martes, 24 de septiembre de 2024

Eclesiastés


Solemnidad de Nuestra Señora de la Merced

 


He concluido el librillo que llevaba escribiendo desde hace tres años. Lo comencé como un medio de esquivar la llamada insistente de Poética del monasterio. Me sentía sobrepasado por la exigencia de esta tarea, dudoso de mis fuerzas; así que, para poder procrastinarla con justificación, me puse a redactar el que consideraba un ejercicio de transición. En este blog o en El Debate de hoy publicaba bocetos de sus partes. Como una respuesta al libro del Eclesiastés no podía dejar de regresar a sus versículos, adentrarme en su enseñanza, asediado como estaba – ¿como estoy? – por la acedia y el demonio cincuentón del meridiano. Sin saberlo, me comportaba como un giróvago que rehuía la celda.

El éxito imprevisto de mi conversación con Pedro Herrero en el programa “La resistencia monacal” de su podcast Extremo Centro me llevó de vuelta al claustro de mi poética monástica. Mientras andaba concluyendo unas páginas sobre la relación entre el pensamiento del Eclesiastés y la poesía de Teognis de Mégara, me di cuenta de que, en lugar de hablar de la crisis política del conservadurismo del siglo VI a. C., tenía la obligación de afrontar la crisis del hogar, la escuela y la celda en la que me sentía envuelto. Por descontado, debía hacerlo a mi manera, como si residir en las estrellas no fuera también la manera más comprometida de mirar sine ira et studio la realidad presente.

Poética del monasterio se convirtió así en el libro que más alegrías me ha dado. Clausuraba toda una época de mi vida, una década esforzada, de claroscuros, que me han permitido realizar la profesión definitiva de la vocación de lector. Su Oficio consiste en leescribir sin descanso.

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Entretanto quedaron allí como los listones de una barca a medio construir las hojas de ese opúsculo sobre el Eclesiastés. Algunas tardes me acercaba hasta el borde de la orilla donde estaba varado. Acariciaba lentamente los bordes astillados de su estructura esencial. No podía apartar la vista al ver reflejadas en sus piezas mal encajadas las sombras de una obra (in)acabada. ¿Debía abandonarla sin más, como tantos otros proyectos que terminan pudriéndose entre los escollos de una cala íntima? ¿Bastaba conservar sus despojos como si fueran el testimonio rescatable de un naufragio? ¿No sería acaso el mejor homenaje a la vanidad que no se puede enderezar dejarla romper a su suerte? Me inquietaba volver a comportarme como un giróvago.

La lectura de Castidad de Erik Varden despertó una memoria dormida. Descubrí en sus comentarios un modo de leer la soledad, en soledad, que también yo había querido practicar. Mientras en paralelo él abrazaba la Trapa en Leicestershire y yo me refugiaba en Londres, buceábamos en fuentes semejantes para encontrar una salida a sendas búsquedas. Sin pretender acogerme a su sombra, que un hombre de mi generación hubiese cultivado su interioridad por un camino que yo simplemente había atisbado consolaba mis sentimientos de desamparo de hace un cuarto de siglo y, sobre todo, ejercía un efecto balsámico de comunión. Solo, no había estado solo. No podía ser casual ni fruto de un obcecado voluntarismo esa investigación que comprometía también, aun en un grado menor que el suyo, mi existencia. Me gusta creer que a esa senda escondida habíamos sido atraídos por diferentes entradas. En ese estado escribí la reseña de Castidad de la que Mons. Varden tuvo la gentileza de hacerse eco.

Poco después me propuse acabar rápidamente el capítulo pendiente de mi nuevo ensayo suspendido. Durante un par de meses me he entregado a una escritura que ha llegado a doblar su extensión primitiva. Poseído por la estructura cíclica y repetitiva del libro más perturbador, a mi juicio, del Antiguo Testamento y arrastrado por el método de la glosa de los poetas que me estaban enseñando a leescribirlo, volvía una y otra vez sobre sus diversos capítulos para limar, ampliar, desviar o condensar unas reflexiones que su lectura seguía provocando. Una vez más, entrego al lector lo único que poseo y que no me canso de repetir: un modo de leer que él deberá probar leyendo los originales, de José Jiménez Lozano y T. S. Eliot, pasando por el cardenal Newman, a san Jerónimo o Teognis. Entremedias, como una presencia que se sustrae, destilo la sustancia de aquello que todavía podría llamar yo.

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Como en el sábado de cualquier creación, descansa ahora este volumen en el sepulcro de una espera que es también la fe de una esperanza. Unos contados amigos silenciosos lo han leído. Bien está que permanezca callado, aun en su título. ¿Permanecerá oculto? La persona a quien va dedicado, sine glossa, porque ella está en la raíz de la alegría que disipa mi vaciedad, lo ha definido con tres palabras: apoteósico, laberíntico, introspectivo.

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miércoles, 28 de agosto de 2024

Doble orden

 

Memoria de S. Agustín, ob. y dr.

 

Crucifixión,
Fra Angelico (1441-1442)

Al P. Vicente Niño, O. P.

Hace unos días publiqué un artículo en El Debate sobre los excesos léxicos que se han ido acumulando en torno a palabras decisivas del lenguaje teológico como vocación y carismas. En uno de sus párrafos insistía en una idea que sorprende entre no pocos de mis amigos antimodernos: una de las raíces de la Modernidad se encuentra en la separación escolástica entre el orden natural y el sobrenatural. Dicho en términos tan gruesos, puede parecer, si no una boutade, una ocurrencia con su punta de provocación. Tal vez; o no tanto.

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En COU, Don Laude, nuestro profesor de filosofía, neotomista a carta cabal, nos recriminaba con un chasqueo desencantado nuestras lecturas adolescentes e insensatas de Nietzsche, mientras murmuraba: “No leáis esas cosas, que os perjudican”. Como cabía esperar, la consecuencia fue que durante largo tiempo no leímos, para nuestro infortunio, a santo Tomás. Tómense, pues, estas líneas como un esfuerzo limitado por superar una amplia ignorancia.

