domingo, 12 de mayo de 2024

Árbol bibliogenealógico

  

Fiesta de la Ascensión

 

The Knights of the Round Table Summoned to the Quest by the Strange Damsel,
William Morris & Edward Burne-Jones (1899)

De la reciente reseña a Ejecutoria Enrique García-Máiquez me ha agradecido que haya invitado a los lectores a que tracen su propio árbol bibliogenealógico del ideal caballeresco que compartimos. Por ello, me ha animado a que ahondase en las obras que allí sólo mencionaba como las ramas del mío. Me atrevo, pues, a aceptar su desafío, de modo que romperé unas lanzas con él en el campo del honor literario. ¿Cómo?

Quienes visitan esta celda saben de mi tendencia a redactar palimpsestos. Con tinta roja y no azul como la de Enrique, anotaré en las pilastras de mi claustro las lecturas que he ido recordando mientras seguía con atención maravillada las suyas. Practicaré así con concisión el procedimiento que G. Genette incluía entre las transposiciones formales de otro texto: abreviarlo sin suprimir ninguna de sus partes más significativas. Más aún, pondré sobre tal reducción las bases de un ensayo imaginario que hace del “mutismo de esta relación sin referencia, más rigurosa y puramente que del resumen, una versión condensada, y quizás lo que se aproxima más al ideal del modelo reducido”.

Como si los míos fueron los abstracts de un tronco común, podrán comprobar los lectores cómo nuestras respectivas genealogías, al contrastar, mantienen una tenzone de aire familiar que enriquece nuestra orden.

A fin de cuentas, de Enrique el maestro es Dante; mío lo es Cavalcanti.

De pura cepa tomista él; yo, claravalense.

Él comenta los formidables versos de Ulises en el canto XXVI del Infierno; yo citaría los puestos en boca de Francesca en el canto V:

 

“Per piú fïate li occhi chi sospinse 
quella lettura, e scolorocci il viso;
ma un solo punto fu quel che ci vinse”.

 

Se acoge él al amparo de Guido Cacciaguida; al de Arnaut Daniel yo.

Es el suyo un ideal caballeresco de linaje artúrico, claro y transparente; de origen trovadoresco, clus i ric, el mío.

Él se remonta a Born de Ganis, del cual surgen dos ramas: la de Don Quijote y la de Macbeth. Emparentados bajo la mirada de Elizabeth Bennett y Darcy (Orgullo y prejuicio), descienden Sydney Carton (Historia de dos ciudades) y Gabriel Araceli (Episodios nacionales); Corto Maltés y Cyrano; Brideshead y los niños de la calle Pal; Teodoro Castells (Rosa Krüger) y Saturnino (Rompimiento de gloria).  

Yo:

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En el canto XXVIII del Infierno Dante se encuentra con el trovador Bertran de Born, condenado por las discordias que habría tramado entre el joven Plantagenet y su padre el rey Enrique II. No obstante, sin la poesía de Bertran careceríamos de la maravilla del planto por la muerte de su joven señor, así como de la intensidad lírica que modela con su caricia sonora el rostro de la donna angelicata. Bertran de Born es un Macbeth que acertó a seguir el camino de la abadía cisterciense de Dálon donde morir bien.

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El Llibre d’Evast, Aloma i Blanquerna de Ramon Llull es un libro de caballerías a lo divino. A través del elogio del matrimonio y la familia en que nutre su personalidad, el protagonista emprende la búsqueda del Grial más perfecto: la contemplación de Dios. Como abad, como obispo, como cardenal y como Papa, Blanquerna acaba rompiendo con el círculo infernal de la Fortuna renunciando a los honores para hacerse ermitaño y componer, en lugar de un tratado de cortesía o un espejo de príncipes, unos dichos de amor y de luz que iluminarán, por muchos siglos, la subida al monte de la mística: el Llibre d’amic e amat. En el Cant a Ramon el poeta le había confesado a su autor: “Vull morir en pièlag d’amor”. Trovador o caballero, no dejo de recitarla como la jaculatoria que es.   

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Jamás se elogiará bastante el resto de sentido común que le quedaba al cura y al bachiller cuando salvaron el espléndido Tirant lo Blanc de Joanot Martorell en su escrutinio de la biblioteca. Elogiaron que se narrase su muerte en la cama, sin saber que anunciaban así la muerte del Caballero de la Tiste Figura. De este modo, el hidalgo manchego, preso, según René Girard, de la espiral mimética, logró deshacerse de la figura tutelar de Amadís. Tampoco se insiste tanto como se debiera en que las extremadas penitencias de Don Quijote en Sierra Morena, remedo de las de Amadís en Peña Pobre y quién sabe si indirectamente, bajo el peso lector de la interpretación Unamuno, de las de Íñigo de Loyola en Manresa, no son sino un espejismo a lo profano de la austeridad monacal de quienes se retiran al desierto para combatir los demonios que los atormentan y no para recrearse en la melancolía con que paradójicamente los agasajan. ¿No será acaso que Tirant supo esquivar las trampas de los males de amor que padeció gracias a la formación caballeresca que le impartió en su juventud el Rey ermitaño?

