miércoles, 19 de noviembre de 2025

Los domingos

 

Memoria de Sta. Matilde de Hackeborn, vg.

 

Magdalena en el espejo
Georges La Tour (1635-1640)

Entre las primeras observaciones de mi pubertad recuerdo con nitidez la disminución año tras año de los "hermanos" que formaban la comunidad religiosa de mi colegio. En apenas una década quedó diezmada. El posconcilio no sólo supuso el abandono masivo de la vida religiosa y la secularización rampante de innumerables sacerdotes. En nombre de la discreción y la caridad se extendió un manto de silencio que ha llegado hasta hoy mismo. En nuestro país la vocación religiosa era también un medio de vida al que en no pocos casos no se podía ni se quería renunciar tras colgar los hábitos.

Recuerdo haberme encontrado con un profesor geniudo años después. Con cierta sorna, me confesó que de los ciento y pico profesores de mi etapa sólo dos no habían pisado jamás un noviciado. Desde entonces guardo un respetuoso escepticismo sobre los misticismos vocacionales. Veinte años de enseñanza como simple seglar en un seminario me han granjeado suficientes antipatías como para no haberlo visto confirmado demasiadas veces con dolor.

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Voy ya muy de vez en cuando a una sala de cine para ver algún estreno. Acudí con aprensión a una primera sesión de Los domingos, de Alauda Ruiz de Azúa. Enseguida caí en la cuenta de que el entusiasmo y las detracciones sobre la película se basan en un malentendido.

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Los domingos no gira en torno al tema de la vocación religiosa de una adolescente. Este simplemente es el motivo que desencadena la acción.

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Los domingos en realidad constituye un análisis psicológico, intimista y hasta compasivo, pero nada complaciente, del derrumbamiento de una familia – y de una familia que responde al modelo de una clase media "tradicional". El espectador asiste a este derrumbe moral y económico y sobre todo anímico envuelto en tonalidades metálicas y un ritmo sosegado de elipsis y sobreentendidos. Retrata una familia que ha perdido la confianza en sí misma y que trata de contener, con educación y dignidad, su inevitable disolución. Se debería salir de la película como de un naufragio.

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He visto, con la mía, pasar tres generaciones de jóvenes católicos desgañitándose cada una con eslóganes por sus Papas. Han creído que les estaba destinada alguna suerte, si no de restauración, sí de resurgimiento. Ninguna hemos sabido mirarnos con humildad. Veo a mi alrededor matrimonios de más de veinte años que hacen aguas. Aun perteneciendo a movimientos, buscan refugiarse en las nulidades para "rehacer" sus vidas, algunos incluso antes de la sentencia. También sacerdotes piadosísimos abandonan su ministerio al cabo de unos pocos años, casi con la fecha de boda apalabrada antes de obtener la dispensa. ¿Son capaces todos ellos de comprender el desánimo que provocan en sus hijos, en sus amigos, en sus fieles? Hemos interiorizado tanto que no hay que juzgar que asisten perplejos, más allá de las batallas afectivas encarnizadas que puedan sostener, al sentimiento de indiferencia que los rodea y del que sólo queda la recolocación laboral y sentimental.

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No acabo de comprender los análisis sobre las relaciones intrafamiliares de los personajes del drama que refleja Los domingos. Ainara, la joven protagonista que está acabando el último curso de un colegio de monjas bien, se plantea una sincera vocación religiosa. Se la plantea con todo el peso emocional que lleva a cuestas. El padre, viudo, levemente ausente, intenta reconstruir su vida con un nuevo amor con el que es evidente que la hija, que debe hacerse cargo de sus hermanas pequeñas, no tiene la más mínima confianza. La tía, una personalidad dominante, inflige heridas a los seres que quiere para poder culparles de su insatisfacción vital: a un hermano ante el que se siente preterida; a un marido atento sin la energía para asentarse profesionalmente; a una sobrina que se le escapa de entre las manos.

Ninguno es mala persona ni desea el mal a ningún otro. Hay un afecto sincero y tierno entre ellos, muy callado, pero, hasta cuando se dicen las verdades, se observa el poso de miserias y egoísmos y las heridas que arrastran. El padre respeta la decisión de la hija, pero ambos saben que es una buena solución para él, tanto afectiva como económica. El uso que la nueva novia y la tía hacen de la dubitante intimidad de Ainara refuerza no la serenidad que se ha querido detectar en su mirada sino la bella indiferencia de un histerismo completamente normal a su edad y en absoluto patológico. El convento no es una huida, sino un refugio emocional que requiere la fuerza de renunciar a todas las comodidades de su entorno. Una de las monjas le llega a comentar que Jesucristo es “como un marido más”. En una escena se ve a Ainara salir para Maitines y quedarse a distancia de un Sagrado Corazón desenfocado al fondo: “Venid a Mí todos los que estáis cansados y humillados”. Ella se gira y se dirige al coro. La Madre Isabel es la presencia materna que falta y que le falta.

El contraste entre las actitudes finales de las dos protagonistas, con esa puerta que se cierra tras Ainara en la clausura y la duda de la tía que la ha desheredado de si cruzar la calle al encuentro de su marido y su hijo, no refleja ni desesperación ni desconsuelo, ni juicio alguno sobre sus protagonistas. Simplemente asume la extinción de una seguridad familiar y la posibilidad incierta y precaria de sobrevivir afectivamente. La directora se inclina con un breve trazo por la opción de la tía Maite. Es la suya una película definitivamente poscristiana.

