viernes, 22 de agosto de 2025

Josef Pieper y Tomás de Aquino, poetas


Memoria de Santa María Reina


El Triunfo de Santo Tomás de Aquino,
Andrea da Firenze (1366-67)

Mientras sigo dándole vueltas a mi Oficio de lectura, he empezado a leer un opúsculo delicioso de Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, por sugerencia de mi amigo Carles Llinàs. En realidad, se trata de una colección de cuatro ensayos que la editorial Rialp acabó recopilando en un solo volumen y que ha sido reeditado en los últimos sesenta años hasta nueve veces. He quedado atrapado en la cita que encabeza la segunda parte titulada «¿Qué significa filosofar?» y que viene puesta bajo la autoridad de Santo Tomás: “El motivo por el que el filósofo se asemeja con el poeta es que los dos tienen que habérselas con lo maravilloso”.

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No debería extrañar la perplejidad que esas palabras suscitan entre los comentarios españoles de Pieper. Se insiste que el alemán las atribuye al Aquinate, sin que sea posible rastrearlas en su obra. Se solventa remitiendo en abstracto a la Suma de Teología o a las diversas exposiciones tomistas de los libros de Aristóteles, en especial a la Metafísica.

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Comprendo el malestar neotomista. Por un lado, Pieper equipara y no jerarquiza la actitud del poeta y del filósofo. Por otro, contra la tentación iconoclasta que ronda a menudo al neotomismo (“la imagen mancha el concepto”), sitúa el quehacer filosófico en el umbral no solo del «asombro» o de la «admiración» sino de lo «maravilloso».

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Como esta nota no es filológica sino monástica, no he logrado encontrar la cita en alemán. Si algún lector es capaz de proporcionarla, confirmará o desmentirá la interpretación que me lanzo a proponer. Porque lo maravilloso presupone el asombro, pero no necesariamente al revés. Lo maravilloso contiene un punto de misterio, que no necesariamente de oscuridad, que requiere del filósofo dotes poéticas. ¿Quién sabe si no resuena en la cita lejanos ecos de las reflexiones de los poetas románticos, como Novalis?

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¿Es compatible esta hibridación moderna con el pensamiento del Aquinate? ¿O es una atribución forzada, en un sentido que podríamos calificar de germánico? Que “el filósofo se asemeja al poeta” quiere decir que ni se opone a esta figura ni simplemente la supera. De algún modo, debe participar de sus poderes, aun sin identificarse con él. No se subordina, pero tampoco se separa del todo. Hasta cierto punto la actitud filosófica misma acabará cruzándose en el camino del poeta que no tendrá más remedio que contar desde entonces también con las dotes filosóficas para enfrentarse a lo maravilloso.

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Hace ya bastantes años escribí un artículo sobre la presencia de Aristóteles y Santo Tomás en la obra de George Steiner que publicó Gregorianum. Al leer la cita de Pieper recordé una sorprendente – y maravillosa – cita del Aquinate comentando el Libro I de la Metafísica. Esta entrada no es sino una glosa de aquella glosa.

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(διό καί ό φιλόμυθος φιλόσοφός πώς έστιν' ό γάρ μύθος σύγκειται έκ θαυμασίων)- (Aristóteles, Metafísica, 982b, 18-19). (“Por eso también el que ama los mitos es en cierto modo filósofo, pues el mito se compone de elementos maravillosos”). 
Quare et philomythes philosophus aliqualiter est. Fabula namque ex miris constituitur”. (Traducción de Guillermo de Moerbeke, siglo XIII). (“Por ello también el amigo de los mitos es de alguna manera filósofo, pues la fábula se compone de cosas maravillosas”).

Et ex quo admiratio fuit causa inducens ad philosophiam, patet quod philosophus est aliquiter philomythes, idest amator fabulae, quod proprio est poetarum" (Santo Tomás de Aquino, In XII Libros Metaphysicorum Comentarium, I, i, 55). (“También por el hecho de que la admiración fue la causa que condujo a la filosofía, es evidente que el filósofo es de alguna manera amigo de los mitos, esto es amante de la fábula, que es lo propio de los poetas”).

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En mi Oficio de lectura, frente a Dionisio me pondré bajo el patrocinio de Hermes.

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miércoles, 20 de agosto de 2025

Trilogías


Memoria de San Bernardo, abad

 

Grande Chartreuse

Desde hace unos meses algunos amigos me han estado preguntando en qué libro andaría ahora embarcado. Acostumbraba a responderles que, tras un lustro muy intenso, prefería descansar, sin planes, limitándome a cumplir con mis obligaciones académicas. Evidentemente me han rondado ocurrencias, pero las intentaba mantener a raya. Mis interlocutores desistían entonces de su interés, como si desconfiase de ellos con evasivas.