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Dos figuras distintas que se reflejan mutuamente sostienen una visión moderna ante el destino humano. Hamlet no dejará de fascinar nuestra imaginación. Le seguimos hipnotizados como Horatio o le despreciamos como Laertes o le tememos como Claudio. Se citaba unas líneas atrás a Girard. En Los fuegos de la envidia el filósofo francés proponía una interpretación de la obra de Shakespeare en absoluto desdeñable. Más que de una tragedia de la venganza, las dudas de Hamlet representarían la conciencia desengañada de su necesidad de vengarse. En lugar de vacilar, el príncipe danés diferiría la acción que le habría tocado en desgracia en el teatro de su mundo. Como espectadores su atractiva e irritante ambigüedad, inapresable, no ha sido mejor descrita que por los protagonistas de un palimpsesto encerrado en el hipotexto de Esperando a Godot de S. Beckett: Rosencrantz & Guildenstern han muerto de T. Stoppard. Go to the nunnery!, clamó Hamlet. Pero él prefirió vagar por el despedazado silencio de los palacios.

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La dulce Ofelia no logró recuperar el amor de Hamlet, pero la bella Rosaura sí consiguió que Segismundo hiciera triunfar su libertad. Nunca me cansaré de asegurar que otro gallo nos habría cantado a los españoles si, en lugar de encumbrar exclusivamente fuenteovejunas y alcaldes de Zalamea – con esa histérica insistencia en que del Rey abajo, ninguno –, hubiéramos seguido los pasos del héroe de La vida es sueño de Calderón de la Barca. Habríamos atemperado nuestros furiosos y brutales rencores en la grandeza y la prudencia de un honor que no es solamente patrimonio del alma sino semejanza de la gloria de Dios.

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Si mis huéspedes todavía conservan paciencia, en esta mitad del recorrido puedo advertirles que la mayoría de los modelos que han impresionado mi imaginación caballeresca son personajes solitarios. Don Álvaro Yáñez, el protagonista de El señor de Bembibre, no es una excepción. Es un héroe de juventud. Con los años y los desengaños, uno comprende que, si bien no existe una esperanza más pura que el abismo que se abre en la desesperación, entregarse a esta como la única esperanza de la desolación es un castigo que no merece la pena. Don Álvaro entró en el Temple como Amadís en Peña Pobre. Y se equivocó de una manera suicida. San Bernardo elogió en los templarios la intrepidez del soldado y la mansedumbre del monje. Sobre la base de este adynaton se forja, irresoluble, una conciencia conservadora.

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Bien dice Máiquez que el noble de espíritu pasa por alto las debilidades ajenas. Deshace entuertos con firmeza, así como protege la inocencia. La nobleza más alta se sabe sostenida por la santidad. En mi árbol bibliogenealógico también debieran tener cabida, como en cualquier familia, los pequeños que son los primeros en el Reino. Hace unos años mi hija pequeña se empeñó en que leyéramos Heidi de Johanna Spyri. Recordaba, condescendiente, la serie animada de mi infancia. Acabé sus páginas aguantando las lágrimas. Aquella niña era una santa. ¿Quién es santo? Léon Bloy contestaría: Quien hace milagros. Heidi los hace, porque su fe es realmente como un grano de mostaza. Ante su rostro dormido, que es el de una donna angelica, el abuelo pronuncia las palabras del hijo pródigo. Esa niña le ha enseñado con la pureza de una vida doliente a rezar de nuevo el Padre nuestro. El solitario de los Alpes, por solo amor a ella, se reconcilia con lo mejor de sí.

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¿Qué nobleza más alta que el perdón? Benina, humilde y humillada, es la imagen de la Misericordia, hoy que está tan trillada esta palabra como si fuera un analgésico imprescindible para mantener a raya, con cinismo, la buena conciencia y el deletéreo bienestar emocional. Pocas veces resuenan con más hondura en la literatura universal las palabras de Cristo como al final de la novela de Benito Pérez Galdós: “Yo no soy santa. Pero tus niños están buenos y no padecen ningún mal… No llores… y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar”.  

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Una sola cosa es necesaria, pero nuestra fragilidad tiende a la aventura. Y es bueno que así sea al volver la vista atrás. La nobleza se mide por el valor y el arrojo, y la capacidad para mantener el rumbo en medio de las borrascas que, como con Ulises, nuestros destinos van descargando sobre nosotros. Lograr que las contingencias no nos arrastren como un remolino es el arte más áspero de la supervivencia y el más imprescindible de transmitir, con sequedad afectuosa. Lo aprendí en las páginas de Pío Baroja. En los momentos tempestuosos de mi adolescencia, un sacerdote navarro solía decirme que, al verme, se le venía a la imaginación Shanti Andía. Pero yo siempre, siempre, he admirado a Zalacaín.

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La vida está llena de sombras y luces. Es preciso amarlas sin recrearse en ellas. Perdonar es difícil; pedir perdón más; perdonarse, imposible si no fuera por Dios. Una de las novelas más duras e implacables que haya podido leer es Kaputt de Curzio Malaparte. En medio de la Peste más sombría de la civilización occidental, recorre el frente oriental como si fuera un nuevo Bocaccio, contando historias espantosas, de tan reales, con los que intenta conjurar el terror congelado que le ha fascinado, con el que ha cooperado, al que se resiste a seguir rindiendo culto. Sin el protagonismo cómico y temerario, dolosamente infantil, del Conde de Foxá, Kaputt sería insoportable: el reverso de una Cruzada demoníaca que proclama que sólo el Infierno existe y que, si existe el Cielo, está vacío.

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De esa sombra emerge, pese a todo, con la lucidez de la cultura el Poeta. La muerte de Virgilio de Hermann Broch bebe del consuelo de la destrucción de Troya que la Eneida – y tras ella la Divina Comedia – no han dejado de subministrarnos. El alucinado itinerario infernal por las calles de Brindisi, la despiadada conversación de Augusto en el Purgatorio de la agonía, la luminosa, entre artúrica y wagneriana, entrada en el conocimiento celestial, giran a través de los elementos sobre la precaria y única verdad que nos hace humanos: la Obra.