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Tras muchos años de búsqueda he encontrado una paz cierta en el claustro imaginario de mi escritura. ¿Acaso una fantasía o una fuga? En él no deja de agitarse el fragor del corazón que sigue estallando contra sus farallones. Jiménez Lozano dejó dicho que los monjes huían del mundo y a la vez curaban todos los desastres provocados por los grandes señores. No pocos de los primeros cistercienses que siguieron a Bernardo de Claraval habían ejercido el oficio de la guerra. No se retiraron a descansar. Combatían otra lucha: la de la caridad. Como el cura rural de Bernanos, quizás la prueba más exigente de la vocación consista en llegar a amarse a sí mismo como el último miembro doliente de Jesucristo.

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sábado, 15 de noviembre de 2025

Con Arnulfo de Lovaina

 

Memoria de S. Alberto Magno, ob. y dr.


Cristo crucificado,
Alejo de Vahía
(finales del siglo XV, Museu Marès)


Entre los tópicos que han contribuido a precipitar el caos educativo de Occidente, sobresale aquel que sentenciaba el fin del estudio de las lenguas clásicas: “Son lenguas muertas”. Ante tal enormidad, atea en su sentido más pavoroso, cualquier argumento sensato choca como una barquichuela contra la escollera de una rada anodina. Salta hecho astillas.

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En mi adolescencia estudié latín con pasión. Desafiante y humilde, en todo lo escrito he buscado rendir testimonio de que aquella lengua que a tantos parecía muerta es un cuerpo glorioso que transfigura la sintaxis de quienes vendimos (casi) todo para acercarnos con reverencia hasta ella.

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Hace unos meses, a través de Daniel Capó, Carlos Ezcurra me hizo una propuesta. Estaba enfrascándose en la traducción de Healing wounds de Mons. Erik Varden que acaba de salir publicada como Heridas que sanan en Ediciones Encuentro. Se trata de una meditación ensayística que toma pie en el poema “A los miembros de Nuestro Señor Jesucristo” del abad cisterciense Arnulfo de Lovaina (1200-1250). De este no existía una traducción completa al castellano y Carlos prefería que alguien le ayudase. Dom Erik le había sugerido mi nombre. Quedé sorprendido, mientras pensaba: “¿Cómo digo: ¡No!?”. Cerré los ojos y miré adentro. Lejana se recortaba una figura con hábito blanco que, de pie y quieta, parecía observarme fijamente. Acepté el encargo.

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Traducía a la vez que leía. Con mi letra pequeña y nerviosa, emborronaba a lápiz hojas plegadas como cuartillas. Decidí evitar que la versión de cada parte excediese la extensión de un folio así doblado. Tachaba, sobrescribía, giraba el papel en horizontal si fuera necesario. Al acabar la primera parte, a los pies de Nuestro Señor, puse mi tarea bajo la evaluación de Carlos. Su entusiasmo me determinó a no abandonar esa especie de trance métrico que, habiéndose apoderado de mí, empezaba a absorberme. En apenas diez días terminé una primera versión de los trescientos setenta versos del poema del abad Arnulfo.

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Al leer la exquisita versión inglesa de Dom Erik, me había asaltado un temor. Su prosodia se había adaptado de una manera genuina al ritmo de su ensayo. Su prosa glosaba el poema y el poema versificaba su comentario. Le infundía un lirismo que devolvía depurada su contemplación. Dom Erik aprendía de Dom Arnulfo, cuya lección – su lectio – volvía a vibrar en la voz de aquel. ¿Pero qué podía yo? No soy monje, no soy lego, ni mucho menos poeta; en realidad no soy ni siquiera nada, a lo sumo nonada. ¿Acaso no traicionaría “mi” verso, simultáneamente, la mirada de fray Arnulfo y la meditación de fray Erik? ¿No se convertiría también en un engrudo superpuesto a la traducción de Ezcurra? Doble traición: traidor del traductor. Volví a mirar adentro. El paisaje flamenco se había fundido en una interminable llanura castellana. La figura de hábito blanco extendía a mi lado su mano sobre él, con una señal de asentimiento.

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En la versión de Dom Erik resuena la seriedad barroca del ciclo de cantatas de Dietrich Buxtehude. A través de ellas en su imagen del Crucificado se atisba el hechizo bizantino del último tramo del siglo XIV. ¿Cómo mantenerse obediente en la libertad a tan singular enfoque? Fiado en aquel gesto de mi acompañante, buceé en mi memoria. De ella fue emergiendo el ritmo de los Cancioneros castellanos del siglo XV que había fatigado en mis estudios universitarios hace más de treinta años. Como entonces, Alejo de Vahía volvía a tallar los rasgos de mi Cristo, arrancado de su Cruz y también escatológico.

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Detalles de la vida de Arnulfo de Lovaina caben apenas en un par de líneas. Abad de Villers-le-Ville durante una década, renunció aproximadamente un año antes de morir. En ese breve lapso escribió su Rythmica oratio ad unum quodlibet membrorum Christi patientis et a cruce pendentis. En el manuscrito más antiguo conservado (1320) se le atribuye la composición del poema. No obstante, desde finales de ese siglo se propuso la autoría de san Bernardo de Claraval, triunfante hasta mediados del siglo XIX. Aunque pueda resultar paradójico, a Dom Arnulfo le habría parecido un elogio. Su vena poética consistió en la tarea orante de un retórico dispuesto a llegar al extremo de su vocación monacal. 

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En mi traducción he querido practicar también hasta el fondo mi oficio retórico de lector. Como Don Arnulfo, al ir retejiendo sus versos percutían intuiciones que habrían sedimentado nuestro concepto de la poesía. Repito: no el de poetas, sino el de orantes de la poesía. Entrechocaban en mi memoria la agilidad de los versos de Juan del Encina y la sobriedad de los de Jorge Montemayor, y la serenidad de ambos con la inquietud desengañada de la poesía religiosa de Lope de Vega y la pléyade de poetas menores del siglo XVII. Bajo la lección métrica de José Jiménez Lozano, la férrea armonía del poema de Arnulfo me ha obligado a componer unas quintillas asonantes que hibriden los heptasílabos y los eneasílabos según unos esquemas conceptuales y rítmicos lo más uniformes posibles. Una traducción menor de un poema acaso menor sólo puede anhelar cumplir su más alta misión: alcanzar la emoción de una inteligencia espiritual que entrega a su lector la contemplación del Hombre Dios olvidado en la Cruz.