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Tras publicar Poética del monasterio, al que considero mi libro más personal y acabado, sentí que había cerrado una larga etapa. Antiposmodernos españoles constituía, en el mejor sentido, un volumen de circunstancias; Qohélet / Lector, un epítome de mis inquietudes teóricas y espirituales. Ambos por separado representan sendas vías de mi trayectoria intelectual. Uno invitaba a emprender el proyecto de una historia de la poesía anti(pos)moderna en la literatura española del siglo XX. El otro parecía limitarse a seguir girando sobre el universo moral y cultural de una poética monástica. Aun exhausto, tal vez era hora de retomar la estricta tarea filológica.

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Entretanto, en una peregrinación organizada para recorrer los principales lugares del itinerario vital de S. Juan B. de La Salle, costó un gran esfuerzo que el autobús, entre rutas cortadas, pudiese alcanzar la Gran Cartuja. Allí había pasado unos días La Salle durante el vértice de una crisis existencial que le había empujado a abandonar el gobierno de sus obras educativas. El Prior le desaconsejó la idea de retirarse como monje. Poco tiempo después, en Parmenia, La Salle recibió una carta de sus Hermanos reclamándole que regresase a París. Mientras subía en silencio por el camino que lleva de la Corrérie al recinto amurallado, me vino a los labios una invocación característica en las escuelas lasallistas: “Acordémonos de que estamos en la santa presencia de Dios. Adorémosle”. Recordé también una sentencia de La Salle: “El aula es nuestro altar”.

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De vuelta, al cabo de unos pocos días, abrí la libreta con el formato de la colección «Blanche» de la NRF adquirida hacía un par de años. Apenas había anotado en ella unas pocas entradas con el fin de tantear proyectos de libros extinguidos antes incluso de que lograsen germinar. Route barré? No, al ir trazando las primeras líneas con la misma letra imprecisa y nerviosa de siempre, teñida ahora con un punto melancólico, de súbito me surgió un título: Oficio de lectura. Mis incipientes Feuilles de route me indicaban la otra dirección.

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Creo haberlo dicho. Excepto en una ocasión, jamás he escrito un libro por encargo. Ni tan siquiera he procurado, hasta acabarlo, merodear editoriales. Un libro se escribe por él mismo, no para satisfacer a un editor o a sus lectores. De merecer la publicación, todos ellos, incluidos el autor, están contenidos ya en su redacción. El oficio de lectura, que forma parte también de la Liturgia de las Horas, no se celebra para que asista nadie, sino que, como lectores, asistimos para que pueda celebrarse. ¿Su espacio? El del monasterio. ¿Su tiempo? Una poética entre la noche y el día. “Aspirará el día y respirará la noche”, nos consoló San Bernardo.

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Medito mi itinerario editorial durante un cuarto de siglo. Advierto, por un lado, una tendencia a acogerme a la figura de las antítesis. Por otro, me inclino a organizar en trilogías las materias que me interesan.

El Renacimiento espiritual no era simplemente un manual sobre los tratados de oración, sino una reivindicación pretridentina de lo que no fue Trento. La escritura encendida, con su distinción entre mesiánicos y apocalípticos, y Modernidad y pedagogía en Pedro Poveda, contraponiendo el regeneracionismo de su protagonista en Guadix a su contra-institucionismo en Covandonga, trazaban algunos de los rasgos que anticipaban el Concilio Vaticano II vistos desde su disolución posconciliar. Es decir, aun con una estructura desequilibrada, los tres libros intentaban cubrir el periodo moderno de la historia de la Iglesia. 

XXI Güelfos comenzaba así: “Este libro es reaccionario, a su pesar”. Su reaccionarismo abría la Trilogía güelfa, la cual,  incluyendo además Teología güelfa y Memorias de un güelfo desterrado – mi volumencico más querido –, versaba sobre el desplome de una alta cultura que no debería confundirse sin más con la del programa liberal. Tras ella, El peregrino absoluto, con su sátira de lugares comunes de la actualidad con intención literaria, y Poética del monasterio, gestada en torno a este blog, cerraban una reflexión cultural explícita sobre tres dogmas que, por teológicos, seguía considerando políticos: la creación, la caída y la redención. O lo que es lo mismo: el Hogar, la Escuela y la Celda.

¿Y ahora qué?

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Si Oficio de lectura acabase cuajando, debería leerse como un díptico junto con Poética del monasterio y no simplemente como la continuación de esta. Aunque me sea imposible tan siquiera adivinar si pudiera idear una tercera parte, se me empieza a aclarar el modo de encadenarse cada uno de sus pasos. No obedecen a una mecánica sino a un ritmo. No sé todavía describirlo, pero lo percibo. Así como Trilogía güelfa no se prolongó en los dos siguientes libros, sino que se engarzó con ellos para completar una peregrinación que excedía sus jornadas, igualmente Poética del monasterio, contra mis propias expectativas, no acogía con hospitalidad el fin de sus aventuras. Sin darme cuenta, por su propia naturaleza, dejaba a la ventura – en sentido estricto, a la providencia – su uso. Un monasterio no se construye como un museo, para que sea visitado; se edifica como una morada que testimonia la vida que organiza.

