Memoria de San Nilo del Sinaí, mj.
Con la traducción del libro La
explosión de la soledad se ha producido en nuestro país un fenómeno
curioso. Los argumentos de su autor Erik Varden, monje trapense y actualmente
obispo de Troindheim (Noruega), han atraído un inusitado interés entre lectores que en
principio no parecerían especialmente inclinados hacia la literatura
espiritual. La reciente entrevista
de Daniel Capó a Mons. Varden ha servido además para poner de relieve, a través
de su distinción entre deseo y anhelo, una de las ideas centrales con que el libro,
lejos de las respuestas clásicas de la teodicea, ha intentado enfrentarse a algunas
de las perplejidades que el mal sigue suscitando a la mentalidad contemporánea.
Conviene comenzar señalando que este es sobre todo el libro de un
monje que, sin renunciar a su sólida formación intelectual y espiritual, practica, con agilidad y soltura, el diálogo con quienes, según Henri
de Lubac, habrían conservado el sentido espiritual de las Escrituras en los
últimos dos siglos: los poetas. No es ni pretende ser un libro novedoso, sino
más bien nuevo, deseoso de ir a lo esencial de manera clara y directa.
Su estructura es sencilla y está fuertemente
trabada. Dividido en seis capítulos, a los que se suman una introducción y un
epílogo, todo él está marcado por el imperativo de recordar, como el título de cada
capítulo se encarga de subrayar. Sucediéndose como el desarrollo de la historia
de la salvación, desde la Creación (y la caída) hasta la Redención (y la
plenitud), cada capítulo está construido de forma similar. Tras introducir el
tema bíblico escogido y situarlo en un contexto actual relata el testimonio de
poetas, novelistas o personas de fe ante las angustias de nuestra época.
María Egipciaca, Stig Dagerman, el stárets
Serafín de Sárov, Maïti Girtanner o Andreï Makine, entre otros, son los
interlocutores con que Varden va intentando aclarar sus preguntas sobre la
realidad del mal y el misterio más hondo de la bondad y de la belleza, capaces
de hacer refulgir, contra toda aparente esperanza, la verdad de la condición
humana.
He ahí donde se articula el sentido conjunto del título (La explosión de la soledad) y del subtítulo (Sobre la memoria cristiana) del libro, el cual pierde inevitablemente
parte de su fuerza en la traducción. Entre la soledad y la memoria se produce
una intensa comunicación que adquiere unos matices muy particulares en el texto
original. En inglés se distinguen tanto los términos solitude (soledad física)
y loneliness (soledad afectiva) como memory (potencia
intelectual) y remembrance (el recuerdo trabajado en la memoria). Más
que enfrentarse a una explosión, Varden se adentra en el sacudimiento, en el estallido, en el
resquebrajamiento (shattering) que la obediencia a la memoria (remembrance) produce en
nuestro sentimiento de orfandad originaria (loneliness). Podría decirse que la herida que
nos libera del aislamiento nos invita a recuperar la comunión entre nosotros y con
Dios.
En un sentido agustiniano, presente, pasado y
futuro se proyectan entonces en una unidad que las trasciende y que hacen de la
memoria un sigo de identidad. En cuanto tal, cabe hablar de anamnesis. Más
allá de su sentido platónico y/o litúrgico, este concepto adquiere en el
pensamiento monástico una tonalidad distintiva respecto del método dialéctico propio
de la línea teológica emprendida por la Escolástica.
Como el propio Varden insinúa a través de su reflexión
sobre el concepto griego de aletheia, la anamnesis no es una
simple reminiscencia, ni tan siquiera una conexión con las ideas y los
sentimientos más originales que el hombre retomaría en el proceso de theosis.