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George Steiner ha glosado en diversas ocasiones una tesis de Walter Benjamin. La traducción de un poema debería esforzarse por crearlo de nuevo a la luz del lenguaje más prístino del que serían sendos reflejos. A buen seguro la mía del poema de Dom Arnulfo podría llegar a resultar extraña al oído. Quizás sea esa extrañeza el signo de su verdad más escondida. En ella la voz de un abad ignorado del siglo XIII silbará en la de un crítico literario del siglo XXI. Puestos en paralelo el original y su versión, tal vez se advierta que responden a un canto llano alterno. Bajo el tiempo y el espacio, querrían alzar juntas una súplica de alabanza que trace, con el incienso de unos mismos versos, el contorno de las heridas de Nuestro Señor. Con ellos, tan monástico, ojalá el ensayo de Erik Varden ayude a sanar las de sus lectores españoles.

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sábado, 27 de septiembre de 2025

Sombras nada más

  

Memoria de S. Vicente de Paúl, cfr.

 


Reflexionaba un par de meses atrás sobre la necesidad de una educación sentimental como la base más segura para afrontar las singladuras de un matrimonio cristiano. En alguna ocasión he reído con Aurora Pimentel parodiando a esos columnistas españoles que rememoran sus ligues como si fueran adolescentes desengañados de hace treinta o cuarenta años. La fase de llorar ante mamá porque Enriqueta no me quiere y sale con otro debería haberse curado cuando ella te ponía un tazón de caldo mientras añadía que te sorbieses los mocos, porque ya llegará alguna que te quiera. O cuando le decía a Enriqueta la suya que Filomeno no te merece y que venga, sécate esas lágrimas y ayúdame a hacer las lentejas. Cuando los años pasan, las situaciones pueden llegar a ser trágicas, sobre todo si no se ha aprendido de las escenas más cómicas – y dramáticas – de la pubertad.

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No creo que la experiencia de ninguna generación, ni siquiera la propia, pueda enseñar nada si quienes la reciben no descubren, por debajo de toda la ganga circunstancial de cada época, las tendencias fundamentales de nuestros deseos que nos hacen estrictamente contemporáneos, por encima de cualquier prejuicio presentista, los unos de los otros.

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De los años 70 recuerdo dos canciones que forman parte de mi tejido emocional. Aunque deseara deshacerme de su melodía, late en mi pulso, sobre todo cuando se dispara. Por ello, las oigo de tanto en tanto, para tener bien presente de dónde vengo sin que puedan atraparme de nuevo. Una es The way we were (1973) de Barbra Streissand. Hace unos años vi la película, que apenas recordaba. Me sorprendió lo que me dolía la serena mirada desolada de Robert Redford en el reencuentro final. “Memories, may be beautiful and yet. / What`s too painful to remember, We simply choose to forget”.

La otra canción, que me enerva y me hechiza, es también otoñal. September morn (1979) de Neil Diamond trata de un par de cuarentones que se reencuentran media vida después. Entre sonrisas me confirma que no es posible recuperar la juventud y, entre lágrimas, que no es conveniente llorarla. Cuando me reencontré por azar con un viejo amor de juventud al que jamás me declaré, sólo pude contarle cómo media vida atrás bañaba un sol tardío decembrino su pelo azabache y qué enamorado me sentí entonces, como si la desdicha no pudiese alcanzar ese instante de plenitud. Me despedí de ella temiendo haber incurrido en “Two lovers playing scenes / From some romantic play / September morning / Still can make me feel that way”.

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De los años 40 también llevo grabadas dos escenas en mi paisaje sentimental. Una de Casablanca (1942) y otra de El bazar de las sorpresas (1940). En la primera Humphrey Bogart-Rick, con su gabardina y su sombrero empapados, está petrificado en el andén de la Gare du Nord esperando, mientras Dooley Wilson-Sam le arrastra del brazo, como la madre del primer párrafo, “Vámonos, Sr. Richard”. Esa carta de despedida estrujada que Rick arroja era su corazón que regresa de la mano de la Bergman a su bar en medio de la nada.

Sin embargo, con los años debe darse paso a una sabiduría cómica. La escena final de la película de Lubitsch es un ejemplo máximo de seducción delicada y frenética. James Stewart-Kralik acaba estrechando entre sus brazos a Margaret Sullavan-Clara Novak y le pide que vaya al apartado de correos, abra el buzón, lo tome entre sus manos, lo abra y lea su corazón. No cejé de buscar la sorpresa derretida en la mirada de ella hasta que lo encontré en mi donna tolosana.

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Escribo esta entrada mientras escucho en casa de mis padres tangos de Libertad Lamarque. Cada vez que vengo a Madrid me asaltan tantos recuerdos en cada esquina donde ya nada queda igual que prefiero perderme anónimo entre ellos. Suena ahora Sombras y nada más. Me he estremecido con su inicio: “Quisiera abrir lentamente mis venas / mi sangre toda verterla a tus pies / para poder demostrar que más no puedo amar / y entonces morir después”. Aquel era uno de esos sueños recurrentes de mis quince, dieciséis años, porque entonces es la vida lo que un adolescente ama a borbotones, sin entender nada. Me sumergía lentamente en un océano nítido, en este mismo lugar donde ahora me siento, notando cómo me desangraba mientras contemplaba el rostro de mi Enriqueta. Puede que creyese estar “viviendo el paisaje / más horrendo de este drama sin final”, pero lo cierto es que me estaba formando una sensibilidad hermética que mi atracción por el surrealismo y el psicoanálisis no ha logrado agotar. Me ha ayudado a entender mis miedos y a no temer, aunque puedan abrumarme, los miedos de quienes quiero. “Sombras nada más acariciando mis manos / Sombras nada más en el temblor de mi voz”.