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A menudo he mencionado que mi estética podría definirse con un compuesto también antitético: stilnovista claravalense. Entre los siglos XIII y XII, entre la ciudad y el desierto, entre la universidad y el monasterio, entre la poesía y la teología, entre la Revolución y la Tradición, entre la Gramática y la Escatología, el ciclo güelfo habría acentuado la calidad stilnovista de mi indagación. Sospecho que la inquietud espiritual habrá acabado motivando un ciclo monástico que, dilatando las intuiciones previas, se dedicará a atender su polo claravalense. Si el aula debe ser mi altar, mi oficio de lectura habrá de explorar cómo la Escuela y el Claustro – la pedagogía y la soteriología pueden tejer el ejercicio poético de la paternidad.

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En una perspectiva quizás inalcanzable, podré así llegar a observar si en mi voluntad stilnovista brilla el entendimiento claravalense de sus formas. ¿Acaso la esperanza de Claraval no habrá de sostenerse en la memoria de su stilnuovo? Esa debería de ser mi fe.

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miércoles, 16 de julio de 2025

Educación sentimental

 

Solemnidad de la Virgen del Carmen

 

El matrimonio Arnolfini,
Jan Van Eyck (1414)


Hace unos días Beatriz Castellanos publicaba un tuit en X en que se mostraba un poco molesta por ciertos discursos de matrimonios católicos en libros, conferencias y/o charlas que presentaban al hombre como un macho en perpetuo celo y a la mujer como alguien que “sólo quisiera mimitos”. No pude por menos que responder que, dígase lo que quiera y por más que se hayan tuneado ideas de aquí y de allí, la educación sentimental del catolicismo patrio conserva una ranciedumbre impermeable que se multiplica, de un modo lindante con la parodia, por el emotivismo incluso de mi generación. Aunque sé que me meto en un jardín hermosísimo y lleno de ortigas, me atreveré a dar algunas razones personales de mi escepticismo sobre la formación “matrimonial”. Cuando se llega a una determinada edad, se han cribado las ilusiones para que solamente llegue a caldear el corazón la esperanza contra toda apariencia.  

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He mencionado a propósito el término educación sentimental. En nuestro país el matrimonio sigue siendo una cuestión de genitalidad burda, bien envuelta en lazos de color pastel. Los cursillos prematrimoniales son un ridículo requisito que acaba en tanganas de patio de colegio: que si el preservativo, que si las relaciones prematrimoniales, que si los métodos naturales, que si la indisolubilidad y la sacrosanta nulidad… Nos escandalizamos de la educación sexual de las escuelas, pero son el reverso justo de ese legalismo de normas y excepciones en que nos movemos como lagartijas a la búsqueda del recoveco más soleado. Desconocemos el libertinaje, porque el Estado, en lugar de la Iglesia, se ha erigido en el dispensador de todo lo que podemos hacer y/o pensar. En lugar de esos rancios folletos prostibularios que hacen equivaler la sexualidad a fantasías y combinatorias de todo tipo, inspiradas en ediciones de viejo del Kamasutra, más valdría leer a Sade o a Lautreamont. Siempre he dicho que todas las perversiones posibles asaltaron la imaginación de Adán y Eva la primera noche fuera del Paraíso.

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En primer lugar, convendría rebajar las expectativas sobre la sexualidad. Nuestra capacidad de fabular supera de modo espectacular las variables que la realidad ofrece. Los infinitos matices que parecen descubrir la entrada a un mundo multicolor no son sino la expresión de una fantasía desesperada. En estricto paralelismo con Los 120 días de Sodoma, recuerdo la decepción del protagonista de El jardín de los frailes de Manuel Azaña cuando, con sus compañeros, quisieron comprobar la verdad del dístico: “Si quieres saber más que el demonio, / consulta Sánchez, De matrimonio”. Se refería a un tomazo de un jesuita canonista del siglo XVII que explicaba con todo lujo de detalles casuísticos, aburridos hasta la desesperación, las exploraciones legítimas o no de los tres agujeros fundamentales del cuerpo humano.

