Memoria de S. Lázaro de Betania
Paisaje de otoño, László Mednyanszky (1890) |
La figura del jesuita húngaro Franz Jalics (1927-2021) ha cobrado en ciertos ambientes espirituales una callada resonancia en las últimas décadas. El largo secuestro que sufrió junto a otro compañero, Orlando Yorio, bajo la Junta Militar argentina, ha dado pie a debates sobre la connivencia del entonces Provincial jesuita Jorge Mario Bergoglio con la dictadura. Jalics y Yorio abandonaron, dolidos, la Compañía -y aquí el verbo «doler» posee una seriedad extrema-. Jalics regresó al cabo de años. Siendo aun arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio mantuvo un encuentro con él que culminó en una misa concelebrada. La familia de Yorio, que había muerto con anterioridad, mostró su disconformidad.
El tribunal de la historia no es jamás un tribunal moral, ni viceversa, por más que lo pretenda una época como la nuestra, deseosa de usurpar la función judicial en todas sus dimensiones. Una reconciliación ni exculpa ni inculpa, precisamente porque no borra el pasado. Aunque a una sociedad mediática le resulte tan incomprensible una dinámica así que siempre advierta aviesas intenciones o claudicaciones en sus protagonistas, creo advertir en ese entrevista entre dos jesuitas el cumplimiento del mandato de Jesús en el Sermón de la Montaña:
“Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5,23-24).
Un
gesto así implica una abnegación que nada tiene que ver con lo
que entendemos normalmente como muestras de generosidad y de humildad. Su sentido último está más allá de cualquier juicio humano y, por eso, siempre resultará insatisfactorio a cualquier criterio que no sea el de Dios mismo. ¿Quién puede decir si en los aspectos más controvertidos del magisterio del Papa
Francisco presiona en niveles muy profundos la meditación,
entre atormentada y liberadora, del Sermón de la Montaña (Mt. 5-7)?
Franz Jalics no se ha convertido en un maestro espiritual de tanto éxito como Anselm Grün. Tampoco fue jamás un teólogo de la liberación en la estela de Jon Sobrino.
En sus libros más conocidos, Ejercicios
de contemplación (1989) y El acompañamiento espiritual en el Evangelio (2012)
-titulado Jesús, maestro de meditación en la edición española-, Jalics no
ha cesado de advertir que el camino espiritual que cada uno debe recorrer en
busca del encuentro con Dios es siempre “escarpado”. Su meta no reside en el apaciguamiento, ni en
el consuelo, ni en conectar con el yo más profundo, sino en alcanzar la vida
eterna, entendida como la contemplación gozosa de Dios.
Es cierto que, como ha señalado Pablo d'Ors, en su comprensión de la tarea del acompañamiento espiritual las doctrinas del psicólogo Carl Rogers sobre la empatía desempeñan un papel relevante. Pero, sin ser un terapeuta, Jalics también escapa a la condición de stárets e incluso, en su sentido orientalizante, de maestro espiritual.
El propio Jalics señaló: “Al principio tuve alguna reticencia respecto a esta denominación. Sin embargo, la considero adecuada en un sentido muy sencillo y humilde, así como se dice «maestro carpintero» o «maestro de novicios»”. Como el modelo del carpintero de Galileo que enseñaba a sus discípulos a ser pescadores de hombres, consideró su apostolado una techne. Transmitía a los ejercitantes una enseñanza basada en la experiencia. En consecuencia, sólo sería operativa mediante la práctica personal. Del mismo modo, los acompañantes que recurriesen a ella debían contrastarlas como una orientación para su propia misión. Sus libros son simplemente eso: guías, ejercitatorios, manuales, directorios…
Como puede adivinarse, el itinerario de Jalics es, en su fondo y en su forma, sin aspiraciones literarias de ningún tipo, básicamente ignaciano. Su espiritualidad entronca con una línea silenciosa y silenciada dentro de la propia tradición jesuítica. Dicho de un modo grueso, en Ignacio de Loyola, psicólogo y organizador, contemplativo en la acción, late un cartujo. Esa fuente, que no puede ser cegada sin que se resienta el edificio entero de su espiritualidad, mereció ser vigilada desde el primer momento, incluso por él mismo. Los conflictos de los primeros cincuenta años de la Compañía de Jesús, tal como quedan recogidos de una manera diáfana en la benemérita Historia de la Asistencia de España del P. Antonio Astrain, son incomprensibles sin esta tensión que tantos disgustos proporcionaron ad extra y ad intra al propio San Ignacio.