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“Casi desnudo, como los hijos de la mar”, sentenciaba Antonio Machado al final de su Retrato. Al llegar la hora de la partida, como Perceval se deshizo de la armadura para poder responder la pregunta del Grial, uno debiera desembarazarse de los años, de los fracasos, de los triunfos, de todo absolutamente, y recuperar la mirada del niño que fue y ya no es, y lanzarse a la carrera con el deseo intacto de felicidad y de belleza que protegíamos a resguardo de nuestra fragilidad siempre herida. Como dice Gregorio Luri en uno de sus últimos aforismos: “A medida que envejeces descubres que tu adelantado en el futuro es cada vez más aquel niño que fuiste”. La caballerosidad consiste también en mantener la lealtad callada al silencio despoblado de tus antiguos compañeros con los que secretamente compartiste sentimientos. Palabra a palabra escandiré, como el protagonista de Helena o el mar de verano de Julián Ayesta, los versos de Virgilio que me hablan del amor y de la contemplación, del stilnuovo y de Claraval.

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viernes, 10 de mayo de 2024

Hidalguía de espíritu

 

Memoria de S. Juan de Ávila, dr.




Me alcanza Ejecutoria de Enrique García-Máiquez en uno de esos periodos en que, como los asuntos cotidianos reclaman una concentrada dispersión, más acuciante se vuelve el recuerdo de la clausura interior que trascienda, o transfigure, su realidad moliente. Con el sentimiento de nunca estar a la altura de su exigencia, me he adentrado en la reivindicación de la hidalguía de espíritu que García-Máiquez pone, desde sus primeras líneas, bajo el patrocinio de San Bernardo de Claraval.

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Con malestar ilustrado José Luis García Martín ha calificado esta obra de “alegato contrarrevolucionario” y a su autor de “contrarrevolucionario con ramalazos ácratas”. Ciertamente, la postura que adoptan tanto la una como el otro manifiestan una clara vertiente política y filosófica: García-Máiquez es el primero, no el último, de nuestros güelfos blancos; en consonancia, Ejecutoria lanza una apasionada apuesta por el realismo metafísico. Pero es también, más allá de su estilo, una defensa estética y hasta espiritual de una concepción de la vida que está basada en los trascendentales (verdad, bien y belleza) sobre una base que es tanto paradójica como antitética. Un anti(pos)moderno como él todavía es (pos)moderno, pero ya no lo es. Su relación con el pasado se basa en una tensa y exigente contradicción que en su prólogo, quijotesco, restaura el gesto de una nueva creación: si San Bernardo animaba un(a) orden de monjes y guerreros, García-Máiquez propondrá una alianza de adalides y ciudadanos que sepan combinar, como una suma de oxímoros y quiasmos, los deberes de la aristocracia con los privilegios de la democracia. Quizás, más que restauración, cabría llamarla reencuentro de la materialidad que nos arrastra y de la idealidad que nos eleva, haciendo más hondamente humano el significado de nuestra vida. Como dice nuestro autor, guiado por Dante: “Sólo hay una cosa tan ajena a la aristocracia de espíritu como negar que somos mitad ángeles: negar que somos mitad bestias. Dominar (domar) esta mitad es media parte del señorío que nos debemos”.

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En la primera parte, Máiquez va pautando la “idea” de hidalguía en su singular relación con el campo semántico que engloba los conceptos de nobleza y aristocracia. Frente al igualitarismo que sume en la indigencia, la hidalguía que busca el perfeccionamiento moral; frente a la orteguiana rebelión de las masas, la inteligente nobleza del espíritu; frente al democrático anonadamiento de cualquier jerarquía, la aristocracia que reúne la paternidad y la filialidad y el patriotismo; frente a la vulgaridad, el heroísmo; y frente al mero interés, la obligación o el deber. He ahí el fundamento y la humilde altivez de la propuesta de García-Máiquez. El noble lo es de corazón; el aristócrata lo es de espíritu; el hidalgo, como don Quijote o el “villano” Pedro Crespo, lo es por su alma. Además, nobleza obliga, si un inglés tiene su modelo de gentleman y el francés de homme honnête, ¿qué sino hidalgo perseguirá ser el español? 

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Los versos uliseicos de la Divina Comedia le permiten a nuestro autor, sobre el horizonte cultural de la Hispanidad, articular su concepto de hidalguía como una costumbre y como una virtud. “Pero, sobre todo, a diferencia de todas las demás propuestas, pone el acento en la transmisión familiar, en la deuda con nuestros mayores y en el agradecimiento”, dice Máiquez. Llegado a este punto, introduce una distinción entre hidalguía y santidad – en el fondo, entre vida activa y contemplativa – que resitúa el discurso en el horizonte de un tratado de cortesía, como, bajo la guía de Camus, intentará esbozar en el capítulo “Hablar con las manos”. En la complementariedad entre una y otra, no en su confusión, regresa una tensión genealógica que atraviesa el libro entero: el hidalgo, veraz, bueno e íntegro, se mira en el espejo caballeresco del miles Christi paulino (Ef. 6), sabiendo que la perfección de su búsqueda del Grial la cumple el homo viator entregado a la obediencia pura de Dios.