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En segundo lugar, cabe tener el coraje de admitir que el matrimonio canónico, en términos estrictamente de justicia eclesiástica, está menos protegido que el matrimonio civil. Por eso, jugamos a que lo importante de un matrimonio es aprender a convivir poniendo ejemplos tan lamentables como la manera de cortar el queso, si bajamos o no la tapa del wáter o, en las versiones más concienciadas, si es paritaria la distribución de cargas domésticas. Resulta esperpéntico asistir a bodas en que se observa matrimonios jóvenes con un cochecito de bebé que el hombre perfectamente trajeado empuja, obedeciendo mecánicamente las instrucciones de la mujer: que coja al bebé, que se lo pase para darle el pecho, que lo pasee o que lo saque medio amordazado de la iglesia. Luego hay que aguantar que la nulidad es necesaria y debe ser rápida porque asegura rehacer la vida en consonancia con la Santa Madre Iglesia, eso sí después de haber dejada tirada a tu familia, con la excusa de la parte débil. ¡Corcho! Sepárate, amancébate o no y carga sobre tu conciencia el haber abandonado a tu familia, pero no obligues a tus hijos a pensar que son el fruto de una dramática, cuando no irresponsable, confusión. A la víctima, ¿quién la puede condenar? En un sentido natural, más allá de la estricta restricción de Jesús, el divorcio es más limpio que una nulidad empleada como su eufemismo. Ya está bien de haber tenido que aguantar durante años la canción Pablo Milanés “Yo sólo te pido una estrella azul”, en la que berreaba que “no necesito papeles para amar”, para que, al cabo de apenas veinte años, nuestras sociedades se indignen campanudas de que “si no tengo papeles no me dejan amar”.

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Consecuencia de todo ello, como pendulazo, hay la tendencia a convertir la indisolubilidad en una mística quevedesca, como si equivaliese al amor más allá de la muerte. El matrimonio es una institución natural, que emerge de la Creación misma, pero que, como toda ella, está sometida a la Caída. Por eso, en la ceremonia de la Iglesia ortodoxa se corona a los novios, no para reconocerles por anticipado la santidad de su estado, sino para recordarles que se entregan al “martirio”: al testimonio de un amor hasta el límite.

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He aquí el que quisiera que fuera el argumento central de mi polémica contra ese autoritarismo que, bajo la máscara del emotivismo, sigue condicionando, por no decir lastrando, nuestra educación sentimental. Sólo se alcanzará ésta si aprendemos a articular nuestro deseo. El deseo no debe confundirse con la libido, ni reducirse al acompasamiento de ritmos biológicos. El deseo es tanto una erótica como un anhelo de comunión. El deseo funda una intimidad que no se limita a las llamadas relaciones conyugales. El deseo se esfuerza por dotar de palabra a lo que es impronunciable. El deseo es pobreza y riqueza, sí, pero, más allá de la pulsión de engendrar en la belleza, es sobre todo una herida, una herida ante cuyos bordes cada uno de nosotros estamos a punto de perder el conocimiento. Ese deseo, ante cuyo umbral nadie tiene derecho a asomarse y que es un don ante el que hasta la persona amada pierde el equilibrio, se forma con el respeto y la distancia, sin juzgar y sin imponerse. Ese deseo sólo puede ser cuidado o, cuando menos, contenido. Ese deseo resiste cuando, en el matrimonio, el cónyuge exclama: “¡No puedo más!”. Es capaz de ver una chispa de amor capaz de incendiar la vida entera. Ese deseo no se pone a prueba, sino que manifiesta su fuerza cuando siente decirse: “¡No me he casado para esto!”. Ni para esto ni a pesar de esto. Más allá de esto. Ese deseo sobrepasa el perdón que a veces es imposible de dar para evitar que arrase con todo y con todos. Cuando ese deseo se seca o lo salan, no hay marcha atrás. Cualquier solución legal o moral, civil y canónica, quedan como herramientas inútiles e imprescindibles, completamente ajenas a un vacío que sólo el rencor o el olvido, el odio o la indiferencia se encargan de engañar. Articular el deseo pone a prueba la madurez de la persona y le hace empezar a asumir la más difícil tarea: aceptar, con la finitud, el sentido mismo de la muerte no como un fin sino como una transfiguración d nuestra existencia entera

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Articular el deseo no es sólo compartir una vida, sino, en términos cristianos, asociarse en el cenáculo del matrimonio al misterio de la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Jesucristo.

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martes, 8 de julio de 2025

La abuela de Pasolini

 

Memoria de los santos esposos Priscila y Áquila



Hojeando el otro día en una librería La insomne felicidad, una antología en español de la poesía de Pier Paolo Pasolini, no fui capaz de encontrar ningún poema de un ciclo suyo tan menor como estremecedor. Por su aparente sencillez formal, por su temática elegíaca, por su sobriedad juvenil, al margen de toda circunstancia histórica que no sea la meditación sobre el acontecimiento personal y familiar de la muerte, I pianti (1944) constituye uno de los mayores testimonios fúnebres que he leído. No dedicados al padre, ni a la madre, ni a los hermanos, ni a los hijos, sino a la abuela, sus lamentos cantan la agonía y la descomposición material y emocional de una familia en la mirada absorta y alucinada de un nieto que toma tanta distancia moral como proximidad afectiva.   