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martes, 16 de septiembre de 2025

Himno a Poblet


Memoria de S. Cipriano, ob.y mr.


Monasterio de Santa María de Poblet

Cada vez que acudo a pasar unos días entre los muros del Monasterio de Poblet, sigo las rúbricas íntimas de una liturgia muy particular. Empiezo tomando el tren de cercanías. Dos horas y cuarto de viaje para recorrer poco más de ciento y pico kilómetros. Hasta Tarragona va recorriendo la costa y, a partir de la sede metropolitana, se interna hacia Lérida. El pasaje suele deparar sorpresas. En esta ocasión, un trío lumpen etílico venía feliz de un día de playa que uno de ellos no cesaba de recordar que se habían corrido por su cuenta. La pareja trunca se había quedado en otro vagón enfadada por un motivo nimio que la mujer repetía entre improperios y risas contra sus compañeros. Entreveraban momentos de alegre camaradería con otros en que parecían a punto de enzarzarse en una disputa acalorada por antiguos agravios. Algunas personas, discretamente, se cambiaban a un asiento alejado. Se sentaron en el otro lado de mi fila hasta Montblanc. Bajo el entelado de tristeza que desprendían su cháchara y sus gestos, percibí un resplandor de genuina alegría que sólo el mar es capaz de concedernos. Los vi dispersarse, como si fuesen una banda de estorninos solitarios.

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Al bajarme en la Espluga de Francolí, tras bordear el pueblo, atravieso el camino de olivos que conduce hasta la muralla externa del Monasterio. Antes de acceder al recinto debe rodeársela. Me dirijo entonces a la iglesia; me detengo un momento ante el grupo escultórico del entierro de Jesús en el atrio, y entro para sentarme a solas y a lo lejos en la penumbra, frente a la imagen de Santa María de Poblet en el centro de su marmóreo retablo.

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Hacía más de un año que no había regresado. Al pasear a lo largo de la muralla deteniéndome a contemplar el atardecer inacabable de un horizonte escoltado entre valles, caí en la cuenta de que, siendo tan poco inclinado a que me embarguen emociones, resisto las inclemencias de la existencia con Poblet en el corazón. La habitación era la misma en que mi heterónimo Cavalcanti escribió una entrada sobre el Carmelo cisterciense de José Jiménez Lozano. Con la mirada de nuevo llena del cimborrio recortado entre cipreses, me asomé conmocionado al lavatorio del claustro, en su memoria.

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De cada estancia en Poblet quedan grabadas en mi memoria hondas sensaciones físicas. Siempre el cielo estrellado, las noches de despejada oscuridad. A tientas entre el roce encadenado de la gravilla, acompañada del golpe clueco de alguna gota de agua perdida de un surtidor, con un par de pasos de danza, algún gato se esconde aún más profundo tras el recoveco de una escalera, sin tan siquiera maullar. Al despertar para Maitines, iluminaba aquella misma senda la tenue sombra disipada de una luna menguante. Sentí la punzada de las palabras de san Bernardo. “Aspirará el día; respirará la noche”.

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En Poblet encuentro el descanso de todas las horas del Oficio. Con un puñado de huéspedes, a los que se sumaban visitantes más o menos ocasionales, a veces incluso solo de madrugada o en Nona, en los bancos de la iglesia, a distancia del coro, intento abandonar cualquier pretensión subjetiva. Nuestra época da tanta importancia a la experiencia personal, al sentimiento, a lo más conmovedor y a la vez lo más abrumador del ego, que quisiera oponerle un interior dúctil a la objetividad de la liturgia. Mi anhelo: dejar de ser centro; asomarse al vértigo de la inmensidad de Dios que apenas logramos rozar con la salmodia, pero que, a través de ella, adivinamos como un fondo abismal de amor. Nada de concierto ni de espectáculo; ni de entusiasmos, ni de éxtasis. Ensayamos un esfuerzo sobrehumano para salir de nuestra pequeñez, en una comunidad que armoniza, al unísono, un balbuceo. Salgo siempre derrotado. A punto de entristecerme, me consuela advertir su lección de humildad. De haber vencido un instante, todo habría sido en vano.

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Paseo por el huerto y la viña. Me llego hasta donde pace un pequeño redil de cabras. Arranco las malas hierbas que crecen en los intersticios de las piedras de un helipuerto. Desde allí contemplo el perfil del monasterio, como en primera fila. Suelo meditar el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección. Esta vez me he ido deteniendo en cada capítulo correspondiente del Evangelio de Lucas. La lectura demorada me ha arrastrado a tomar notas en la libreta de ruta de mi Oficio de Lectura. Como los atardeceres, el final de la madurez estival filtra entre sentimientos melancólicos los resplandores de una filosofía de la comedia. Platón es tan admirable que su Sócrates merece, sobre todo, no el ser refutado sino ser discutido a la altura de lo posible. Un conservador no debería avergonzarse de hacer la apología de Aristófanes. Aun con lágrimas en los ojos, tampoco debe temer su obligación de confrontar la distancia escatológica que media entre Sócrates y Jesús. Una poética monástica como la mía ha de poder mostrar su desacuerdo respecto de la reducción de la paternidad, el magisterio y la hospitalidad al universo moral y político socrático.