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El capítulo “Árbol bibliogenealógico” es una delicia de lecturas, en la extensa ambigüedad del genitivo. Brilla en esas páginas el lector que vibra y vive a fondo en el mundo de la imaginación que transfigura nuestra existencia. Es, sobre todo, una invitación a que sus lectores rastreemos nuestra propia biblioteca. El de García-Máiquez muestra un ideal caballeresco que se sostiene sobre el artúrico Bors de Ganis y el cervantino Don Quijote. De esos orígenes se van sucediendo las empresas de sus descendientes, desde Macbeth a Corto Maltés o desde las Bennet a Rosa Krüger. Fascinado por sus comentarios, me he percatado de que el mío en el fondo es un ideal trovadoresco, más próximo, stilnovista como soy, a Cavalcanti que a Dante. Entre Bertrand de Born (o Alvar Fáñez) y Tirant lo Blanch (o quizás, más bien, Blanquerna), voy caminando al lado de Segismundo, del señor de Bembibre, de la misericordiosa Benina o de Heidi, a través del veraniego mar de Helena… Trovador o caballero, la llamada a la acción (de gracias) que lanza García-Máiquez requiere, en fin, que le devolvamos las gracias (de la acción).

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De guardia, García Martín advierte el riesgo de que Ejecutoria se asemeje en ocasiones a un centón de citas. Puede verse también de otra manera. García-Máiquez, que ni es académico ni pretende ostentar erudición, se ve absorbido por la vorágine del agradecimiento y de algún modo bosqueja las líneas de ese imposible ideal que planteaba Walter Benjamin: escribir un libro como un mosaico de citas. El libro se plantea como un diálogo, también con el lector, sobre la conversación inacabada y siempre presente, por encima del tiempo, que su autor mantiene con una presente sucesión de vivos: con Dante y con Albert Camus; con José Ortega o con Rob Riemen. Para Máiquez, a fin de cuentas, pensar es conversar.

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Enrique es realista, es metafísico, toma por bandera la blanca de los güelfos, clara y directa. Bajo la cruz roja de San Jorge o de San Andrés que la atraviesa de lado a lado, paradójicos, se esconden secreto tras secreto. Su escritura difumina sus contornos hasta que parezcan transparentes. Como si se disculpara, se refugia en su hipocondría, en sus despistes, en El Puerto. Se le apresuran entonces las palabras en la boca hasta dejarlas en suspenso, como si castañeteasen. Es ese el momento de aguzar el oído. Resuena entonces sencilla una verdad honda y callada. No en sus dilogías ni en las metátesis hay que buscarlas sino en los blancos dentro de un verso, como si el ritmo se detuviera a meditar. Y entonces, acompañado de los suyos, desenvaina y echa a galopar. En alguna ocasión le he comentado que, en el fondo, su modelo de vida no es el de un mosquetero sino el de un templario. Él lo sabe: yo aspiro a convertirme en un simple lego cisterciense.

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martes, 23 de abril de 2024

Milenarismo.


Fiesta de san Jorge, mártir

 

San Juan Evangelista en Patmos,
Hyeronimus Bosch (1504-1505)

Aun a trancas y barrancas, ando anotando aforismos con la esperanza de que cobren alguna vez una bizarra unidad. Aunque Gregorio Luri sostiene con no poca razón que el género contiene sólo chispazos, sin ser fuego que calienta, no estoy seguro de que acoja también en ocasiones los destellos de un libro que se hubiera hundido. ¿Señales de un naufragio? Aforismos o versos o citas o glosas: pecios de un pensamiento sumergido.

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Ya he comentado que Luri tal vez sea el único de quien me puedo fiar cuando asegura que mis libros son obra de un teólogo, es decir, de alguien que está poseído por el discurso de un dios. Como escribí en El peregrino absoluto, en el fondo no hablo de ningún dios, sino que tan sólo quiero hablar a Dios, Lector absoluto de nuestras esperanzas.

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Mis volumencicos de ensayos han sido siempre construidos sobre una pauta hipotextual. Cuando empecé mi blog cavalcantesco latía el recuerdo encendido de los capítulos de La luz de la noche de Pietro Citati. Sin embargo, enseguida la Trilogía güelfa tomó su propio camino dantesco, así como El peregrino absoluto se acogió al amparo de la Exégesis de los lugares comunes de Léon Bloy. Poética del monasterio, más ambiciosa, no se conformaba con un modelo. Quería dibujar entre sus líneas la imagen que describía. A su manera, era también, especular, una mise en abyme: un espacio monástico construido por su tempus litúrgico.

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XXI Güelfos

El peregrino absoluto

Poética del monasterio

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Los aforismos que voy desgranando a trompicones emergen – ¿como chisporroteos fatuos? – de intuiciones contenidas en todos esos libros. Si al escribir Poética del monasterio aseguré que tenía muy presente una citas de Henri de Lubac y de Louis Bouyer, ahora toma de nuevo otra advertencia del jesuita francés. Al introducir el primer volumen de su obra La posterioridad espiritual de Joaquín de Fiore, recordaba que la idea de fondo del joaquinismo se podía caracterizar “como algo que ha sustituido la espera (frecuentemente angustiada) de la catástrofe final por la espera (llena de una radiante esperanza) de una nueva era en este mundo”. Siempre he creído que la única manera de combatir el consuelo, angustiado o radiante, moderno o reaccionario, que proporciona esta espera consiste en recuperar la fuerza escatológica de un lugar teológico olvidado: los novísimos.

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¿He de aclarar qué título, exigente e inalcanzable, está hecho a la medida de este opúsculo que caerá como las estrellas del cielo en el tiempo apocalíptico, radiante o angustiado? Milenarismo.

