Memoria de
S. Silvestre I, p.
Libro abierto, Juan Gris (1925) |
Suelo llegar tarde a las
novedades. De hecho, siempre acabo su lectura con el sentimiento de haberme
retrasado. Aunque quiera leerlas con urgencia, me asalta la mala conciencia
de no haberlas alcanzado con puntualidad. En cambio, los libros que llegan en
su momento están fuera del tiempo. No son necesariamente los clásicos. Poseen una
actualidad capaz de crear su tiempo de lectura, su estación interior.
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Pasé el invierno leyendo La
vida simple de Sylvain Tesson. Mario Crespo la había recomendado
en un artículo de la revista Centinela, donde apuntaba que este diario de
la estancia de su autor en un bosque siberiano había sido “una experiencia de
aislamiento, casi de ermitaño”. Me dirigí hasta esa cabaña sólo por esas siete
palabras capaces de activar algún sentimiento lejanísimo, impreciso. Fui
subrayando cada pasaje en que Tesson mencionaba de una u otra manera la palabra
ermitaño. Entre los libros que se había llevado a la orilla del lago
Baikal su lista contenía unos cuantos de Ernst Jünger, claro. Pero me resonaba
por todas partes el nombre de Gaston Bachelard. “Lo imprevisto del ermitaño son
sus pensamientos. Sólo ellos rompen el curso de las horas idénticas. Hay que
soñar para sorprenderse”, dice el aventurero Tesson. Anotada en un cuaderno encuentro
esta cita de Bachelard: “La cabaña del ermitaño es una gloria de la pobreza. De
despojo en despojo, nos da acceso al absoluto del refugio”.
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Hace unas semanas, de
modo improvisado, introduje en clase una larga reflexión sobre Poética del
espacio. De repente me sorprendí relatando un recuerdo sepultado. Tendría
cinco años. Los Reyes Magos me habían traído una tienda formada por tres
palitroques y una tela bastísima. Me encerré en mi cuarto y le pedí a mi madre
comer en ella, con una bandejita. Durante los meses que me refugié allí dentro
del adentro ensueño un primer sentimiento de libertad plena, expansiva y
abrumada. Me pregunto si leyendo a Tesson iba en busca de aquella imagen…
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Durante la primavera
busqué por los catálogos de las bibliotecas universitarias todas las ediciones
de Europa de Julio Martínez Mesanza. Fui encontrándolas aquí y allí. He
esbozado croquis de la distribución de todos sus poemas, en los márgenes de
hojas, en fichas de papel A5, en fichas de cartulina… Tengo a medio escribir
uno de esos artículos que sirven de traicionera excusa para justificar
una oscura e intrincada exploración que nada tiene que ver con las exigencias
de la Academia sino con intimaciones secretas y temidas. Una oscura iluminación,
que permanece todavía enigmática, me asaltó ante la cita del trovador Gui de
Cavaillon que Mesanza introdujo al final, no al principio, de Entre el
muro y el foso: “Nos fam la gaita entre·l mur e·l fossat”. En el punto
volado, entre el muro y el foso, siguen encaramados el miedo y la determinación
de otro tiempo que no es el del autor ni el del lector, sino que tal vez
hubiese sido prefigurado en el sueño de un trobar clus. Vuelvo a abrir
mi ejemplar y me detengo en este poema: “Se
manifiesta el alma en la extrañeza. // Se manifiesta el alma en la
extrañeza, / la forma de no ser ellos que tienen / las horas y lugares
conocidos. / La extrañeza y el alma son lo mismo, / el instante en que veo y ya
no veo / el quieto tiempo y el lugar que escapa”.
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Desde hace casi veinte
años intento leer el ciclo de Browning de Juan Eduardo Cirlot. He
leído poemas sueltos, pero no me he atrevido nunca a seguir ningún orden. No se
trata de que su lectura sea más o menos arisca. Duele en algún lugar extraño
del alma. Las torres de Mesanza, trocaicas o anapésticas, me han conducido por
qué extraños caminos hasta el primer libro, leído una y otra vez entre finales
del verano y el otoño: “Este sonido triste que solloza / es mi espada románica
que piensa. // Mi corazón oscuro la acompaña”.
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En estos días de la
Octava de Navidad he dedicado las mañanas acatarradas a internarme en la Septología
de Jon Fosse. Es cierto que es un escritor católico, con un estilo
hipnótico que traza una reflexión honda sobre el sentido de la existencia humana a través de la representación de la conciencia de su protagonista. No
bastan para seguir sin desfallecer sus sucesivos volúmenes. A lo largo de cerca de ochocientas páginas el lector se va introduciendo en la mente de un
personaje que recorre, insomne y delirante, durante una semana, que bien podría calificarse de litúrgica, el nevado perfil de un fiordo noruego en el que se encarna, en efecto, su conciencia. Que si
Beckett, que si Ibsen, que si el Maestro Eckhart, el protagonista pinta cuadros
para borrar de su memoria las imágenes que se le agarran como el óleo al lienzo,
ahondando en su oscuridad hasta que extrae de la oscuridad misma su luz. Los personajes
se van fundiendo y escindiendo, los tiempos se confunden y se alejan, el autor
y el lector se superponen. Confieso que me ha sido arduo acostumbrarme de entrada a su
ritmo, como el de una barca que boga de noche bajo una luz que ilumina un instante antes de que la extinga su oscuridad. Me he recordado leyendo durante diez años el Ulysses
de Joyce que recomencé hasta tres veces, llegando hasta el capítulo cinco, de
nuevo hasta el capítulo quince y finalmente hasta “sí dije sí quiero SÍ”. Sin prever
nada, había visto hace unas semanas Fresas salvajes y Persona de
Ingmar Bergman. Es misteriosa la jornada que prepara el encuentro no con un
libro sino el del libro con uno, como si fuera preciso ir preparando el
hospedaje, sin sospechar la proximidad de su huésped.
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Llega Año Nuevo; ojalá logre estar más atento al silencio entre tantísimos
ruidos de fuera y de dentro.
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