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Con la arrogancia que invita a sospechar erradamente en cierto neotomismo una herejía antimodernista de tintes gnósticos, un joven profesor de mi universidad, con elogiable libertad, nos despachaba en una conversación la caducidad de cualquier filosofía frente a la de Tomás y, en consecuencia, la derivada de Trento, consideradas estas poco menos que como la culminación de la Revelación. Al final no pude contenerme y le repliqué que, por mi parte, no sólo me había quedado en Éfeso y en Nicea, sino que me parecían muy atinadas las reticencias doctrinales que había suscitado la obra del Aquinate en su momento histórico. Puestos a ser consecuentemente anacrónicos, santo Tomás es un depuradísimo ejemplo de progre del siglo XIII.

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Cuando digo que la Escolástica introduce la distinción entre el orden natural y el sobrenatural no pretendo afirmar que lo que representaban uno y otro fueran concebidos de manera indisociable o intercambiable hasta entonces. La escala de Jacob era la imagen patrística por antonomasia para describir su relación. Más aún, el Reino de Dios supone el comienzo de la Nueva Creación representado por el mismo Jesucristo con dicha imagen: “En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre” (Jn. 1,51). Un solo orden: cielo y tierra. Ciertamente, sigue combatido por el mal y el pecado que, sin embargo, no pueden apagar la luz del Resucitado que los ha derrotado. Esperamos, vigilantes, pues, su nueva venida...

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Según mi interpretación, discutible y limitada, la Escolástica, con Tomás a la cabeza, traza las fronteras entre ambos órdenes. Al perfeccionarlo, la gracia eleva el orden natural a lo sobrenatural. Lo divino entra en lo humano; lo humano accede a lo divino. De una manera muy tosca soy consciente de que estoy resumiendo una argumentación matizadísima y perfectamente ortodoxa. Simplemente me limito a apuntar que es un primer gesto ya moderno, que abre el camino de la secularización. Simultáneamente, y sin entrar en el tipo de relación que pueda existir entre ellas, empieza a abrirse paso la doctrina de la doble verdad, teológica y filosófica, contra la que santo Tomás combate y con la que, en su época y por las razones más o menos confesables que siempre afectan a los asuntos humanos, se le llega a confundir.

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La filosofía de Tomás de Aquino es optimista. Confía en que la razón (también ella regenerada por la gracia) es capaz de dar cuenta de las verdades de la fe. En la continuidad que un agustinista debe reconocer con el tomismo, J. Ratzinger insiste en lo irrenunciable de esta tarea: la fe cristiana no es irracional; está sujeta al Logos. Pero, aun no pudiendo represar ni estancar el desarrollo de la búsqueda de la verdad, resulta evidente que cualquier movimiento metodológico repercute sobre el concepto que se tiene de ella.

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En forma escolar cabe decir que, para Santo Tomás, las verdades de la fe pueden ser probadas por la razón o, al menos, no ser descartadas como contrarias a ella. Philosophia, ancilla theologiae. De acuerdo, si se admite el riesgo de que las verdades de la fe puedan ser desde entonces convocadas al tribunal de la razón, en calidad, primero, de testigos y, a la larga, de acusadas. La fe, puesta a prueba, además ha de eximir las insuficiencias de su juez. ¿Es eterno o creado el mundo? ¿Es Dios trinitario o cuaternario o…?  Si la razón se convierte en el centro, es inevitable que, más temprano que tarde, la fe sea vilipendiada, acosada, calumniada y, finalmente, condenada. ¿Cómo va a convencer de lo que la razón, metamorfoseada, pone en suspenso en sus propios términos? Sospecho que el nihilismo asoma al inicio de un no tan lejano túnel.

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Suele presentarse al nominalismo como la némesis del realismo metafísico. ¿Seguro? Más que una antítesis, observo en aquel su reverso. “Potuit, decuit, ergo fecit”, argumentó antes Duns Scoto sobre la Inmaculada Concepción de María. ¿Y si hubiera convenido de otra manera? ¿No habría sido también racional o, al menos, no contrario a sus principios? Insisto en que no pongo en cuestión la ortodoxia de la conclusión ni discuto la verdad de fe, sino que sea el modo definitivo y pleno de sostenerla.

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San Pablo advierte que la Creación entera sufre con dolores de parto, expectante de entrar en la libertad de los hijos de Dios (Rom. 8, 19-22). Si está dibujada una clara distinción de órdenes, la teología acaba convirtiéndose en teodicea: un terremoto o un genocidio se utilizan entonces como pruebas contra la existencia de Dios, ante las que como mucho se pretende oponer dudas razonables con una convicción titubeante. A fin de enfrentarse con los múltiples frentes que le van surgiendo, se ve obligada a plantear, entre otras, dos soluciones que conducen a sus correspondientes aporías.

La triunfante exégesis liberal durante dos siglos se encargó sistemáticamente de naturalizar lo sobrenatural. Los milagros se explicarían solamente por causas naturales. Lo inexplicable sería a lo sumo el resultado de una insuficiencia metodológica que podría resolverse confiando en el progreso científico. Así, el milagro no sería la multiplicación de los panes y los peces sino la solidaridad. Poco importa que de inmediato emerjan dos paradojas: en nombre del antiliteralismo, se apoya sólo en los datos positivos de carácter histórico; en nombre del historicismo, no queda más remedio que la explicación sea alegórica.

En cuanto a la otra opción, algunas variantes fenomenológicas han acabado sobrenaturalizando lo natural. En nombre del fenómeno, lo han interpretado como signo. Frente al freudomarxismo de raíces positivistas que diagnosticaba como alucinación una visión, cualquier alucinación se considera susceptible de convertirse en una visión. El subjetivismo y el relativismo implícitos conducen inevitablemente al emotivismo bajo la excusa del discernimiento. Ejemplos actuales hay para dar y tomar.

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No pretendo ni mucho menos afirmar que la filosofía de Tomás sea responsable de los dislates a que haya podido dar lugar la Modernidad. Su perennidad debiera obligarla a podar algunas de sus ramas, si quiere seguir cumpliendo su función. Como en sus momentos mejores, no se puede conformar con observar la realidad desde fuera, como si simplemente fuese un edificio cuya llave de entrada sólo él poseyese. Con la humildad de Tomás, debería verse a sí mismo dentro de la historia que ha contribuido a forjar, para librarse, además, de toda suerte de epigonismo.