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Al acabar mis días monacales, emprendo el mismo camino. Vuelvo a montar en el tren, lleno de pasajeros que regresan de su fin de semana. La convivencia no es fácil. Cierro los ojos y comprendo que, aunque mi vocación no sea «monástica», mi temperamento encuentra en ella un bálsamo que me acoge con hospitalidad y me despide en paz. De regreso a las batallas cotidianas, cuyas heridas también había llevado hasta allí, me repito con un imperceptible estremecimiento: “Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar” (Mc 1,35).

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viernes, 22 de agosto de 2025

Josef Pieper y Tomás de Aquino, poetas


Memoria de Santa María Reina


El Triunfo de Santo Tomás de Aquino,
Andrea da Firenze (1366-67)

Mientras sigo dándole vueltas a mi Oficio de lectura, he empezado a leer un opúsculo delicioso de Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, por sugerencia de mi amigo Carles Llinàs. En realidad, se trata de una colección de cuatro ensayos que la editorial Rialp acabó recopilando en un solo volumen y que ha sido reeditado en los últimos sesenta años hasta nueve veces. He quedado atrapado en la cita que encabeza la segunda parte titulada «¿Qué significa filosofar?» y que viene puesta bajo la autoridad de Santo Tomás: “El motivo por el que el filósofo se asemeja con el poeta es que los dos tienen que habérselas con lo maravilloso”.

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No debería extrañar la perplejidad que esas palabras suscitan entre los comentarios españoles de Pieper. Se insiste que el alemán las atribuye al Aquinate, sin que sea posible rastrearlas en su obra. Se solventa remitiendo en abstracto a la Suma de Teología o a las diversas exposiciones tomistas de los libros de Aristóteles, en especial a la Metafísica.

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Comprendo el malestar neotomista. Por un lado, Pieper equipara y no jerarquiza la actitud del poeta y del filósofo. Por otro, contra la tentación iconoclasta que ronda a menudo al neotomismo (“la imagen mancha el concepto”), sitúa el quehacer filosófico en el umbral no solo del «asombro» o de la «admiración» sino de lo «maravilloso».

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Como esta nota no es filológica sino monástica, no he logrado encontrar la cita en alemán. Si algún lector es capaz de proporcionarla, confirmará o desmentirá la interpretación que me lanzo a proponer. Porque lo maravilloso presupone el asombro, pero no necesariamente al revés. Lo maravilloso contiene un punto de misterio, que no necesariamente de oscuridad, que requiere del filósofo dotes poéticas. ¿Quién sabe si no resuena en la cita lejanos ecos de las reflexiones de los poetas románticos, como Novalis?

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¿Es compatible esta hibridación moderna con el pensamiento del Aquinate? ¿O es una atribución forzada, en un sentido que podríamos calificar de germánico? Que “el filósofo se asemeja al poeta” quiere decir que ni se opone a esta figura ni simplemente la supera. De algún modo, debe participar de sus poderes, aun sin identificarse con él. No se subordina, pero tampoco se separa del todo. Hasta cierto punto la actitud filosófica misma acabará cruzándose en el camino del poeta que no tendrá más remedio que contar desde entonces también con las dotes filosóficas para enfrentarse a lo maravilloso.

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Hace ya bastantes años escribí un artículo sobre la presencia de Aristóteles y Santo Tomás en la obra de George Steiner que publicó Gregorianum. Al leer la cita de Pieper recordé una sorprendente – y maravillosa – cita del Aquinate comentando el Libro I de la Metafísica. Esta entrada no es sino una glosa de aquella glosa.

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(διό καί ό φιλόμυθος φιλόσοφός πώς έστιν' ό γάρ μύθος σύγκειται έκ θαυμασίων)- (Aristóteles, Metafísica, 982b, 18-19). (“Por eso también el que ama los mitos es en cierto modo filósofo, pues el mito se compone de elementos maravillosos”). 
Quare et philomythes philosophus aliqualiter est. Fabula namque ex miris constituitur”. (Traducción de Guillermo de Moerbeke, siglo XIII). (“Por ello también el amigo de los mitos es de alguna manera filósofo, pues la fábula se compone de cosas maravillosas”).

Et ex quo admiratio fuit causa inducens ad philosophiam, patet quod philosophus est aliquiter philomythes, idest amator fabulae, quod proprio est poetarum" (Santo Tomás de Aquino, In XII Libros Metaphysicorum Comentarium, I, i, 55). (“También por el hecho de que la admiración fue la causa que condujo a la filosofía, es evidente que el filósofo es de alguna manera amigo de los mitos, esto es amante de la fábula, que es lo propio de los poetas”).

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En mi Oficio de lectura, frente a Dionisio me pondré bajo el patrocinio de Hermes.

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miércoles, 20 de agosto de 2025

Trilogías


Memoria de San Bernardo, abad

 

Grande Chartreuse

Desde hace unos meses algunos amigos me han estado preguntando en qué libro andaría ahora embarcado. Acostumbraba a responderles que, tras un lustro muy intenso, prefería descansar, sin planes, limitándome a cumplir con mis obligaciones académicas. Evidentemente me han rondado ocurrencias, pero las intentaba mantener a raya. Mis interlocutores desistían entonces de su interés, como si desconfiase de ellos con evasivas.

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Tras publicar Poética del monasterio, al que considero mi libro más personal y acabado, sentí que había cerrado una larga etapa. Antiposmodernos españoles constituía, en el mejor sentido, un volumen de circunstancias; Qohélet / Lector, un epítome de mis inquietudes teóricas y espirituales. Ambos por separado representan sendas vías de mi trayectoria intelectual. Uno invitaba a emprender el proyecto de una historia de la poesía anti(pos)moderna en la literatura española del siglo XX. El otro parecía limitarse a seguir girando sobre el universo moral y cultural de una poética monástica. Aun exhausto, tal vez era hora de retomar la estricta tarea filológica.