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Mientras murmuraba sus versos en la edición de Bestemmia, he sentido la necesidad de leescribirlos. Más que una traducción, procuraba encontrar el ritmo escondido de una mirada tan afectuosa como perpleja. Se suceden en sus brevísimos veintisiete poemas la voz del poeta, la de la abuela, la de las hijas que atienden los últimos momentos de la madre, difuminados sus sentimientos en las líneas más puras. Imprecaciones a Dios y a Cristo se resuelven como arrullos tiernos. La furia desfondada de la moribunda insulta, afónica, la inminencia del último paso. Los lamentos de los deudos son el grito que quisiera acallar la conciencia de la ruina con que la presencia de la muerte horada nuestras vidas. Los apelativos cariñosos, la repetición de palabras o el minimalismo versal subrayan la extinción que sobrevive a la muerte misma. Queda el canto vibrando un último instante, en medio del paisaje que se extiende a partir del enterramiento, como un recuerdo que debe también él difuminarse para no atormentar su palabra.

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Como si fueran tanto elegías como madrigales, la estructura de I pianti presenta un carácter circular: la contemplación de la agonía y entierro de la “nonnuccia” da pie a rememorarlos en el duermevela de la imaginación poética. El duelo debe deshacerse de la presencia que ha sido convocada. Cuanto más ausente, más aterradora se vuelve. La intensidad lírica de estos poemas alcanza su cima en el instante de la casi iluminación que habrá de constatar su ceguera eterna. Los lamentos de los vivos contienen la sincera hipocresía que anida también en el misterio de nuestra existencia: lloramos en los muertos la vida que nos arranca con ellos su muerte.

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XI

Tú te preparas

a zarpar al infinito cielo

y alrededor ya derramas

su mortal silencio.

 

XV

Beso apenas

tu rostro vivo

y tú

no sientes,

sino que te anegas en el silencio.

Señor,

no tengas piedad de nosotros.

Que esta moribunda

que gime

te cuente nuestra miseria.

 

XVII

Oh, dulce sueño,

engáñala aún tú

un poco.

Consume estas últimas horas

e, inadvertido,

hazla cruzar el umbral.

 

XVIII

He aquí, se acabó.

Las hijas sostienen tu pecho,

y tú exhalas sobre sus cabellos

la última vida.

Oh abuelita, ¿qué haces?

¿Quieres que te limpie

la frente sudada sobre la almohada

con un paño?

Las hijas gritan hasta enronquecer.

“Mueres como una palomita,

sin pedir nada”.

Pero tú

has cruzado el confín.

 

XXI

Me marcho

en silencio

de la casa donde oigo resonar

mi triste

pasado.

En silencio, en silencio

llevadme al cementerio.

Oh, Dios, ¿quién me festeja?

¿Quién canta por mí?

¿Por quién resplandecen los cirios?

Ah, venga, dejadme

sola.

También, ¡felices!, sabréis

envejecer y morir

por nada.

 

XXIV

Tras tres meses,

un poco

también he llorado.

Este es el abril en que, muerta,

te estaba esperando.

¡Ah, si…! Es verde, sereno.

Como ahora toco sus hierbas

(que entonces creía

tan lejanas)

así

este cuerpo mío inmortal

tocará

la increíble muerte.

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jueves, 5 de junio de 2025

Príncipes y principios

 

Memoria de S. Bonifacio, ob.



Suelo abrir con prevención los volúmenes de los más jóvenes poetas, sobre todo si se estrenan con uno de ellos. Temo perpetrar, con el juego de leer sus versos, el vicio solitario de la melancolía, el de saber con certeza desencantada el sabor de la ceniza, la sombra, el humo y la nada que admiran con lucidez, entusiasmo y vocación deslumbrados y de cometer la injusta torpeza de caer sobre un libro primerizo lo mismo que su autor. He leído muchos libros y, oh, no siempre la carne es triste.

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Estoy convencido de que Alberto Fadón (1997), que acaba de publicar Príncipes y principios, habrá comprendido que la reseña secreta de su poemario está de veras contenida en estas primeras líneas. Como él, fatigué bibliotecas y aspiré las rosas azabaches de los atardeceres primaverales en inverosímiles ciudades universitarias. Fadón, que es más bien de John Ford, mira el Cantábrico a la luz de los cuentos morales de Eric Rohmer; yo me habría inclinado por Howard Hawks, contemplando la luz mediterránea con la gran ilusión de Jean Renoir. A Fadón, que es un Garcilaso aboscanado, con una pasión correspondida que tal vez le hubiera envidiado en mi primera juventud, le dan la alternativa – o lo arman caballero – Gracián, Foxá y Dante. Como un Francisco de Aldana que no hubiera desesperado, aspiro a seguir practicando, sin desmayo, una brizna de la innecesaria paciencia de un cartujo.