Literalmente, sería una tarea que obliga a remontar la memoria sin descuidar el
riesgo de su propio olvido. Según Varden, el hombre, formado del humus,
aspira a ser más y mejor. El memento mori sería la prueba más elevada de
la dignidad humana. Su anhelo de infinitud brota de su misma naturaleza finita. Este
abajamiento le revela, como un don, la gloria de Dios manifestada en el Hombre
nuevo encarnado en Jesucristo.
No es casual, por tanto, que, sin mencionar a san
Anselmo y a santo Tomás, presentes de uno y otro modo en su antropología, Varden
se acoja a la sombra de Orígenes y de San Atanasio. De este último, en el
capítulo final, comenta con brillantez el opúsculo Sobre la encarnación del
Verbo como una réplica indirecta al anselmiano Cur homo Deus est. Aunque no lo mencione explícitamente, concede con naturalidad que la
muerte de Jesús no habría sido la satisfacción infinita de una deuda infinita -un
planteamiento jurídico que repugna a la mentalidad moderna-. Más bien su
encarnación habría representado la nueva Creación, la recuperación de la
semejanza de Dios por el Logos y el cumplimiento de la voluntad original
del Creador con respecto a ese hombre sobre el que se inclinó para modelarlo con la arcilla de
la tierra. Como expresa en el último capítulo: “Estar creados a imagen de Dios
-ser humanos- es portar en lo hondo del ser de cada uno un anhelo que desea
trascender los límites de la naturaleza humana para participar en la vida
divina”.
Este planteamiento, que es
sostenido con rigor y serenidad, lleva a Varden a la afirmación más osada de su
libro y que, con cierto temor, me atrevería a matizar intentando asumir los
propios presupuestos del autor: “Lo que Dios tenía en mente no era tanto la
redención, sino la recreación. El problema que reclamaba una solución no era el
pecado, sino la muerte”. Sin duda, como añade a continuación, “en Dios encarnado, nuestra humanidad misma
tenía vida divina”. Ahora bien, llevado al extremo este argumento, podría considerarse que se disuelve la correlación ontológica entre
causa y efecto (pecado-muerte) en favor del impacto existencial y fenomenológico
de nuestra finitud restaurada en su anhelo originario.
El valor salvífico de la
Pasión y Muerte de Jesús quedaría así desdibujado. Estoy de acuerdo en que ya no
corresponde entender éstas como la imputación de un castigo terrible y hasta
inhumano, sino, como Varden mismo apunta con un sentido genuinamente evangélico
en el capítulo dedicado al memorial eucarístico, la expresión del perdón
incondicional de Dios a la humanidad que, paradoja inconmensurable, es salvada justo
cuando vuelve a rechazarlo. El misterio de la Encarnación y de la Redención son, a fin de cuentas, inseparables.
Dice Varden en verdad que Dios se hizo huésped
de los hombres para mostrarles su auténtico rostro. Pero “Vino a su casa, y los
suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). En el recuerdo de las cicatrices del campesino
noruego que tanto le impresionaron en su adolescencia, siguen resonando los
mismos gritos, ahora a sabiendas, de hace veinte siglos: “¡Fuera, fuera; crucifícalo!
[…] No tenemos más rey que al César” (Jn 19,15).
Ahora bien, pese a los dolores crónicos de Maïti
Girtanner provocados por las torturas nazis o la prisión de Iulia de Beausobre
en un campo de trabajo soviético, como quiere resaltar Varden, el perdón y la compasión transfiguran nuestra
existencia con la victoria de Cristo: “Pero a cuanto lo recibieron, les dio
poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12). O como
dice nuestro autor: “Ser digno [de la Eucaristía] es asentir a la realización del
ejemplo de Cristo en mi vida -comprometerme con su novedad. El Señor no busca
la perfección instantánea. Pero requiere coherencia en el modo de vida”.
La Redención -la Reconciliación- culmina y completa, así, la Recreación. “Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él descansó de toda la obra que Dios había hecho cuando creó” (Gn 2,3). La explosión de la soledad nos acompaña, con alegría interior y con tacto genuino, en esa jornada.