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Chesterton atribuyó la decisión de santo Tomás de no escribir más, pues su obra se le aparecía como un montón de paja, a la polémica que mantuvo con Síger de Brabante: “regresó con una especie de horror ante ese mundo exterior en el que soplaban semejantes vientos de doctrina y extrañando ese mundo interior que cualquier católico puede compartir y en el cual el santo no está aislado de las personas simples”. A fin de cuentas, la orden dominicana, apoyada sobre los cuatro pilares de la contemplación, el estudio, la fraternidad y el apostolado, conserva desde su fundación un estrecho vínculo interno con la espiritualidad monástica.

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Al leer los himnos que se dedicó a componer el Aquinate, empecé a caer en la cuenta de que la verdad a la que había entregado su vida se encontraba secretamente bajo el rigor de un estilo filosófico que resulta a primera y segunda vista tan farragoso. Entendí que allí dentro, cálida y hospitalaria, también abría sus puertas nuestra casa.

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lunes, 22 de julio de 2024

El ortónimo de Jaime García-Máiquez

 

Memoria de Sta. María Magdalena


 

Al acabar de leer La humana cosa de Jaime García-Máiquez tengo la impresión de que se trata de un libro en abismo más que de una antología al uso. Formado por poemas de sus catorce libros, casi la mitad inéditos, me lo confirma la declaración de su autor en el epílogo: “Además, de alguna forma, este es un libro único, definitivo, el libro que llevo escribiendo 25 años”. Con él cumple la función que atribuye a la escritura: “Yo escribo para entender, para hacer entender mi emoción, y para emocionarme con ella. Y leo también para esto”. 

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En su presentación, García-Máiquez dice de sí que “pertenece a esa poesía «arraigada» y tradicional, y destaca por la creación de heterónimos como los que aparecen esta Antología”. De acuerdo. No es oscuro ni desarraigado, pero el suyo no es un mundo solar, sino nocturno. El suyo es un hermetismo peculiar. Su luna brilla en el firmamento, pero no se canta la luna llena, sino la luna nueva que resplandece en este instante para el lector en sus poemas. La muerte y el tiempo, con un sesgo barroco que esquiva el desengaño con la lúcida y arisca melancolía de un hombre de familia, son los temas centrales que los atraviesan.

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De Jaime García-Máiquez sólo conservo un recuerdo en apariencia circunstancial, de hace una década. En la sala del Museo del Prado donde restaura las obras sentí, ante sus explicaciones, una mezcla de espantada y rendida admiración. Hablaba transfigurado por dentro, como un tanatopráctico al que Dios hubiera encargado disponer los cuerpos gloriosos de las pinturas para el Día del Juicio.

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Dos poemas de su libro inédito “El gran miércoles” me han hecho recordar esta anécdota. En “Besos” el poeta cuenta que, antes de ponerse a restaurar un cuadro religioso, besa “levemente la pintura, / el lívido barniz que la protege”, sea la frente de San José, el costado ardiente de Cristo o “los largos dedos de albayalde / de la Virgen María”. Estremecido, confiesa al final que “Yo he transformado para siempre el Prado, / llenándolo de besos. / Yo también he modificado algo infinito”.

En el otro poema, “Soy del Prado”, declara que el museo es su auténtica patria, donde recibe a sus padres, a sus hermanos y a sus amigos. Tan es así que “Volveré, cuando muera, a caminar / por las salas vacías de la noche. / Y acaso me introduzca en algún cuadro… / Seré por fin pintura, como en un sueño mágico”. ¿Acaso quien define la poesía como la noche de la literatura no es un “romántico”, como querían los Schlegel? Sí, al menos para mí: de la estirpe de Novalis, de Calderón o de Dante a cuyo canto de Ulises se acoge la cita que abre esta Humana cosa.

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Como un libro en abismo, este volumen no se limita a disponer en un orden cronológico la evolución de su trayectoria poética. Su razón de ser es cronoclástica. Se distribuyen los poemas en función de la de sus «autores»: el ortónimo Jaime García-Máiquez y sus heterónimos Fernando López de Artieta, Rodrigo Manzuco y Pascual de Blanes.

En la brevísima nota biobibliográfica que antecede los poemas de los libros de cada uno, se pone en cuestión cualquier pretensión verista del tiempo. El ortónimo García-Máiquez menciona el par de premios recibidos, pero parece serle indiferente la publicación o no de sus poemarios. En cambio, López de Artieta y Manzuco no dudan en destacar sus editoriales. La biografía de Artieta es provocadoramente irónica: publica con dieciséis años un libro con una sabiduría técnica y cultural imposible de haber vivido. Nacido en 1988 como Manzuco (más que un año natural, un año sentimental), sus obras no sólo representan dos tipos de poesía diferente, de la experiencia la una, minimalista la otra, sino que, mediante la coartada de la «historia», constituyen experimentos con la «textura» del lenguaje que puede permitir al ortónimo o a sus heterónimos decir “yo”.

Los pastiches de Manuel Machado en Artieta y las parodias interpuestas de Cernuda o de Brines, divertidamente sutiles, en Manzuco, no deben dejar pasar por alto la hondura desencantada y apasionada de Pascual de Blanes, el último de los heterónimos de García-Máiquez. De la misma edad que Gil de Biedma, Blanes, antoniomachadista, parece escribir con ecos de Samaniego y Ramón de la Cruz. Algunos de sus poemas estremecen porque casi parecen arrancados de algún cantar de Atahualpa Yupanqui: “Hay veces que lo más emocionante / que uno puede decir es su silencio”.

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Despiadado Artieta con la impostura de la generación de su ortónimo; ambigua y hasta inconscientemente iconoclasta la sensibilidad de Manzuco; Blanes condensa en su aurea mediocritas la fascinación y el dolor de Jaime García-Máiquez. Entre poemas como “Abuela”, de Risa tonta (2003) y “La casa de las arañas” o “28 de marzo”, de Libro de viejo (2023), puede observarse que, ya sea hablando de la familia o de su trabajo, o incluso de sus dudas ante el hecho de escribir, nuestro autor es consciente de que atraviesa la maravilla del presente un teatro de ruinas del que el poema aspira a ser un testimonio escatológico: un anticipo de que no todo morirá.