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Apenas comenzado, me abruma el itinerario que me he propuesto, como si hubiese trazado una ruta abrupta que no pudiera concluir, que no quisiera concluir, que temiese concluir. Un libro milenarista debería cumplir sus propias obsesiones: números y figuraciones, es decir, números figurados y figuraciones numéricas. Mil aforismos, entre cuyas partes el diez y el nueve – y, ay, el seis – vayan ritmando sus estrofas y hasta sus hemistiquios imaginarios. ¿A qué paso debe marchar? Al del banquete celestial, no al del oficio de las horas. Del Kyrie al Ite vivimos bajo el reino del Espíritu santo.

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miércoles, 17 de abril de 2024

Una triste búsqueda de alegría.

 

Memoria de S. Roberto de Molesmes, abad

 

Alegoría de la Caverna de Platón,
J. Sanraedam (1604)

Cada nuevo libro de Gregorio Luri es una ocasión para aventurarse en un pensamiento libérrimo. Aunque pudiera parecer circunstancial, un libro de aforismos como el que acaba de publicar en La Isla de Siltolá, bajo el título de Una triste búsqueda de alegría, confirma este presupuesto. Sería un error o, cuando menos, una precipitación, pensar lo contrario. Entre lo mínimo también puede brillar con intensidad especial, escondida, una verdad. En el opúsculo de Luri se encuentran, como chispazos, claves esenciales de su reflexión, bajo una doble aparente fragmentariedad: la de los aforismos y la de sus intereses. Dice de sí mismo en la solapa: “Si me hubiese dedicado a una sola cosa no sería yo”. Poliprágmata, como se autodefine, ofrece a sus lectores un libro cuya reseña definitiva ya está escrita en la contraportada. ¿Para qué intentar hacerse cargo de su contenido si Enrique García-Máiquez, su autor, lo ha descrito de modo insuperable?

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Eppure. Las líneas finales de la solapa biográfica me han ayudado a emprender el itinerario de la lectura por un camino escarpado, quién sabe si incluso temerario. ¿No se habría de proponer una entrada profesada en su monasterio poético bosquejar la etopeya que quizás recoja algún día en mi proyectado Españoles de tres (sub)mundos? Mientras cavilo, concluye Luri: “Lo que no haría es volver a ninguna etapa anterior de mi vida. Llevo bastante bien la relación entre mi vida vivida y mi vida pensada, especialmente desde que el niño que fui se ha empeñado en que así sea. Con su ayuda ando dedicado a entretener, con serenidad, la espera”.

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Cuando el libro enfila su recta final un aforismo deja caer el sentido de su título como de paso -porque los aforismos de este libro salen a nuestro encuentro como si emergiesen de entre las vueltas del pensamiento luriano-: “No reducir la vida a una triste búsqueda de alegría (que es el destino de la filosofía)”. En estas palabras está emboscada una concepción de la filosofía y de la misión del filósofo. Es la suya una mirada de compasión sobre la ambigua – él precisaría: anfibia- condición humana, llena de una exigencia que, sin hacerse la más mínima ilusión, no renuncia a entablar el diálogo en que consiste, radicalmente, la epimeleia, el cuidado del alma, la asunción del límite que alimenta nuestras posibilidades más íntimas, la maravillosa fragilidad que nos conduce a prepararnos para morir bien: “No existe el alma sin heridas. No existe el alma sana”.

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Luri combate, desenfadado e implacable, el historicismo. No somos nosotros, desde la atalaya de nuestro presente, con nuestras emociones y nuestra soberbia, quienes podemos juzgar el pasado, sino que ese pasado, en cuanto no se agota en sí mismo, nos pide cuentas del presente que modelamos. Luri desconfía de los futuribles como de las buenas intenciones. Por ello, siente una reserva admirada sobre lo que denomina mi cronoclastia. Tal vez no sea nuestra disparidad sino una cuestión de enfoque. El presente es el futuro del pasado, entrevistos. En esa retención, entre sus intersticios, asoma deslumbrante una exactitud escatológica que refleja, casi ya proscrita, la gramática temporal del futuro perfecto: habrá sido. Como la ayuda que recibe de aquel niño que fue para entretener, con su alegre seriedad, la espera.

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De Gregorio Luri podría decirse que es nuestro Sócrates del Masnou. Algo de cierto, por aproximación, contendría esa afirmación, como los garabatos trazados en la pared de una caverna también algo insinúan. ¿Acaso su socratismo no vela su condición de alumno díscolo de la Academia? Luri es un discípulo de Platón. Para ser fiel al maestro, decidió darle plantón y regresar a la polis. Interviene, participa, cuestiona. Despliega una actividad que parece inagotable, mientras continúa latiendo allá en el fondo la mirada contemplativa. A veces se inclina hacia delante, para poder oír a su interlocutor, con un gesto de discreta mortificación, apenas perceptible. Al escucharle, cada vez me interesa más detenerme secretamente en los matices de su timbre zigzagueante. Sus palabras se cimbrean con un ritmo que parece sentencioso y que en realidad es una libación escanciada por la inteligencia de sus palabras. Leer sus aforismos debería equivaler, para su público, a leer la partitura de su voz. Me sobrecoge notar el instante en que su dáimon se apodera de él. Admira su capacidad de cincelar en frases rigurosas hondones del ethos humano. Parecen la expresión de un agudo entendimiento. Son, sobre todo, la manifestación de una sobria ebriedad o de un éxtasis noético del que llegan los ecos más depurados a quienes le rodeamos. Me amonesta con afecto; me comprende con prudencia. Me atrevo a llamarle amigo.

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"Para genio, el que comenzó a utilizar el subjuntivo.

Reconocer que está en ti la confirmación de la belleza de afuera.

El matrimonio es una comunidad litúrgica. La primera y el fundamento de cualquier otra.

Ser sabio es, probablemente, mantenerse sereno en el naufragio.