Bergoglio está modelado en el yunque de los PP. Nadal y Polanco y Mercuriano. Jalics, callado y retirado, en el de los PP. Borja, Cordeses y Álvarez. No es este lugar para desarrollarlo, pero el silencio de Jalics bebe del «peregrino modo de orar» que reprochaban al antiguo confesor de Santa Teresa sus detractores. En su biografía clásica del V. P. Baltasar Álvarez (1616) el P. Luis de la Puente la denominaba oración de la presencia de Dios, de quietud o recogimiento interior o de silencio, “porque en ella cesa la muchedumbre, variedad y bullicio de las imaginaciones y discursos; y las potencias superiores del alma, memoria, entendimiento y voluntad, están recogidas y fijadas en Dios y en la contemplación de sus misterios, con grande quietud y sosiego en sus actos”.
Basta atender las inflexiones y los matices
del P. Álvarez y sus comentaristas para advertir que esta oración, aunque no
fuera la propia de su Instituto, bien anclada estaba en él y, contra toda
apariencia, no podía sino servir de excusa, a favor o en contra, de toda clase
de dexamientos. Jalics formula ese silencio en la actitud del criado que
espera a su Señor de noche (Lc 12,35-38): “sin atender los propios
pensamientos, sentimientos y tareas, permanecer con toda la atención y el
interés en el Señor”. No basta con hacer: el hacer ha de estar vivificado por
la contemplación pura y exclusiva de Dios.
No se trata sólo de que el vocabulario
ignaciano resuene en no pocas fórmulas de
Jalics. Incluso la estructura de un libro como Jesús, maestro de meditación
tiene como modelo los Ejercicios Espirituales. Dividido en cuatro
partes, que denomina respectivamente como armonía, misión, silencio y ser, radicalmente
cristocéntricas y vertebradas en torno al episodio del joven rico (Mc 10,17-31),
los fundamentos, la orientación y hasta el tono son deudores de las cuatro
semanas de los Ejercicios. Los mandamientos, la elección, la kénosis y la
contemplación, según el modelo evangélico, dirigen cada momento. Pueden
encontrarse rastros de las reglas en el ordenarse reformuladas en términos actuales. Los modos de elección están redactados como un palimpsesto ignaciano.
Es cierto que en Ignacio el ejercitante moviliza
su interior no en una línea ascendente, sino en espiral, cuyo eje está dirigido
desde el principio por la elección. Lo que Jalics desea destacar es que el
anhelo de Dios no se derrama en la acción, sino que unifica nuestro fondo más
íntimo. Servir a Jesucristo es pregustar la Gloria. Él es la figura acabada del
profeta y del místico: contemplación y acción no son dimensiones dialécticas de
su existencia, sino la unidad que se manifiesta en su Resurrección. Entre el tiempo y la eternidad, el ejercicio del
cristiano consiste en excavar más hondo.
Podría reprocharse en la última parte de Jesús, maestro de meditación ciertas expresiones ambiguas. Parecería como si Jalics vacilase. Experto en el silencio, daría la impresión de que, por un camino que no se puede poseer sino en la pura esperanza, siente la necesidad de acogerse a intuiciones de Teilhard de Chardin para no perder pie.
Antes de
apresurarse a descartar con alivio un camino tan «escarpado», que renuncia a alcanzar
grados o a obtener iluminaciones, el paso del hacer al ser debería obligar a
considerar con simplicidad sus palabras finales. Singular, propio, no para
todos, no por ello mejor, es el testimonio a la vez de una época y de una tradición:
“Sólo aquí llega a la cúspide la invitación de Cristo: «Vende lo que tienes». Aquí todo consiste en haberse desprendido completamente de todo y de buscar solamente a Dios. Aquí, los últimos tesoros de la tierra se desplazan al reino de los cielos. Se trata realmente de no querer entender, alcanzar o esperar, buscar o desear otra cosa más que a Cristo mismo. Sólo desde aquí la intención se hace realmente pura: sólo vale la pena el amor a Cristo, nada más. Vivir totalmente para Dios. Vivir aquí en la tierra, pero tener el hogar ya en el cielo. Esto no excluye una vida muy comprometida aquí en la tierra, como muestra el ejemplo de muchos santos”.