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viernes, 31 de mayo de 2024

Un Dante gibelino

 

Fiesta de la Visitación de la Virgen María




La crítica de libros, como un subgénero de la crítica literaria, es un arte sutil. Monástico, la vivo como un ejercicio ascético. El crítico a menudo suele empeñarse en demostrarle al lector que, como mínimo, es tan listo como el autor. Llega a creer que sus objeciones discuten los méritos de la obra y sus elogios los elevan. Más bien, debería reconocer que la buena obra, en sus acuerdos y con sus desacuerdos, le hace mejor. George Steiner llamaba a esta tarea una deuda de amor. A punto de reseñar La Europa de Dante, de Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña, me recito con tal certeza algunos aforismos de Nicolás Gómez Dávila: “hay que aprender a ser parcial sin ser injusto”; “el reaccionario tiene admiraciones, no modelos”; “el crítico es el procurador del orden”.

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La lectura del último libro de De la Peña proporciona una rara satisfacción dentro del panorama de la vida académica española: es inteligente y riguroso en sus argumentos y está redactado con un cuidado y una sensibilidad que hacen de él la obra de un humanista. Es una obra con aspiración total, que desea engarzar su tesis de fondo en una estructura que refleje su coherencia de conjunto.

Como se señala en la Introducción, “queremos que Dante, «profeta», filósofo y poeta, haga las veces de Virgilio”. No es poco el atrevimiento. Bajo el magisterio del autor de la Commedia, el discípulo en que se ha convertido el historiador nos muestra con su ensayo, como en una puesta en abismo taraceada, la idea central de su interpretación dantesca: la unidad imperial de Europa, sueño de realidad durante ocho siglos, entre Carlomagno y el César Carlos.

Numerológico como todo libro que aspire a emular la sobriedad clásica, el lector sigue a través de tres partes, cada una subdividida en tres secciones, los lugares geográficos y las funciones morales que han definido la fisiognomía cultural europea: Atenas, Roma y Jerusalén ante el estudio, el poder y el sacerdocio. Como en cada uno de los atributos que se le asocian, cada uno de esos espacios reflejan las grandes creaciones institucionales que la Edad Media diseña y alza como la base del humanismo cristiano del que De la Peña se siente heredero. La Universidad parisina, el Sacro Imperio Romano-Germánico y la Iglesia católica trazan los relieves éticos y espirituales de Europa bajo un concepto que es consustancial a su entero proyecto: Renacimiento.

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El profesor De la Peña es un gibelino, y no lo oculta. Por la libertad intelectual con el que lo expone, es el suyo un gibelinismo necesario, porque ayuda a resituar debates conceptuales de gran actualidad, que ni son menores ni merecen permanecer oscurecidos por etiquetas que podrían parecer arqueológicas. Ni ser gibelino equivale sin más a un progresista laico, ni ser güelfo a un conservador religioso. Ni tampoco el primero es un moderno avant la léttre, ni el segundo un contramoderno per se. La precisión con que nuestro autor, por ejemplo, distingue la originalidad de Dante respecto de santo Tomás obliga a preguntarse hasta qué punto la misma Reforma, con su desafío a la autoridad imperial, no sería la derivada última e indeseada del partido güelfo.

Atiéndase a la definición que ofrece De la Peña de su posición: “La solución dantesca consistió en atribuir auctoritas a ambas instituciones, los dos soles, Papado e Imperio, diferenciando el ámbito natural y sobrenatural de cada una de ellas. La necesaria armonía entre los dos poderes supremos de la Cristiandad quedaba así restablecida. Por desgracia, esta idea apenas tuvo eco”. Tan razonable parecería este planteamiento que extrae a continuación una conclusión que, no obstante, es legítimo examinar con cautela: “A partir de este axioma de la necesidad de un Imperio que traiga la felicidad terrenal al género humano, se puede establecer por inducción la necesidad de un monarca único que reine sobre todos los hombres”.

La interpretación de De la Peña, que parte de una lectura en profundidad de De Monarchia de Dante, está atravesada por algunas pinceladas que a un güelfo como yo le ponen alerta. “En tanto que Monarquía universal secular destinada a regir el conjunto de la Humanidad y ya no solo la Cristiandad”, se convertiría a sus ojos para Dante en “un instrumento al servicio de un bien superior: la paz universal”. ¿Qué impide entonces también al Emperador filósofo – reformulación europea del filósofo-rey platónico –, en función de su regia auctoritas, transformarse en un Rey Sol de justificación kantiana? Las dos espadas, temporal y espiritual, podrían ser aleadas en una sola espada: la de doble filo. En sus sabias manos el emperador podría verse tentado de reivindicar una sacra auctoritas, o al menos su resplandor secular. Con los güelfos se corre el riesgo de revueltas y anarquía. Para conjurar sus peligros, los gibelinos acaban recetando un orden sistemático, tras el que puede emboscarse el absolutismo.

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Anacoreta y güelfo, recuerdo las palabras de Cristo: “Jesús le dijo a Pedro: «Envaina la espada: que todos los que empuñan a espada, a espada morirán»” (Mt. 26,52). No corro a refugiarme en ninguna forma de pacifismo. Jesús no cuestiona el uso legítimo de la espada. Advierte de la dinámica que desencadena. Por ello, su Reino, encarnándose en el aquí y ahora, sobrepasa y jamás se agota en este mundo cuyo presente se ha ido adensando sobre las capas del pasado.

De la Peña practica con virtuosismo la esgrima dialéctica. Pone al descubierto con solvencia las contradicciones de la hierocracia papal, mientras mantiene bien protegidas las debilidades del cesaropapismo. Aun reconociendo su impecable argumentación, llega a escandalizarme la identificación del imperator con el cosmocrator bizantino “por delegación de Cristo, Rey de Reyes” como “un arquetipo político [que] sería al mismo tiempo jurídico, religioso y simbólico, y por tanto sería una categoría permanente e independiente de los azares de las victorias o derrotas en el campo de batalla”. Esta postura se mantendría agustiniana para sostener las dos ciudades, mientras, aristotélica, justificaría la Ciudad terrena como figura de la Jerusalén celeste en tanto que “encarnación política por excelencia [que] sólo terminaría con el fin de los tiempos”.

En el último tramo de la obra, al reflexionar sobre la espiritualidad medieval, De la Peña ofrece con una radicalidad que se agradece la coherencia de su visión que acaba aunando Humanismo e Imperio bajo el horizonte de la Cristiandad. Aunque hube compartido la grandeza de la misión histórica que le atribuye, cada vez tengo más dudas sobre si el cristianismo es realmente un humanismo, o hasta qué punto la coraza humanista no ha acabado encorsetando y pulverizando el cuerpo cristiano, como plantea Laurent Fourquet, de modo discutible pero estimulante, en El christianisme n’est pas un humanisme. ¿Es realmente un pleonasmo el «humanismo cristiano»? Con esa etiqueta, ¿no se habría convertido lo cristiano en un adjetivo?