Un rey filósofo quizás no haría otra cosa que rezar a los dioses de la patria.

La caverna es la condición sine qua non de la poesía.

Llegas a una edad en la que no mueren solo personas, lo que vas enterrando es un mundo.

A medida que envejeces descubres que tu adelantado en el futuro es cada vez más aquel niño que fuiste.

Si no amas sus rigores, no amas la libertad. Libre es el que ama vivir a la intemperie. Lo otro es comodidad.

Así como el amigo honesto nos dice lo que no queremos escuchar, la filosofía se empeña en descubrirnos lo que no queremos saber. La verdad no es siempre consoladora.

La sabiduría del filósofo la mide también su silencio.

Hay que mirar y leer siempre con las manos limpias.

El filósofo aun cuando vive en comunidad, vive en otro mundo."

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jueves, 4 de abril de 2024

El deseo herido.

 

Memoria de S. Benito Massarari, ermitaño

 

Eneas transportando a Anquises,
Carle van Loo (1729)

Invitado por Gregorio Luri, participé el otro día en el Seminario de Filosofía Después de la orgía que coordina en la espléndida Fundación Tatiana. Me esperaban al principio del acto un par de sorpresas: el pregón pascual cantado por Dom Erik Varden hace unos años en la Basílica de San Pedro y una presentación dialogada que me animaba a explicar mi itinerario intelectual. Entré a continuación a intentar dar una visión personal de la crisis posconciliar a partir de la obra de Michel de Certeau, con cuya figura, como adelanté desde el principio, me une una afinidad profundamente discordante. Como él escribió al principio de La fábula mística, también hablaba yo en nombre de una incompetencia: me siento exiliado del modelo eclesial y teológico que él encarnó con una extrema singularidad. Entre medias, hasta me atreví a salirme del guion y, en nombre de los Padres, recordar a un público sorprendido que la filosofía tomista no constituye sólo la coronación del pensamiento patrístico, sino que en ese hecho inflige una herida a la Antigüedad con un primer gesto moderno: distinguir entre el plano y el sobrenatural. Tengo la impresión de que, fiel a mi manera de argumentar, zarandeé a mis oyentes que respondieron, como debía ser, con un diálogo final incisivo y exigente. Espoleado por Gregorio acabé revindicando las figuras y las funciones contrapuestas y dinámicas de Pedro y de Juan. Me limito ahora a recoger el final de mi intervención, que insiste en temas que de una y otra manera ya había planteado en Poética del monasterio.

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Decía al principio de esta intervención que había nacido con la Reforma Litúrgica. Quiere decir que pertenezco a la primera generación que no conserva ningún recuerdo de la experiencia eclesial no sólo de los últimos quinientos años, sino de una manera de afrontar, incluso lingüísticamente, la celebración del “misterio” como había acontecido tradicionalmente. Si como dice el adagio Lex orandi lex credendi, y nunca al revés, entonces puede hablarse de una ruptura o, al menos, de una herida. El asunto de la licitud del rito extraordinario de la Misa cobra así una importancia que no se limita a formas. En este horizonte cabe entender los esfuerzos de Benedicto XVI y de Francisco en ese tema… 

Quisiera explicarme. Suele hablarse de una nostalgia. Después de la orgía, ¿qué? ¿Volvemos a casa? ¿Es posible realmente un dolor del hogar? ¿Queda un hogar? ¿Es la nostalgia también un dolor de aquello que falta? ¿No es una ausencia fundacional que remite a una presencia que se desvaneció, que se agotó? De hecho, ¿realmente puede decirse que ese hogar al que se vuelve es aquel que perteneció a nuestros padres?

Las tres generaciones que se están sucediendo desde el 68 no hemos conocido al “padre”. Pueden adoptarse dos roles arquetípicos de la literatura clásica y universal: Telémaco – figura de referencia para el psicoanalista italiano Massimo Recalcati en su libro El complejo de Telémaco- o Eneas, el héroe troyano que funda Roma.

A Odiseo le afecta la nostalgia, el regreso al hogar. Pero nosotros no hemos ido a guerrear contra Troya. Telémaco es un melancólico, que, a diferencia de Hamlet, no desea vengar la afrenta a su padre. Su hogar, más que devastado por los pretendientes, está siendo saqueado. Su búsqueda, su exilio, en busca del padre, no es una navegación desanclada de los orígenes, sino en busca de un anclaje, también a la deriva.

Eneas se pone en marcha, con su padre e hijo a cuestas, después de haber contemplado enloquecido la destrucción de Troya. Recomiendo vivamente la lectura de las tragedias de tema troyano de Séneca para refrescar la crítica a los griegos y muy especialmente a la figura de Odiseo-Ulises. Desanclado de los orígenes, Eneas sale, con el resto de su pueblo, en busca de la nueva y definitiva Troya. Troya va con él en el cuidado de su memoria, en los versos de Virgilio. No quisiera incurrir en ningún milenarismo, sino quizás invitar a ¿perpetrar? una esperanza escatológica, que no sea simplemente un sinónimo eufemístico de una apocalíptica visión de nuestra época.

Creo que Certeau nos enseña también a distinguir entre deseo como carencia y deseo como práctica por ensayar. Después de intelectuales como Certeau -como después de una orgía- nada es lo mismo. Nadie se baña dos veces en el mismo río, porque ni el río, ni el baño ni el bañista son idénticos. ¿Hasta dónde podemos estirar su mismidad? No todo progreso es un avance – ni tampoco un retroceso-. La dialéctica de la repetición y la diferencia incluye una relación espiral por adensamiento de sus estratos.