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El libro de Fadón es una pieza de orfebrería bizantina. Clasicista hasta la médula, ha medido los versos, ha sufragado las estrofas y ha escandido los (sub)géneros. Ha jugueteado con los motivos – los topoi – de la poesía española, con una irreverencia obediente. No cita sin más. Los versos que ha leído forman el plasma de su voz. Son indistinguibles de ella. Articulan su timbre más personal. Empieza, provocativo, con un soneto “Yo, poeta reaccionario” donde desde el primer verso resuenan los ecos del poeta que teje la urdimbre de sus subtextos: Jaime Gil de Biedma. Se trata de un Gil de Biedma poeta moral, más que social, al que se rinde fiel homenaje a la contra. Su “Intento de formular mi experiencia con las vocaciones” supone una relectura desenfadada y admirada del poema (casi) homónimo del autor de Las personas del verbo. Pero desde “Infancia y confesiones” a “De vita beata”, pasando por supuesto por “Pandémica y celeste”, Fadón pone también a prueba un procedimiento que le es querido. Como un pastiche de la imitación compuesta seiscentista, allí donde parece estar rindiendo tributo a otros autores – ya sea Manuel Machado o Luis Cernuda -, Fadón deja caer un giro, un sintagma, aunque sea un hemistiquio, de otro poeta. Como una aparente pura mención, proporciona sentido de la gravedad a la ligereza lírica a la que se entrega.

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El libro de Fadón, como indica la paranomasia del título (“con una amarga confesión os dejo: / hubiera preferido ser vasallo / de príncipes mejor que de principios”) también experimenta la tensión entre seguir a los príncipes de sus poetas u obedecer los principios de una poética que fundamentan su autoridad. De hecho, sus poemas pueden leerse como un esfuerzo por metabolizar un peculiar canon de la poesía española. No son casuales los nombres que hemos citado de Gil de Biedma y (Manuel) Machado. En cierto modo, Fadón intenta incorporar su afluente al cauce de la tradición poética (post)modernista española – no son casuales la repetición del “yo nací” o “tú naciste" –. En un mismo poema podemos encontrar referencias indirectas al Góngora de las letrillas y al Bécquer de las rimas, como podemos rastrear citas del Quevedo moral o el fray Luis órfico junto a la dedicatoria del clasicista Juan Antonio González Iglesias o, semiborrada, de Julio Martínez Mesanza. No quiere ser tildado de “ruralista”, mientras se acoge a la sombra frondosa de Claudio Rodríguez (“Alto jornal filológico”). Desea desmarcarse del culturalismo, y liba en honor de Guillermo Carnero (“No volveré a ser culturalista”). Se deslizan entre sus versos resonancias de Luis Alberto de Cuenca o de Felipe Benítez Reyes, sin dejar de fundir los moldes temáticos y genéricos de la poesía áurea (“Instrucciones para un epitalamio”)… Como en la copla de su poema “El espectador”, Fadón nos confiesa: “Miro con avidez y sin codicia / como aquel jardinero que podaba / con sus ojos el mundo pretendiendo / perfilar un mundo en sus pestañas”.

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Con su primer libro, Alberto Fadón, desenvuelto y atrevido, con soltura y nervio, cumple los lances de una faena que confiemos larga y honda. Entretanto esperaré en mi celda cartuja con necesaria impaciencia.

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miércoles, 23 de abril de 2025

Contentamiento de haber leído

 

Fiesta de S. Jordi.

 

Cristo en casa de Marta y María,
Diego de Velázquez (1617-1619)

Aquí vive el contento, aquí

reina la paz…

(Fray Luis de León, Noche serena)

 

Emprendo, dudoso, la reseña de Contentamiento de haber nacido (2016-2019), el último volumen de diarios de Enrique García-Máiquez. El autor es amigo, me ha dedicado el volumen y hace poco reseñó mi Qohélet / Lector. No quisiera convertir las palabras que siguen en una variante de las empleadas en las sociedades de bombos mutuos. El mismo Máiquez ha intentado desanimarme a que las redactase, con razones sólidas, sabiendo que detesto además ese tipo de crítico que se unge como el intérprete oficial de una obra entera. Eppure...

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Intentaré no ser complaciente. En los últimos años Máiquez ha publicado quizás demasiado: poesía, aforismos y ensayo, además de sus incontables y diarias colaboraciones periodísticas en diversos medios y formatos. Con el éxito editorial de un género tan a contracorriente como el espiritual en Gracia de Cristo, que me parece una obra tan valiente como fallida, o gracias al impacto mediático de Ejecutoria, I Premio CEU de Ensayo Sapientia Cordis, que posee la frescura del manifiesto y las debilidades del subgénero, Máiquez debería estar muy satisfecho. Con ellos ha cumplido con creces una función política como ciudadano y como creyente. Ahora bien, una poética monástica como la que este blog cronoclasta desea practicar no puede cometer la frivolidad de dejar pasar oculto el verdadero misterio de la vocación de Máiquez.