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El autor de este ensayo da con valentía y madurez un paso más allá de los caminos que había decidido recorrer. En el caso de la evolución de Dante, cabe elogiar que, sine ira et studio, encare y no esquive este dato fundamental para comprender la singularidad y la genialidad de la Divina Comedia. Por un lado, De la Peña afirma un gibelinismo que brota de las brillantes argumentaciones de Étienne Gilson en Dante y la filosofía, aunque, a mi modo de ver, sobrepasa los cauces del maestro francés, más interesado en asegurar simplemente la separación de la esfera política y de la espiritual. Por otra parte, en continuidad con los estudios de nuestro autor sobre los fenómenos de la crueldad y de la compasión, hace bien en recordar que “Dante propone que la gracia de Dios es tan poderosa que puede redimir incluso las almas de los paganos justos tras su muerte”. Ahora bien, en un nuevo lance de esgrima, acude al ejemplo de H. U. Von Balthasar, obviando que el capítulo que el teólogo alemán dedicara a Dante en el volumen de Estilos laicales de Gloria es una diatriba no menor del Infierno.  

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El último tramo de las páginas de este ensayo constituye una auténtica profesión de fe que admira por la simpatía, el conocimiento y la familiaridad con la espiritualidad medieval. Si me permitiese una pequeña vanidad que tal vez ayude a explicar mejor el triple enfoque que permite esta obra, he intentado leerla con los ojos del que De la Peña llama “el monje trovador San Bernardo”, es decir, desde una celda cisterciense del siglo XII. Enrique García-Máiquez la afrontaría desde la ciudad-estado del siglo XIII, con lirismo franciscano y sentido común aristotélico. Aunque no del todo, moderno, De la Peña descubre en el Imperium, muy siglo XIV, la salida natural de la Universitas.

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P. S. Güelfos y gibelinos perseguimos la articulación política de lo uno y lo múltiple, en tanto que identidades o diferencias. Al cerrar el libro, descubro que mi punto de discrepancia último – jamás de confrontación – está contenida en la frase que abre la tercera parte: “La misericordia es la forma divina de la compasión humana y el elemento definitorio de la ética cristiana”. En ella subyace el núcleo esencial de su argumentación: el cristianismo como una ética y un humanismo. Sin que deje de serlo, entiendo el orden acentuando el otro polo: no a semejanza nuestra, sino de Dios.

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domingo, 12 de mayo de 2024

Árbol bibliogenealógico

  

Fiesta de la Ascensión

 

The Knights of the Round Table Summoned to the Quest by the Strange Damsel,
William Morris & Edward Burne-Jones (1899)

De la reciente reseña a Ejecutoria Enrique García-Máiquez me ha agradecido que haya invitado a los lectores a que tracen su propio árbol bibliogenealógico del ideal caballeresco que compartimos. Por ello, me ha animado a que ahondase en las obras que allí sólo mencionaba como las ramas del mío. Me atrevo, pues, a aceptar su desafío, de modo que romperé unas lanzas con él en el campo del honor literario. ¿Cómo?

Quienes visitan esta celda saben de mi tendencia a redactar palimpsestos. Con tinta roja y no azul como la de Enrique, anotaré en las pilastras de mi claustro las lecturas que he ido recordando mientras seguía con atención maravillada las suyas. Practicaré así con concisión el procedimiento que G. Genette incluía entre las transposiciones formales de otro texto: abreviarlo sin suprimir ninguna de sus partes más significativas. Más aún, pondré sobre tal reducción las bases de un ensayo imaginario que hace del “mutismo de esta relación sin referencia, más rigurosa y puramente que del resumen, una versión condensada, y quizás lo que se aproxima más al ideal del modelo reducido”.

Como si los míos fueron los abstracts de un tronco común, podrán comprobar los lectores cómo nuestras respectivas genealogías, al contrastar, mantienen una tenzone de aire familiar que enriquece nuestra orden.

A fin de cuentas, de Enrique el maestro es Dante; mío lo es Cavalcanti.

De pura cepa tomista él; yo, claravalense.

Él comenta los formidables versos de Ulises en el canto XXVI del Infierno; yo citaría los puestos en boca de Francesca en el canto V:

 

“Per piú fïate li occhi chi sospinse 
quella lettura, e scolorocci il viso;
ma un solo punto fu quel che ci vinse”.

 

Se acoge él al amparo de Guido Cacciaguida; al de Arnaut Daniel yo.

Es el suyo un ideal caballeresco de linaje artúrico, claro y transparente; de origen trovadoresco, clus i ric, el mío.

Él se remonta a Born de Ganis, del cual surgen dos ramas: la de Don Quijote y la de Macbeth. Emparentados bajo la mirada de Elizabeth Bennett y Darcy (Orgullo y prejuicio), descienden Sydney Carton (Historia de dos ciudades) y Gabriel Araceli (Episodios nacionales); Corto Maltés y Cyrano; Brideshead y los niños de la calle Pal; Teodoro Castells (Rosa Krüger) y Saturnino (Rompimiento de gloria).  

Yo:

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En el canto XXVIII del Infierno Dante se encuentra con el trovador Bertran de Born, condenado por las discordias que habría tramado entre el joven Plantagenet y su padre el rey Enrique II. No obstante, sin la poesía de Bertran careceríamos de la maravilla del planto por la muerte de su joven señor, así como de la intensidad lírica que modela con su caricia sonora el rostro de la donna angelicata. Bertran de Born es un Macbeth que acertó a seguir el camino de la abadía cisterciense de Dálon donde morir bien.

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El Llibre d’Evast, Aloma i Blanquerna de Ramon Llull es un libro de caballerías a lo divino. A través del elogio del matrimonio y la familia en que nutre su personalidad, el protagonista emprende la búsqueda del Grial más perfecto: la contemplación de Dios. Como abad, como obispo, como cardenal y como Papa, Blanquerna acaba rompiendo con el círculo infernal de la Fortuna renunciando a los honores para hacerse ermitaño y componer, en lugar de un tratado de cortesía o un espejo de príncipes, unos dichos de amor y de luz que iluminarán, por muchos siglos, la subida al monte de la mística: el Llibre d’amic e amat. En el Cant a Ramon el poeta le había confesado a su autor: “Vull morir en pièlag d’amor”. Trovador o caballero, no dejo de recitarla como la jaculatoria que es.   