La construcción de un pasado idílico requiere la sátira de un presente consecuente. La parodia de un pasado que amenaza con regresar obliga a idealizar un presente autónomo. Tal vez no exista más que gramaticalmente un tiempo que pueda llamarse, con propiedad y realismo, futuro perfecto.

Certeau diagnosticó con una lucidez y una precisión al mismo tiempo alucinadas. Su obra exploró con agudeza la historia de la modernidad en la Iglesia católica entre Trento y el Vaticano II. Que algo o mucho se perdiese irreparablemente en su interpretación, convierte en más apasionante no el durante de aquellas acciones sino las posibilidades contenidas o evitables en ellas para su después.

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Comentaba con pasión Luri en la cena que tener penumbras, oscuridades e incluso sentinas en el alma es un privilegio de quienes estamos hechos a imagen y semejanza de Aquel a quien nadie ha visto y cuya figura sólo se puede intuir en el rostro de los hombres. A mí que me mueve, con una furia que a veces amenaza abrasarme, una intensísima sed de luz – jamás de transparencia- me fui a descansar con el mismo deseo de soledad y de silencio de siempre. Guardo para mí unas apostillas que Gregorio nos  hizo llegar como uno de esos dones que se reciben como un viático íntimo de la inteligencia.

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sábado, 30 de marzo de 2024

¿Teólogo/Poeta?

 

Sábado Santo

 


Hace unos meses que tengo desatendido este rincón de mi monasterio. Como si se tratase de una casa de aperos, he ido acumulando en ella bocetos y anotaciones, papeles sueltos, meditaciones y consideraciones. Con las modalidades a mi alcance procuro mantener en pie esta poética mía monástica. Vuelvo a entrar ahora entre sus paredes incitado por la sorpresa de un comentario que acababa de hacerme Gregorio Luri: “Sus libros, don Pego, no tengo la menor duda de que son obra de un teólogo”. 

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Gregorio me ha invitado a participar en un seminario de filosofía que coordina en la Fundación Tatiana titulado Después de la orgía. Como me dio completa libertad, no me cupo tampoco ninguna duda, no sé si para nuestra perdición... Me era preciso hablar de la orgía eclesiástica que ha durado casi sesenta años y que me parece que su prolongación explica todavía ciertos gruñidos de hoy. Hablaré de la presencia que falta según el ¿jesuita? Michel de Certeau, uno de los referentes teológicos declarados del Papa Francisco. “Ne permittas me separari a te”.

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¿Teólogo? He contado en otras ocasiones cómo dos libros marcaron mi vocación en una adolescencia recién estrenada. Precursores fueron los Versos y oraciones del caminante de León Felipe. La Antología de Ezra Pound la confirmó. Ahora bien, sin el descubrimiento de los Profetas y los libros poéticos de la Biblia no habría podido germinar. Aunque había sido asiduo lector de la Biblia Ilustrada para niños, una asignatura de Religión, impartida por el Hno. Raúl Blanco con su implacable severidad como un curso de historia del Antiguo y Nuevo Testamento, se convirtió en un instrumento de la Revelación. Desde entonces me acompañan la oración de Ana, la madre de Samuel; los oráculos de Amós; los Poemas del Siervo de Isaías; la visión de Ezequiel; Qohélet, claro; las cartas menores de Pablo; y, siempre, siempre, el Salterio.

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En la vida suelen cometerse un par de errores que serían irreparables si, hasta extremos imperceptibles, no esquivásemos su sola mención. Cargamos con sus penitencias, avergonzados y discretos. En mi caso, de aquellos pozos no me sacaron ni experiencias, ni testimonios. “Oxford me hizo católico”, sentenció el Cardenal Newman. Pese a mis debilidades, Londres me armó monje. En medio de una seca soledad, sin mérito alguno, donde ojalá habite el olvido de sí, seguiré custodiando poéticamente mis únicos auxilios: la Sagrada Escritura y los Padres.

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[…] la realidad histórica de algunos acontecimientos, así como de algunas personas, no excluye su permanencia en la eternidad y, por consiguiente, tampoco excluye la posibilidad de contemplarlos cuando la conciencia se eleva por encima del tiempo…” (Pável Florenski, El iconostasio).

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Luri, que también me ha definido como «cronoclasta», va siempre más acertado de cuanto me gustaría conceder. Él lo sabe. En su comentario a la Poética de Aristóteles, santo Tomás sostuvo que el filósofo debe ser también philomythos. Tal vez por ello nunca haya perdonado a Platón que, contra su espíritu, apostatase de la poesía, él, el poeta-rey, el rey-filósofo. Sin embargo, entiendo su logos. Ni el recuerdo de los teólogos naturales Heráclito y, sobre todo, Anaximandro me libra de la pesadumbre que se apodera de mi alma ante la poesía grecolatina. La leo como quien asiste a un banquete formidable donde se pueden gustar las más deliciosas viandas y los más exquisitos caldos y hasta corromperse uno, si así se desea, con feroz y feliz desesperación. De la Antología Palatina, por ejemplo, suelo retirarme pronto. En cambio, me siento en casa, con silencio o en el coro, en comunidad y con soledad, entre los Salmos. “Después de cantar el himno (el hallell), salieron para el Monte de los Olivos” (Mt 26,30).

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¿Teólogo? ¿Poeta? Tal vez sean los arquetipos de mi profesión real: lector.

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domingo, 31 de diciembre de 2023

Tres lecturas y media de 2023.

 

Memoria de S. Silvestre I, p.