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Entretanto, en una peregrinación organizada para recorrer los principales lugares del itinerario vital de S. Juan B. de La Salle, costó un gran esfuerzo que el autobús, entre rutas cortadas, pudiese alcanzar la Gran Cartuja. Allí había pasado unos días La Salle durante el vértice de una crisis existencial que le había empujado a abandonar el gobierno de sus obras educativas. El Prior le desaconsejó la idea de retirarse como monje. Poco tiempo después, en Parmenia, La Salle recibió una carta de sus Hermanos reclamándole que regresase a París. Mientras subía en silencio por el camino que lleva de la Corrérie al recinto amurallado, me vino a los labios una invocación característica en las escuelas lasallistas: “Acordémonos de que estamos en la santa presencia de Dios. Adorémosle”. Recordé también una sentencia de La Salle: “El aula es nuestro altar”.

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De vuelta, al cabo de unos pocos días, abrí la libreta con el formato de la colección «Blanche» de la NRF adquirida hacía un par de años. Apenas había anotado en ella unas pocas entradas con el fin de tantear proyectos de libros extinguidos antes incluso de que lograsen germinar. Route barré? No, al ir trazando las primeras líneas con la misma letra imprecisa y nerviosa de siempre, teñida ahora con un punto melancólico, de súbito me surgió un título: Oficio de lectura. Mis incipientes Feuilles de route me indicaban la otra dirección.

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Creo haberlo dicho. Excepto en una ocasión, jamás he escrito un libro por encargo. Ni tan siquiera he procurado, hasta acabarlo, merodear editoriales. Un libro se escribe por él mismo, no para satisfacer a un editor o a sus lectores. De merecer la publicación, todos ellos, incluidos el autor, están contenidos ya en su redacción. El oficio de lectura, que forma parte también de la Liturgia de las Horas, no se celebra para que asista nadie, sino que, como lectores, asistimos para que pueda celebrarse. ¿Su espacio? El del monasterio. ¿Su tiempo? Una poética entre la noche y el día. “Aspirará el día y respirará la noche”, nos consoló San Bernardo.

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Medito mi itinerario editorial durante un cuarto de siglo. Advierto, por un lado, una tendencia a acogerme a la figura de las antítesis. Por otro, me inclino a organizar en trilogías las materias que me interesan.

El Renacimiento espiritual no era simplemente un manual sobre los tratados de oración, sino una reivindicación pretridentina de lo que no fue Trento. La escritura encendida, con su distinción entre mesiánicos y apocalípticos, y Modernidad y pedagogía en Pedro Poveda, contraponiendo el regeneracionismo de su protagonista en Guadix a su contra-institucionismo en Covandonga, trazaban algunos de los rasgos que anticipaban el Concilio Vaticano II vistos desde su disolución posconciliar. Es decir, aun con una estructura desequilibrada, los tres libros intentaban cubrir el periodo moderno de la historia de la Iglesia. 

XXI Güelfos comenzaba así: “Este libro es reaccionario, a su pesar”. Su reaccionarismo abría la Trilogía güelfa, la cual,  incluyendo además Teología güelfa y Memorias de un güelfo desterrado – mi volumencico más querido –, versaba sobre el desplome de una alta cultura que no debería confundirse sin más con la del programa liberal. Tras ella, El peregrino absoluto, con su sátira de lugares comunes de la actualidad con intención literaria, y Poética del monasterio, gestada en torno a este blog, cerraban una reflexión cultural explícita sobre tres dogmas que, por teológicos, seguía considerando políticos: la creación, la caída y la redención. O lo que es lo mismo: el Hogar, la Escuela y la Celda.

¿Y ahora qué?

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Si Oficio de lectura acabase cuajando, debería leerse como un díptico junto con Poética del monasterio y no simplemente como la continuación de esta. Aunque me sea imposible tan siquiera adivinar si pudiera idear una tercera parte, se me empieza a aclarar el modo de encadenarse cada uno de sus pasos. No obedecen a una mecánica sino a un ritmo. No sé todavía describirlo, pero lo percibo. Así como Trilogía güelfa no se prolongó en los dos siguientes libros, sino que se engarzó con ellos para completar una peregrinación que excedía sus jornadas, igualmente Poética del monasterio, contra mis propias expectativas, no acogía con hospitalidad el fin de sus aventuras. Sin darme cuenta, por su propia naturaleza, dejaba a la ventura – en sentido estricto, a la providencia – su uso. Un monasterio no se construye como un museo, para que sea visitado; se edifica como una morada que testimonia la vida que organiza.

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A menudo he mencionado que mi estética podría definirse con un compuesto también antitético: stilnovista claravalense. Entre los siglos XIII y XII, entre la ciudad y el desierto, entre la universidad y el monasterio, entre la poesía y la teología, entre la Revolución y la Tradición, entre la Gramática y la Escatología, el ciclo güelfo habría acentuado la calidad stilnovista de mi indagación. Sospecho que la inquietud espiritual habrá acabado motivando un ciclo monástico que, dilatando las intuiciones previas, se dedicará a atender su polo claravalense. Si el aula debe ser mi altar, mi oficio de lectura habrá de explorar cómo la Escuela y el Claustro – la pedagogía y la soteriología pueden tejer el ejercicio poético de la paternidad.

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En una perspectiva quizás inalcanzable, podré así llegar a observar si en mi voluntad stilnovista brilla el entendimiento claravalense de sus formas. ¿Acaso la esperanza de Claraval no habrá de sostenerse en la memoria de su stilnuovo? Esa debería de ser mi fe.