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Jamás se elogiará bastante el resto de sentido común que le quedaba al cura y al bachiller cuando salvaron el espléndido Tirant lo Blanc de Joanot Martorell en su escrutinio de la biblioteca. Elogiaron que se narrase su muerte en la cama, sin saber que anunciaban así la muerte del Caballero de la Tiste Figura. De este modo, el hidalgo manchego, preso, según René Girard, de la espiral mimética, logró deshacerse de la figura tutelar de Amadís. Tampoco se insiste tanto como se debiera en que las extremadas penitencias de Don Quijote en Sierra Morena, remedo de las de Amadís en Peña Pobre y quién sabe si indirectamente, bajo el peso lector de la interpretación Unamuno, de las de Íñigo de Loyola en Manresa, no son sino un espejismo a lo profano de la austeridad monacal de quienes se retiran al desierto para combatir los demonios que los atormentan y no para recrearse en la melancolía con que paradójicamente los agasajan. ¿No será acaso que Tirant supo esquivar las trampas de los males de amor que padeció gracias a la formación caballeresca que le impartió en su juventud el Rey ermitaño?

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Dos figuras distintas que se reflejan mutuamente sostienen una visión moderna ante el destino humano. Hamlet no dejará de fascinar nuestra imaginación. Le seguimos hipnotizados como Horatio o le despreciamos como Laertes o le tememos como Claudio. Se citaba unas líneas atrás a Girard. En Los fuegos de la envidia el filósofo francés proponía una interpretación de la obra de Shakespeare en absoluto desdeñable. Más que de una tragedia de la venganza, las dudas de Hamlet representarían la conciencia desengañada de su necesidad de vengarse. En lugar de vacilar, el príncipe danés diferiría la acción que le habría tocado en desgracia en el teatro de su mundo. Como espectadores su atractiva e irritante ambigüedad, inapresable, no ha sido mejor descrita que por los protagonistas de un palimpsesto encerrado en el hipotexto de Esperando a Godot de S. Beckett: Rosencrantz & Guildenstern han muerto de T. Stoppard. Go to the nunnery!, clamó Hamlet. Pero él prefirió vagar por el despedazado silencio de los palacios.

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La dulce Ofelia no logró recuperar el amor de Hamlet, pero la bella Rosaura sí consiguió que Segismundo hiciera triunfar su libertad. Nunca me cansaré de asegurar que otro gallo nos habría cantado a los españoles si, en lugar de encumbrar exclusivamente fuenteovejunas y alcaldes de Zalamea – con esa histérica insistencia en que del Rey abajo, ninguno –, hubiéramos seguido los pasos del héroe de La vida es sueño de Calderón de la Barca. Habríamos atemperado nuestros furiosos y brutales rencores en la grandeza y la prudencia de un honor que no es solamente patrimonio del alma sino semejanza de la gloria de Dios.

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Si mis huéspedes todavía conservan paciencia, en esta mitad del recorrido puedo advertirles que la mayoría de los modelos que han impresionado mi imaginación caballeresca son personajes solitarios. Don Álvaro Yáñez, el protagonista de El señor de Bembibre, no es una excepción. Es un héroe de juventud. Con los años y los desengaños, uno comprende que, si bien no existe una esperanza más pura que el abismo que se abre en la desesperación, entregarse a esta como la única esperanza de la desolación es un castigo que no merece la pena. Don Álvaro entró en el Temple como Amadís en Peña Pobre. Y se equivocó de una manera suicida. San Bernardo elogió en los templarios la intrepidez del soldado y la mansedumbre del monje. Sobre la base de este adynaton se forja, irresoluble, una conciencia conservadora.

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Bien dice Máiquez que el noble de espíritu pasa por alto las debilidades ajenas. Deshace entuertos con firmeza, así como protege la inocencia. La nobleza más alta se sabe sostenida por la santidad. En mi árbol bibliogenealógico también debieran tener cabida, como en cualquier familia, los pequeños que son los primeros en el Reino. Hace unos años mi hija pequeña se empeñó en que leyéramos Heidi de Johanna Spyri. Recordaba, condescendiente, la serie animada de mi infancia. Acabé sus páginas aguantando las lágrimas. Aquella niña era una santa. ¿Quién es santo? Léon Bloy contestaría: Quien hace milagros. Heidi los hace, porque su fe es realmente como un grano de mostaza. Ante su rostro dormido, que es el de una donna angelica, el abuelo pronuncia las palabras del hijo pródigo. Esa niña le ha enseñado con la pureza de una vida doliente a rezar de nuevo el Padre nuestro. El solitario de los Alpes, por solo amor a ella, se reconcilia con lo mejor de sí.

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¿Qué nobleza más alta que el perdón? Benina, humilde y humillada, es la imagen de la Misericordia, hoy que está tan trillada esta palabra como si fuera un analgésico imprescindible para mantener a raya, con cinismo, la buena conciencia y el deletéreo bienestar emocional. Pocas veces resuenan con más hondura en la literatura universal las palabras de Cristo como al final de la novela de Benito Pérez Galdós: “Yo no soy santa. Pero tus niños están buenos y no padecen ningún mal… No llores… y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar”.  

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Una sola cosa es necesaria, pero nuestra fragilidad tiende a la aventura. Y es bueno que así sea al volver la vista atrás. La nobleza se mide por el valor y el arrojo, y la capacidad para mantener el rumbo en medio de las borrascas que, como con Ulises, nuestros destinos van descargando sobre nosotros. Lograr que las contingencias no nos arrastren como un remolino es el arte más áspero de la supervivencia y el más imprescindible de transmitir, con sequedad afectuosa. Lo aprendí en las páginas de Pío Baroja. En los momentos tempestuosos de mi adolescencia, un sacerdote navarro solía decirme que, al verme, se le venía a la imaginación Shanti Andía. Pero yo siempre, siempre, he admirado a Zalacaín.