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Este último volumen de diarios podría, pues, pasar desapercibido. Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Sería injusto. No hay nada oculto que no deba ser sacado a la luz (Mc. 4, 22). Contentamiento de haber nacido es quizás el libro más personal y maduro de los que ha publicado. Pudiera ser que esta opinión, en mi caso, esté condicionada por la admiración por su ejercicio de la modalidad diarística. A fin de cuentas, la razón de que haya fatigado su obra sin descanso de debe a que mi heterónimo Cavalcanti me redescubrió el oficio de lector al escribir la frase con que cerraba la reseña de El pábilo vacilante, su segundo volumen de diarios…

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En el prólogo Máiquez nos informa de que cierra con este volumen la primera serie de sus diarios, los cuales abarcan desde la muerte de la madre y el nacimiento de los hijos al fin de la infancia de estos. Con ella, remata también la cima de su madurez. En los volúmenes anteriores, englobados entonces bajo el rótulo de Rayos y truenos, Máiquez se entregaba a un lirismo que buscaba en la narratividad la manera de no perderse en los laberintos de sus rompimientos de gloria. Barroco y vanguardista – lo he repetido muchas veces –, entre Quevedo y Gómez de la Serna, se acogía al contrafuerte de Josep Pla (y Dionisio Ridruejo). Con el nuevo volumen inaugura un título para el conjunto que no supone un cambio de rumbo, sino de rasante. Machadiano, También la verdad se inventa ahonda en una narratividad lírica, donde la vida y la escritura, la ficción y la realidad, entretejen el hilo de una existencia que aspira a la plenitud, sea instante o eternidad. Como decía Ortega y Gasset, según la etimología, inventar quiere decir solamente ser el primero en llegar.

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Permítanme una vanidad de crítico. La lectura estereoscópica (amistad y filología) de sus diarios que Máiquez me atribuye en la dedicatoria tal vez haya contribuido a iluminarle la verdad honda – ¿inventada? – que yace en su constante búsqueda del rostro real. Sin renunciar al realismo metafísico que siempre ha profesado, confiesa ahora (entre líneas, con puntos suspensivos…) que su sentido se alcanza transfigurando la realidad (familiar o laboral, con sus viajes y sus clases, con sus cenas de amigos, en la intimidad del lar, siempre cotidiana).

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La introducción “Reposo vocal absoluto” da la clave de todo el volumen. Aquejado de una afección de la garganta el protagonista se ve obligado a guardar un silencio (casi) absoluto, en absoluto sepulcral. Contra lo que él mismo sospechaba, tal silencio le abre una soledad acompañada. Entre la pauta inicial de la Oceanografía del tedio de Eugenio d’Ors y la final del Viaje alrededor de mi habitación de Xavier De Maistre, emprende una peregrinación que traza los contornos de su intimidad. Por compararlo con su maestro dorsiano (Miguel), el garcia-máiquez que se apresuraba antes, hipocondriaco y lenguaraz, con la coquetería charmante del buen conversador, a deslumbrar a sus interlocutores y lectores con la aparente sencillez de su estilo, adopta ahora un aire sereno que remite, como ya se intuía en sus últimos libros de poesía, Mal que bien e Inclinación de mi estrella, hacia el barroco más grave y menos estridente: el de Cervantes y  Velázquez y, sobre todo, el que prepararon los dos luises, el de León y el de Granada. Machadiano, pero también azoriniano, con esa pureza de la prosa juanrramoniana que quiere evitar la tentación de sus agudos, García-Máiquez se desprende de garcía-máiquez para verlo en una perspectiva distanciada y comprensiva, con la plena conciencia de que, en ese espacio limpio velazqueño, que Ramón Gaya perseguía maravillado, se dibuja, gloriosa, la silueta de sus trabajos y sus días.

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“Ahora, en completo silencio, inmóvil, miro cómo mi alma – como un pájaro muy tímido – se vuelve a mis manos”.

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domingo, 30 de marzo de 2025

Miel en la cera

 

Memoria de S. Juan Clímaco, ab.

 

Monte Sinaí

A un antiguo jefe le gustaba mortificarme en público y privado con una definición. Repetía sin descanso, viniese o no a cuento, ante quien fuera, que yo era “un jesuitófilo amigo de San Juan Clímaco”. Creo recordar que le crispaba mi sonrisa divertida. Le debía de parecer la confirmación de una inconsciencia incapaz de darse cuenta de que, en realidad, esas inclinaciones antitéticas amenazaban todavía más mi incierto futuro académico. Mi vida por entonces era un desastre, pero, si había descubierto la perla escondida, ¿qué iba en una burla más del mundo?