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miércoles, 16 de julio de 2025

Educación sentimental

 

Solemnidad de la Virgen del Carmen

 

El matrimonio Arnolfini,
Jan Van Eyck (1414)


Hace unos días Beatriz Castellanos publicaba un tuit en X en que se mostraba un poco molesta por ciertos discursos de matrimonios católicos en libros, conferencias y/o charlas que presentaban al hombre como un macho en perpetuo celo y a la mujer como alguien que “sólo quisiera mimitos”. No pude por menos que responder que, dígase lo que quiera y por más que se hayan tuneado ideas de aquí y de allí, la educación sentimental del catolicismo patrio conserva una ranciedumbre impermeable que se multiplica, de un modo lindante con la parodia, por el emotivismo incluso de mi generación. Aunque sé que me meto en un jardín hermosísimo y lleno de ortigas, me atreveré a dar algunas razones personales de mi escepticismo sobre la formación “matrimonial”. Cuando se llega a una determinada edad, se han cribado las ilusiones para que solamente llegue a caldear el corazón la esperanza contra toda apariencia.  

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He mencionado a propósito el término educación sentimental. En nuestro país el matrimonio sigue siendo una cuestión de genitalidad burda, bien envuelta en lazos de color pastel. Los cursillos prematrimoniales son un ridículo requisito que acaba en tanganas de patio de colegio: que si el preservativo, que si las relaciones prematrimoniales, que si los métodos naturales, que si la indisolubilidad y la sacrosanta nulidad… Nos escandalizamos de la educación sexual de las escuelas, pero son el reverso justo de ese legalismo de normas y excepciones en que nos movemos como lagartijas a la búsqueda del recoveco más soleado. Desconocemos el libertinaje, porque el Estado, en lugar de la Iglesia, se ha erigido en el dispensador de todo lo que podemos hacer y/o pensar. En lugar de esos rancios folletos prostibularios que hacen equivaler la sexualidad a fantasías y combinatorias de todo tipo, inspiradas en ediciones de viejo del Kamasutra, más valdría leer a Sade o a Lautreamont. Siempre he dicho que todas las perversiones posibles asaltaron la imaginación de Adán y Eva la primera noche fuera del Paraíso.

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En primer lugar, convendría rebajar las expectativas sobre la sexualidad. Nuestra capacidad de fabular supera de modo espectacular las variables que la realidad ofrece. Los infinitos matices que parecen descubrir la entrada a un mundo multicolor no son sino la expresión de una fantasía desesperada. En estricto paralelismo con Los 120 días de Sodoma, recuerdo la decepción del protagonista de El jardín de los frailes de Manuel Azaña cuando, con sus compañeros, quisieron comprobar la verdad del dístico: “Si quieres saber más que el demonio, / consulta Sánchez, De matrimonio”. Se refería a un tomazo de un jesuita canonista del siglo XVII que explicaba con todo lujo de detalles casuísticos, aburridos hasta la desesperación, las exploraciones legítimas o no de los tres agujeros fundamentales del cuerpo humano.

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En segundo lugar, cabe tener el coraje de admitir que el matrimonio canónico, en términos estrictamente de justicia eclesiástica, está menos protegido que el matrimonio civil. Por eso, jugamos a que lo importante de un matrimonio es aprender a convivir poniendo ejemplos tan lamentables como la manera de cortar el queso, si bajamos o no la tapa del wáter o, en las versiones más concienciadas, si es paritaria la distribución de cargas domésticas. Resulta esperpéntico asistir a bodas en que se observa matrimonios jóvenes con un cochecito de bebé que el hombre perfectamente trajeado empuja, obedeciendo mecánicamente las instrucciones de la mujer: que coja al bebé, que se lo pase para darle el pecho, que lo pasee o que lo saque medio amordazado de la iglesia. Luego hay que aguantar que la nulidad es necesaria y debe ser rápida porque asegura rehacer la vida en consonancia con la Santa Madre Iglesia, eso sí después de haber dejada tirada a tu familia, con la excusa de la parte débil. ¡Corcho! Sepárate, amancébate o no y carga sobre tu conciencia el haber abandonado a tu familia, pero no obligues a tus hijos a pensar que son el fruto de una dramática, cuando no irresponsable, confusión. A la víctima, ¿quién la puede condenar? En un sentido natural, más allá de la estricta restricción de Jesús, el divorcio es más limpio que una nulidad empleada como su eufemismo. Ya está bien de haber tenido que aguantar durante años la canción Pablo Milanés “Yo sólo te pido una estrella azul”, en la que berreaba que “no necesito papeles para amar”, para que, al cabo de apenas veinte años, nuestras sociedades se indignen campanudas de que “si no tengo papeles no me dejan amar”.

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Consecuencia de todo ello, como pendulazo, hay la tendencia a convertir la indisolubilidad en una mística quevedesca, como si equivaliese al amor más allá de la muerte. El matrimonio es una institución natural, que emerge de la Creación misma, pero que, como toda ella, está sometida a la Caída. Por eso, en la ceremonia de la Iglesia ortodoxa se corona a los novios, no para reconocerles por anticipado la santidad de su estado, sino para recordarles que se entregan al “martirio”: al testimonio de un amor hasta el límite.