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La vida está llena de sombras y luces. Es preciso amarlas sin recrearse en ellas. Perdonar es difícil; pedir perdón más; perdonarse, imposible si no fuera por Dios. Una de las novelas más duras e implacables que haya podido leer es Kaputt de Curzio Malaparte. En medio de la Peste más sombría de la civilización occidental, recorre el frente oriental como si fuera un nuevo Bocaccio, contando historias espantosas, de tan reales, con los que intenta conjurar el terror congelado que le ha fascinado, con el que ha cooperado, al que se resiste a seguir rindiendo culto. Sin el protagonismo cómico y temerario, dolosamente infantil, del Conde de Foxá, Kaputt sería insoportable: el reverso de una Cruzada demoníaca que proclama que sólo el Infierno existe y que, si existe el Cielo, está vacío.

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De esa sombra emerge, pese a todo, con la lucidez de la cultura el Poeta. La muerte de Virgilio de Hermann Broch bebe del consuelo de la destrucción de Troya que la Eneida – y tras ella la Divina Comedia – no han dejado de subministrarnos. El alucinado itinerario infernal por las calles de Brindisi, la despiadada conversación de Augusto en el Purgatorio de la agonía, la luminosa, entre artúrica y wagneriana, entrada en el conocimiento celestial, giran a través de los elementos sobre la precaria y única verdad que nos hace humanos: la Obra.

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“Casi desnudo, como los hijos de la mar”, sentenciaba Antonio Machado al final de su Retrato. Al llegar la hora de la partida, como Perceval se deshizo de la armadura para poder responder la pregunta del Grial, uno debiera desembarazarse de los años, de los fracasos, de los triunfos, de todo absolutamente, y recuperar la mirada del niño que fue y ya no es, y lanzarse a la carrera con el deseo intacto de felicidad y de belleza que protegíamos a resguardo de nuestra fragilidad siempre herida. Como dice Gregorio Luri en uno de sus últimos aforismos: “A medida que envejeces descubres que tu adelantado en el futuro es cada vez más aquel niño que fuiste”. La caballerosidad consiste también en mantener la lealtad callada al silencio despoblado de tus antiguos compañeros con los que secretamente compartiste sentimientos. Palabra a palabra escandiré, como el protagonista de Helena o el mar de verano de Julián Ayesta, los versos de Virgilio que me hablan del amor y de la contemplación, del stilnuovo y de Claraval.

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viernes, 10 de mayo de 2024

Hidalguía de espíritu

 

Memoria de S. Juan de Ávila, dr.




Me alcanza Ejecutoria de Enrique García-Máiquez en uno de esos periodos en que, como los asuntos cotidianos reclaman una concentrada dispersión, más acuciante se vuelve el recuerdo de la clausura interior que trascienda, o transfigure, su realidad moliente. Con el sentimiento de nunca estar a la altura de su exigencia, me he adentrado en la reivindicación de la hidalguía de espíritu que García-Máiquez pone, desde sus primeras líneas, bajo el patrocinio de San Bernardo de Claraval.

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Con malestar ilustrado José Luis García Martín ha calificado esta obra de “alegato contrarrevolucionario” y a su autor de “contrarrevolucionario con ramalazos ácratas”. Ciertamente, la postura que adoptan tanto la una como el otro manifiestan una clara vertiente política y filosófica: García-Máiquez es el primero, no el último, de nuestros güelfos blancos; en consonancia, Ejecutoria lanza una apasionada apuesta por el realismo metafísico. Pero es también, más allá de su estilo, una defensa estética y hasta espiritual de una concepción de la vida que está basada en los trascendentales (verdad, bien y belleza) sobre una base que es tanto paradójica como antitética. Un anti(pos)moderno como él todavía es (pos)moderno, pero ya no lo es. Su relación con el pasado se basa en una tensa y exigente contradicción que en su prólogo, quijotesco, restaura el gesto de una nueva creación: si San Bernardo animaba un(a) orden de monjes y guerreros, García-Máiquez propondrá una alianza de adalides y ciudadanos que sepan combinar, como una suma de oxímoros y quiasmos, los deberes de la aristocracia con los privilegios de la democracia. Quizás, más que restauración, cabría llamarla reencuentro de la materialidad que nos arrastra y de la idealidad que nos eleva, haciendo más hondamente humano el significado de nuestra vida. Como dice nuestro autor, guiado por Dante: “Sólo hay una cosa tan ajena a la aristocracia de espíritu como negar que somos mitad ángeles: negar que somos mitad bestias. Dominar (domar) esta mitad es media parte del señorío que nos debemos”.

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En la primera parte, Máiquez va pautando la “idea” de hidalguía en su singular relación con el campo semántico que engloba los conceptos de nobleza y aristocracia. Frente al igualitarismo que sume en la indigencia, la hidalguía que busca el perfeccionamiento moral; frente a la orteguiana rebelión de las masas, la inteligente nobleza del espíritu; frente al democrático anonadamiento de cualquier jerarquía, la aristocracia que reúne la paternidad y la filialidad y el patriotismo; frente a la vulgaridad, el heroísmo; y frente al mero interés, la obligación o el deber. He ahí el fundamento y la humilde altivez de la propuesta de García-Máiquez. El noble lo es de corazón; el aristócrata lo es de espíritu; el hidalgo, como don Quijote o el “villano” Pedro Crespo, lo es por su alma. Además, nobleza obliga, si un inglés tiene su modelo de gentleman y el francés de homme honnête, ¿qué sino hidalgo perseguirá ser el español? 

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Los versos uliseicos de la Divina Comedia le permiten a nuestro autor, sobre el horizonte cultural de la Hispanidad, articular su concepto de hidalguía como una costumbre y como una virtud. “Pero, sobre todo, a diferencia de todas las demás propuestas, pone el acento en la transmisión familiar, en la deuda con nuestros mayores y en el agradecimiento”, dice Máiquez. Llegado a este punto, introduce una distinción entre hidalguía y santidad – en el fondo, entre vida activa y contemplativa – que resitúa el discurso en el horizonte de un tratado de cortesía, como, bajo la guía de Camus, intentará esbozar en el capítulo “Hablar con las manos”. En la complementariedad entre una y otra, no en su confusión, regresa una tensión genealógica que atraviesa el libro entero: el hidalgo, veraz, bueno e íntegro, se mira en el espejo caballeresco del miles Christi paulino (Ef. 6), sabiendo que la perfección de su búsqueda del Grial la cumple el homo viator entregado a la obediencia pura de Dios.

