo disimulo, tal
vez debamos contemplar el rayo de trascendencia que sólo podemos
negar como niños enfurruñados que no aceptan que toda fiesta contiene en su
esplendor, como su núcleo más original, el dolor de saberla transitoria.
El demonio del
meridiano suele desplegar ante uno los futuros imposibles o descartados del
pasado. No basta con aferrarse al presente para conjurar su asedio. Como el
Ulises de Kafka, resulta imposible sustraerse al canto mudo de sus sirenas. Atormentan
la conciencia mostrándole la inutilidad de cualquiera de las obras que a duras
penas haya podido cumplir. Angustiada, suele estallar en un riguroso juicio de su
niñez y de su juventud. Lo salva y lo condena, le recrimina sus pesares y le
disculpa sus gozos. Todo también vanidad. Cabría rendir sólo a una y a otra el
piadoso culto filial de la elegía fúnebre, sabiendo que, a fin de cuentas, lo
único que no ha muerto del todo es aquello que se ha logrado conservar a salvo
de la intemperie del tiempo.
Decía Qohélet que
lo torcido no se puede enderezar. Me parecía un grito sin respuesta. Sospecho
que nada más se aleja tanto de la realidad. Formula la pregunta de quien ha
empezado a dominar su derrota. La nada jamás se da por vencida. Por ello, el
inaudible murmullo de nuestro paso por el mundo es una leve victoria que no
debiera encerrarnos, aún melancólicos, en la nostalgia. Dice Qohélet que el
sabio no pregunta por qué el pasado resulta mejor que el presente (Ecl
7,10). Bajo el signo de la antítesis, creo firmemente que la adversidad
próspera es un bien que no debiéramos dejar que nos arrebate una adversa
prosperidad.
Debiera ir callando. Cada vez soporto menos a quienes, en nombre de la ciencia o de las convicciones cívicas, desprecian con la hueca voz de los burgueses que fustigó Léon Bloy: “¡Déjese de metafísicas! Poético, pero falaz. Irrelevante”. En ocasiones, el arma más poderosa, la palabra que conmueve el universo entero, es el silencio. Pilatos, fuera de sí, espetó a Jesús: “¡A mí no me contestas! ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y para crucificarte?” (Jn 19,10). Mientras llega el juicio último, nada cabe retener, sino apresurar el paso, sin distracciones.
A fin de cuentas, no hay tema serio que no sea en su fondo teológico, como la lectura o el canto de un pájaro.