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He aquí el que quisiera que fuera el argumento central de mi polémica contra ese autoritarismo que, bajo la máscara del emotivismo, sigue condicionando, por no decir lastrando, nuestra educación sentimental. Sólo se alcanzará ésta si aprendemos a articular nuestro deseo. El deseo no debe confundirse con la libido, ni reducirse al acompasamiento de ritmos biológicos. El deseo es tanto una erótica como un anhelo de comunión. El deseo funda una intimidad que no se limita a las llamadas relaciones conyugales. El deseo se esfuerza por dotar de palabra a lo que es impronunciable. El deseo es pobreza y riqueza, sí, pero, más allá de la pulsión de engendrar en la belleza, es sobre todo una herida, una herida ante cuyos bordes cada uno de nosotros estamos a punto de perder el conocimiento. Ese deseo, ante cuyo umbral nadie tiene derecho a asomarse y que es un don ante el que hasta la persona amada pierde el equilibrio, se forma con el respeto y la distancia, sin juzgar y sin imponerse. Ese deseo sólo puede ser cuidado o, cuando menos, contenido. Ese deseo resiste cuando, en el matrimonio, el cónyuge exclama: “¡No puedo más!”. Es capaz de ver una chispa de amor capaz de incendiar la vida entera. Ese deseo no se pone a prueba, sino que manifiesta su fuerza cuando siente decirse: “¡No me he casado para esto!”. Ni para esto ni a pesar de esto. Más allá de esto. Ese deseo sobrepasa el perdón que a veces es imposible de dar para evitar que arrase con todo y con todos. Cuando ese deseo se seca o lo salan, no hay marcha atrás. Cualquier solución legal o moral, civil y canónica, quedan como herramientas inútiles e imprescindibles, completamente ajenas a un vacío que sólo el rencor o el olvido, el odio o la indiferencia se encargan de engañar. Articular el deseo pone a prueba la madurez de la persona y le hace empezar a asumir la más difícil tarea: aceptar, con la finitud, el sentido mismo de la muerte no como un fin sino como una transfiguración d nuestra existencia entera

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Articular el deseo no es sólo compartir una vida, sino, en términos cristianos, asociarse en el cenáculo del matrimonio al misterio de la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Jesucristo.

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martes, 8 de julio de 2025

La abuela de Pasolini

 

Memoria de los santos esposos Priscila y Áquila



Hojeando el otro día en una librería La insomne felicidad, una antología en español de la poesía de Pier Paolo Pasolini, no fui capaz de encontrar ningún poema de un ciclo suyo tan menor como estremecedor. Por su aparente sencillez formal, por su temática elegíaca, por su sobriedad juvenil, al margen de toda circunstancia histórica que no sea la meditación sobre el acontecimiento personal y familiar de la muerte, I pianti (1944) constituye uno de los mayores testimonios fúnebres que he leído. No dedicados al padre, ni a la madre, ni a los hermanos, ni a los hijos, sino a la abuela, sus lamentos cantan la agonía y la descomposición material y emocional de una familia en la mirada absorta y alucinada de un nieto que toma tanta distancia moral como proximidad afectiva.   

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Mientras murmuraba sus versos en la edición de Bestemmia, he sentido la necesidad de leescribirlos. Más que una traducción, procuraba encontrar el ritmo escondido de una mirada tan afectuosa como perpleja. Se suceden en sus brevísimos veintisiete poemas la voz del poeta, la de la abuela, la de las hijas que atienden los últimos momentos de la madre, difuminados sus sentimientos en las líneas más puras. Imprecaciones a Dios y a Cristo se resuelven como arrullos tiernos. La furia desfondada de la moribunda insulta, afónica, la inminencia del último paso. Los lamentos de los deudos son el grito que quisiera acallar la conciencia de la ruina con que la presencia de la muerte horada nuestras vidas. Los apelativos cariñosos, la repetición de palabras o el minimalismo versal subrayan la extinción que sobrevive a la muerte misma. Queda el canto vibrando un último instante, en medio del paisaje que se extiende a partir del enterramiento, como un recuerdo que debe también él difuminarse para no atormentar su palabra.

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Como si fueran tanto elegías como madrigales, la estructura de I pianti presenta un carácter circular: la contemplación de la agonía y entierro de la “nonnuccia” da pie a rememorarlos en el duermevela de la imaginación poética. El duelo debe deshacerse de la presencia que ha sido convocada. Cuanto más ausente, más aterradora se vuelve. La intensidad lírica de estos poemas alcanza su cima en el instante de la casi iluminación que habrá de constatar su ceguera eterna. Los lamentos de los vivos contienen la sincera hipocresía que anida también en el misterio de nuestra existencia: lloramos en los muertos la vida que nos arranca con ellos su muerte.

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XI

Tú te preparas

a zarpar al infinito cielo

y alrededor ya derramas

su mortal silencio.

 

XV

Beso apenas

tu rostro vivo

y tú

no sientes,

sino que te anegas en el silencio.

Señor,

no tengas piedad de nosotros.

Que esta moribunda

que gime

te cuente nuestra miseria.

 

XVII

Oh, dulce sueño,

engáñala aún tú

un poco.

Consume estas últimas horas

e, inadvertido,

hazla cruzar el umbral.

 

XVIII

He aquí, se acabó.

Las hijas sostienen tu pecho,

y tú exhalas sobre sus cabellos

la última vida.

Oh abuelita, ¿qué haces?

¿Quieres que te limpie

la frente sudada sobre la almohada

con un paño?

Las hijas gritan hasta enronquecer.

“Mueres como una palomita,

sin pedir nada”.

Pero tú

has cruzado el confín.

 

XXI

Me marcho

en silencio

de la casa donde oigo resonar

mi triste

pasado.

En silencio, en silencio

llevadme al cementerio.

Oh, Dios, ¿quién me festeja?

¿Quién canta por mí?

¿Por quién resplandecen los cirios?

Ah, venga, dejadme

sola.

También, ¡felices!, sabréis

envejecer y morir

por nada.

 

XXIV

Tras tres meses,

un poco

también he llorado.

Este es el abril en que, muerta,

te estaba esperando.

¡Ah, si…! Es verde, sereno.

Como ahora toco sus hierbas

(que entonces creía

tan lejanas)

así

este cuerpo mío inmortal

tocará

la increíble muerte.

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