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El capítulo “Árbol bibliogenealógico” es una delicia de lecturas, en la extensa ambigüedad del genitivo. Brilla en esas páginas el lector que vibra y vive a fondo en el mundo de la imaginación que transfigura nuestra existencia. Es, sobre todo, una invitación a que sus lectores rastreemos nuestra propia biblioteca. El de García-Máiquez muestra un ideal caballeresco que se sostiene sobre el artúrico Bors de Ganis y el cervantino Don Quijote. De esos orígenes se van sucediendo las empresas de sus descendientes, desde Macbeth a Corto Maltés o desde las Bennet a Rosa Krüger. Fascinado por sus comentarios, me he percatado de que el mío en el fondo es un ideal trovadoresco, más próximo, stilnovista como soy, a Cavalcanti que a Dante. Entre Bertrand de Born (o Alvar Fáñez) y Tirant lo Blanch (o quizás, más bien, Blanquerna), voy caminando al lado de Segismundo, del señor de Bembibre, de la misericordiosa Benina o de Heidi, a través del veraniego mar de Helena… Trovador o caballero, la llamada a la acción (de gracias) que lanza García-Máiquez requiere, en fin, que le devolvamos las gracias (de la acción).

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De guardia, García Martín advierte el riesgo de que Ejecutoria se asemeje en ocasiones a un centón de citas. Puede verse también de otra manera. García-Máiquez, que ni es académico ni pretende ostentar erudición, se ve absorbido por la vorágine del agradecimiento y de algún modo bosqueja las líneas de ese imposible ideal que planteaba Walter Benjamin: escribir un libro como un mosaico de citas. El libro se plantea como un diálogo, también con el lector, sobre la conversación inacabada y siempre presente, por encima del tiempo, que su autor mantiene con una presente sucesión de vivos: con Dante y con Albert Camus; con José Ortega o con Rob Riemen. Para Máiquez, a fin de cuentas, pensar es conversar.

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Enrique es realista, es metafísico, toma por bandera la blanca de los güelfos, clara y directa. Bajo la cruz roja de San Jorge o de San Andrés que la atraviesa de lado a lado, paradójicos, se esconden secreto tras secreto. Su escritura difumina sus contornos hasta que parezcan transparentes. Como si se disculpara, se refugia en su hipocondría, en sus despistes, en El Puerto. Se le apresuran entonces las palabras en la boca hasta dejarlas en suspenso, como si castañeteasen. Es ese el momento de aguzar el oído. Resuena entonces sencilla una verdad honda y callada. No en sus dilogías ni en las metátesis hay que buscarlas sino en los blancos dentro de un verso, como si el ritmo se detuviera a meditar. Y entonces, acompañado de los suyos, desenvaina y echa a galopar. En alguna ocasión le he comentado que, en el fondo, su modelo de vida no es el de un mosquetero sino el de un templario. Él lo sabe: yo aspiro a convertirme en un simple lego cisterciense.

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martes, 23 de abril de 2024

Milenarismo.


Fiesta de san Jorge, mártir

 

San Juan Evangelista en Patmos,
Hyeronimus Bosch (1504-1505)

Aun a trancas y barrancas, ando anotando aforismos con la esperanza de que cobren alguna vez una bizarra unidad. Aunque Gregorio Luri sostiene con no poca razón que el género contiene sólo chispazos, sin ser fuego que calienta, no estoy seguro de que acoja también en ocasiones los destellos de un libro que se hubiera hundido. ¿Señales de un naufragio? Aforismos o versos o citas o glosas: pecios de un pensamiento sumergido.

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Ya he comentado que Luri tal vez sea el único de quien me puedo fiar cuando asegura que mis libros son obra de un teólogo, es decir, de alguien que está poseído por el discurso de un dios. Como escribí en El peregrino absoluto, en el fondo no hablo de ningún dios, sino que tan sólo quiero hablar a Dios, Lector absoluto de nuestras esperanzas.

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Mis volumencicos de ensayos han sido siempre construidos sobre una pauta hipotextual. Cuando empecé mi blog cavalcantesco latía el recuerdo encendido de los capítulos de La luz de la noche de Pietro Citati. Sin embargo, enseguida la Trilogía güelfa tomó su propio camino dantesco, así como El peregrino absoluto se acogió al amparo de la Exégesis de los lugares comunes de Léon Bloy. Poética del monasterio, más ambiciosa, no se conformaba con un modelo. Quería dibujar entre sus líneas la imagen que describía. A su manera, era también, especular, una mise en abyme: un espacio monástico construido por su tempus litúrgico.

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XXI Güelfos

El peregrino absoluto

Poética del monasterio

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Los aforismos que voy desgranando a trompicones emergen – ¿como chisporroteos fatuos? – de intuiciones contenidas en todos esos libros. Si al escribir Poética del monasterio aseguré que tenía muy presente una citas de Henri de Lubac y de Louis Bouyer, ahora toma de nuevo otra advertencia del jesuita francés. Al introducir el primer volumen de su obra La posterioridad espiritual de Joaquín de Fiore, recordaba que la idea de fondo del joaquinismo se podía caracterizar “como algo que ha sustituido la espera (frecuentemente angustiada) de la catástrofe final por la espera (llena de una radiante esperanza) de una nueva era en este mundo”. Siempre he creído que la única manera de combatir el consuelo, angustiado o radiante, moderno o reaccionario, que proporciona esta espera consiste en recuperar la fuerza escatológica de un lugar teológico olvidado: los novísimos.

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¿He de aclarar qué título, exigente e inalcanzable, está hecho a la medida de este opúsculo que caerá como las estrellas del cielo en el tiempo apocalíptico, radiante o angustiado? Milenarismo.

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Apenas comenzado, me abruma el itinerario que me he propuesto, como si hubiese trazado una ruta abrupta que no pudiera concluir, que no quisiera concluir, que temiese concluir. Un libro milenarista debería cumplir sus propias obsesiones: números y figuraciones, es decir, números figurados y figuraciones numéricas. Mil aforismos, entre cuyas partes el diez y el nueve – y, ay, el seis – vayan ritmando sus estrofas y hasta sus hemistiquios imaginarios. ¿A qué paso debe marchar? Al del banquete celestial, no al del oficio de las horas. Del Kyrie al Ite vivimos bajo el reino del Espíritu santo.

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