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En mis tiempos londinenses el sentimiento de agotamiento con la meditación mental según el modelo ignaciano me había llevado a asomarme a la oración de silencio del P. Baltasar Álvarez sj, confesor de Santa Teresa. De la atención fija al descanso monástico el paso fue aún más liberador. Intenté hacerme eco en mi libro El Renacimiento espiritual donde le dediqué un capítulo que sorprendió a sus poquísimos lectores más atentos. Como ocurre en otros escritos míos, cuanto más oscuros, más secreta se hunde al fondo una verdad íntima. Fatigué allí con un detalle casi obsesivo el comentario a la famosa experiencia mística de San Pablo (2 Cor. 12, 1-4) en las traducciones latinas y castellanas de la Escala del paraíso del anacoreta y abad Juan el Sinaíta (s. VI). Entre fray Angelo Clareno, franciscano espiritual del siglo XIV, y nuestro dominico seiscentista fray Luis de Granada, descubrí en la glosa de Guigo el Cartujano la clave de vuelta de una serenidad que no es estoica sino escatológica: no una ataraxia que cultiva, por las propias fuerzas, las virtudes de una vida buena, sino la hesiquía que, por pura gracia, proporciona la alegría última.

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Entre las lecturas monásticas que a lo largo de un cuarto de siglo he ido recolectando, desde temprano encontré la hospitalidad de los sermones de San Bernardo al Cantar de los Cantares. No han dejado de solazarme dos de ellos. Mi «stilnovismo claravalense» ha buscado a menudo el refugio del sermón 72: “Aspirará el día y respirará la noche”. A través de los juegos de la derivación que, en torno al soplo de la boca del Señor, el abad de Claraval practicaba con virtuosismo extremo, podía anticiparse la disipación del contraste entre la noche vigilante y el día deslumbrante, entre la tiniebla diabólica y la luz angélica, entre la niebla de la espera y la brisa de su venida. Frente a los prejuicios humanistas sobre la impureza lingüística medieval y contra el brutal desprecio moderno por su sola existencia, el latín de Claraval iluminaba con su lumbre consoladora y precisa el horizonte final de la ciudad celeste.  

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Regreso hoy al sermón 7. De él espigué el lema que preside este blog: “Mel in cera, devotio in littera est”. Las traducciones no logran transmitir la sobria dulzura, geométrica, de su formulación. “Como la miel en la cera, la devoción se descubre (o se encuentra) en la letra”. “La miel se esconde en la cera y la devoción en la letra” … Miel y devoción, letra y cera son. La analogía aristotélica habría trazado su relación así: “La devoción es la miel de la letra” o “La letra es la cera de la devoción”. Como sucede en la dialéctica escolástica, cuya consecuencia última no es otra, por paradójico que parezca, que la exégesis liberal, la pasión por la letra, como dato positivo de la interpretación, desemboca en una alegorización constante de su sentido. Por el contrario, San Bernardo ni establece una comparación ni una identidad metafórica entre sus términos. El sentido anagógico o espiritual surge de su fusión. La miel-devoción está ya contenida en la letra-cera.

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En el sermón séptimo San Bernardo se propone comentar el “tercer beso” que pide la esposa en el Cantar. De acuerdo con su sentido alegórico, ella es el alma sedienta de Dios que “no pide libertad, ni recompensa, ni herencia, ni doctrina, sino un beso”, es decir, en su sentido moral, la esposa ama desinteresadamente, hasta el punto de que, en su ausencia, inflamada por el amor, ni siquiera pide el beso directamente a su esposo sino a través de sus amigos. El sentido espiritual ronda ya por allí: “¿No te parece que equivale a decir?: “¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra?”". Entre el cielo y la tierra suben las súplicas de la esposa por la escala de la salmodia. En la prefiguración de la Jerusalén celeste encarnado en el coro del Oficio, los monjes y los ángeles conversan entonces en un solo canto alzado hacia lo Alto: “Unidos en la alabanza a los celestiales cantores, como conciudadanos de los consagrados y familia de Dios, salmodiad sabiamente; como un manjar para la boca, así de sabroso es el Salmo para el corazón”. Debemos masticar la letra del Salmo para gustar en el corazón el sabor de la miel que encierra. La cera destila la miel que la letra recibe en la devoción. No se superponen la una a la otra, ni tan siquiera se complementan. “Sin la devoción, la letra mata, cuando se traga sin el condimento del Espíritu”. Las desposa éste en el “beso”: “Estar junto a Dios es lo mismo que ver a Dios; y eso sólo se concede a los puros de corazón, como una felicidad inigualable”. En la letra la devoción enciende el alma. En la devoción la letra desfallece el alma. Aspira y respira. Dice San Bernardo que la esposa no necesita ni decir el nombre del amado, como María Magdalena no lo menciona al hortelano en el jardín del sepulcro: “No lo manifiesta, porque piense que todos saben lo que no puede ausentarse de su corazón”. No es una presencia que falte, sino una ausencia que rebosa. Miel en la cera, la devoción en la letra rezuma.

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