 

Libro abierto,
Juan Gris (1925)

Suelo llegar tarde a las novedades. De hecho, siempre acabo su lectura con el sentimiento de haberme retrasado. Aunque quiera leerlas con urgencia, me asalta la mala conciencia de no haberlas alcanzado con puntualidad. En cambio, los libros que llegan en su momento están fuera del tiempo. No son necesariamente los clásicos. Poseen una actualidad capaz de crear su tiempo de lectura, su estación interior.

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Pasé el invierno leyendo La vida simple de Sylvain Tesson. Mario Crespo la había recomendado en un artículo de la revista Centinela, donde apuntaba que este diario de la estancia de su autor en un bosque siberiano había sido “una experiencia de aislamiento, casi de ermitaño”. Me dirigí hasta esa cabaña sólo por esas siete palabras capaces de activar algún sentimiento lejanísimo, impreciso. Fui subrayando cada pasaje en que Tesson mencionaba de una u otra manera la palabra ermitaño. Entre los libros que se había llevado a la orilla del lago Baikal su lista contenía unos cuantos de Ernst Jünger, claro. Pero me resonaba por todas partes el nombre de Gaston Bachelard. “Lo imprevisto del ermitaño son sus pensamientos. Sólo ellos rompen el curso de las horas idénticas. Hay que soñar para sorprenderse”, dice el aventurero Tesson. Anotada en un cuaderno encuentro esta cita de Bachelard: “La cabaña del ermitaño es una gloria de la pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso al absoluto del refugio”.

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Hace unas semanas, de modo improvisado, introduje en clase una larga reflexión sobre Poética del espacio. De repente me sorprendí relatando un recuerdo sepultado. Tendría cinco años. Los Reyes Magos me habían traído una tienda formada por tres palitroques y una tela bastísima. Me encerré en mi cuarto y le pedí a mi madre comer en ella, con una bandejita. Durante los meses que me refugié allí dentro del adentro ensueño un primer sentimiento de libertad plena, expansiva y abrumada. Me pregunto si leyendo a Tesson iba en busca de aquella imagen…

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Durante la primavera busqué por los catálogos de las bibliotecas universitarias todas las ediciones de Europa de Julio Martínez Mesanza. Fui encontrándolas aquí y allí. He esbozado croquis de la distribución de todos sus poemas, en los márgenes de hojas, en fichas de papel A5, en fichas de cartulina… Tengo a medio escribir uno de esos artículos que sirven de traicionera excusa para justificar una oscura e intrincada exploración que nada tiene que ver con las exigencias de la Academia sino con intimaciones secretas y temidas. Una oscura iluminación, que permanece todavía enigmática, me asaltó ante la cita del trovador Gui de Cavaillon que Mesanza introdujo al final, no al principio, de Entre el muro y el foso: “Nos fam la gaita entre·l mur e·l fossat”. En el punto volado, entre el muro y el foso, siguen encaramados el miedo y la determinación de otro tiempo que no es el del autor ni el del lector, sino que tal vez hubiese sido prefigurado en el sueño de un trobar clus. Vuelvo a abrir mi ejemplar y me detengo en este poema: “Se manifiesta el alma en la extrañeza. // Se manifiesta el alma en la extrañeza, / la forma de no ser ellos que tienen / las horas y lugares conocidos. / La extrañeza y el alma son lo mismo, / el instante en que veo y ya no veo / el quieto tiempo y el lugar que escapa”.

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Desde hace casi veinte años intento leer el ciclo de Browning de Juan Eduardo Cirlot. He leído poemas sueltos, pero no me he atrevido nunca a seguir ningún orden. No se trata de que su lectura sea más o menos arisca. Duele en algún lugar extraño del alma. Las torres de Mesanza, trocaicas o anapésticas, me han conducido por qué extraños caminos hasta el primer libro, leído una y otra vez entre finales del verano y el otoño: “Este sonido triste que solloza / es mi espada románica que piensa. // Mi corazón oscuro la acompaña”.

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En estos días de la Octava de Navidad he dedicado las mañanas acatarradas a internarme en la Septología de Jon Fosse. Es cierto que es un escritor católico, con un estilo hipnótico que traza una reflexión honda sobre el sentido de la existencia humana a través de la representación de la conciencia de su protagonista. No bastan para seguir sin desfallecer sus sucesivos volúmenes. A lo largo de cerca de ochocientas páginas el lector se va introduciendo en la mente de un personaje que recorre, insomne y delirante, durante una semana, que bien podría calificarse de litúrgica, el nevado perfil de un fiordo noruego en el que se encarna, en efecto, su conciencia. Que si Beckett, que si Ibsen, que si el Maestro Eckhart, el protagonista pinta cuadros para borrar de su memoria las imágenes que se le agarran como el óleo al lienzo, ahondando en su oscuridad hasta que extrae de la oscuridad misma su luz. Los personajes se van fundiendo y escindiendo, los tiempos se confunden y se alejan, el autor y el lector se superponen. Confieso que me ha sido arduo acostumbrarme de entrada a su ritmo, como el de una barca que boga de noche bajo una luz que ilumina un instante antes de que la extinga su oscuridad. Me he recordado leyendo durante diez años el Ulysses de Joyce que recomencé hasta tres veces, llegando hasta el capítulo cinco, de nuevo hasta el capítulo quince y finalmente hasta “sí dije sí quiero SÍ”. Sin prever nada, había visto hace unas semanas Fresas salvajes y Persona de Ingmar Bergman. Es misteriosa la jornada que prepara el encuentro no con un libro sino el del libro con uno, como si fuera preciso ir preparando el hospedaje, sin sospechar la proximidad de su huésped.

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Llega Año Nuevo; ojalá logre estar más atento al silencio entre tantísimos ruidos de fuera y de dentro.

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