Memoria de los
santos esposos Priscila y Áquila
Hojeando el otro día
en una librería La insomne felicidad, una antología en español de la
poesía de Pier Paolo Pasolini, no fui capaz de encontrar ningún poema de un
ciclo suyo tan menor como estremecedor. Por su aparente sencillez formal, por
su temática elegíaca, por su sobriedad juvenil, al margen de toda circunstancia
histórica que no sea la meditación sobre el acontecimiento personal y familiar de
la muerte, I pianti (1944) constituye uno de los mayores testimonios fúnebres
que he leído. No dedicados al padre, ni a la madre, ni a los hermanos, ni a los
hijos, sino a la abuela, sus lamentos cantan la agonía y la descomposición
material y emocional de una familia en la mirada absorta y alucinada de un
nieto que toma tanta distancia moral como proximidad afectiva.
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Mientras murmuraba sus versos en la edición de
Bestemmia, he sentido la necesidad de leescribirlos. Más que una
traducción, procuraba encontrar el ritmo escondido de una mirada tan afectuosa
como perpleja. Se suceden en sus brevísimos veintisiete poemas la voz del
poeta, la de la abuela, la de las hijas que atienden los últimos momentos de la
madre, difuminados sus sentimientos en las líneas más puras. Imprecaciones a
Dios y a Cristo se resuelven como arrullos tiernos. La furia desfondada de la
moribunda insulta, afónica, la inminencia del último paso. Los lamentos de los
deudos son el grito que quisiera acallar la conciencia de la ruina con que la presencia
de la muerte horada nuestras vidas. Los apelativos cariñosos, la repetición de palabras
o el minimalismo versal subrayan la extinción que sobrevive a la muerte misma.
Queda el canto vibrando un último instante, en medio del paisaje que se
extiende a partir del enterramiento, como un recuerdo que debe también él
difuminarse para no atormentar su palabra.
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Como si fueran tanto
elegías como madrigales, la estructura de I pianti presenta un carácter
circular: la contemplación de la agonía y entierro de la “nonnuccia” da pie a
rememorarlos en el duermevela de la imaginación poética. El duelo debe
deshacerse de la presencia que ha sido convocada. Cuanto más ausente, más
aterradora se vuelve. La intensidad lírica de estos poemas alcanza su cima en el
instante de la casi iluminación que habrá de constatar su ceguera eterna. Los
lamentos de los vivos contienen la sincera hipocresía que anida también en el
misterio de nuestra existencia: lloramos en los muertos la vida que nos arranca
con ellos su muerte.
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XI
Tú te
preparas
a zarpar al infinito
cielo
y alrededor
ya derramas
su mortal
silencio.
XV
Beso apenas
tu rostro
vivo
y tú
no sientes,
sino que te
anegas en el silencio.
Señor,
no tengas
piedad de nosotros.
Que esta
moribunda
que gime
te cuente nuestra
miseria.
XVII
Oh, dulce
sueño,
engáñala aún
tú
un poco.
Consume
estas últimas horas
e, inadvertido,
hazla cruzar
el umbral.
XVIII
He aquí, se
acabó.
Las hijas sostienen
tu pecho,
y tú exhalas
sobre sus cabellos
la última
vida.
Oh abuelita,
¿qué haces?
¿Quieres que
te limpie
la frente
sudada sobre la almohada
con un paño?
Las hijas
gritan hasta enronquecer.
“Mueres como
una palomita,
sin pedir nada”.
Pero tú
has cruzado
el confín.
XXI
Me marcho
en silencio
de la casa
donde oigo resonar
mi triste
pasado.
En silencio,
en silencio
llevadme al
cementerio.
Oh, Dios,
¿quién me festeja?
¿Quién canta
por mí?
¿Por quién resplandecen
los cirios?
Ah, venga,
dejadme
sola.
También,
¡felices!, sabréis
envejecer y
morir
por nada.
XXIV
Tras tres
meses,
un poco
también he
llorado.
Este es el
abril en que, muerta,
te estaba
esperando.
¡Ah, si…! Es
verde, sereno.
Como ahora toco
sus hierbas
(que
entonces creía
tan lejanas)
así
este cuerpo
mío inmortal
tocará
la increíble
muerte.
…
***