viernes, 17 de diciembre de 2021

El silencio de Franz Jalics


Memoria de S. Lázaro de Betania

 

Paisaje de otoño,
László Mednyanszky (1890)

La figura del jesuita húngaro Franz Jalics (1927-2021) ha cobrado en ciertos ambientes espirituales una callada resonancia en las últimas décadas. El largo secuestro que sufrió junto a otro compañero, Orlando Yorio, bajo la Junta Militar argentina, ha dado pie a debates sobre la connivencia del entonces Provincial jesuita Jorge Mario Bergoglio con la dictadura. Jalics y Yorio abandonaron, dolidos, la Compañía -y aquí el verbo «doler» posee una seriedad extrema-. Jalics regresó al cabo de años. Siendo aun arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio mantuvo un encuentro con él que culminó en una misa concelebrada. La familia de Yorio, que había muerto con anterioridad, mostró su disconformidad. 

El tribunal de la historia no es jamás un tribunal moral, ni viceversa, por más que lo pretenda una época como la nuestra, deseosa de usurpar la función judicial en todas sus dimensiones. Una reconciliación ni exculpa ni inculpa, precisamente porque no borra el pasado. Aunque a una sociedad mediática le resulte tan incomprensible una dinámica así que siempre advierta aviesas intenciones o claudicaciones en sus protagonistas, creo advertir en ese entrevista entre dos jesuitas el cumplimiento del mandato de Jesús en el Sermón de la Montaña:


“Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5,23-24).


Un gesto así implica una abnegación que nada tiene que ver con lo que entendemos normalmente como muestras de generosidad y de humildad. Su sentido último está más allá de cualquier juicio humano y, por eso, siempre resultará insatisfactorio a cualquier criterio que no sea el de Dios mismo. ¿Quién puede decir si en los aspectos más controvertidos del magisterio del Papa Francisco presiona en niveles muy profundos la meditación, entre atormentada y liberadora, del Sermón de la Montaña (Mt. 5-7)?

Franz Jalics no se ha convertido en un maestro espiritual de tanto éxito como Anselm Grün. Tampoco fue jamás un teólogo de la liberación en la estela de Jon Sobrino.

En sus libros más conocidos, Ejercicios de contemplación (1989) y El acompañamiento espiritual en el Evangelio (2012) -titulado Jesús, maestro de meditación en la edición española-, Jalics no ha cesado de advertir que el camino espiritual que cada uno debe recorrer en busca del encuentro con Dios es siempre “escarpado”. Su meta no reside en el apaciguamiento, ni en el consuelo, ni en conectar con el yo más profundo, sino en alcanzar la vida eterna, entendida como la contemplación gozosa de Dios.

Es cierto que, como ha señalado Pablo d'Ors, en su comprensión de la tarea del acompañamiento espiritual las doctrinas del psicólogo Carl Rogers sobre la empatía desempeñan un papel relevante. Pero, sin ser un terapeuta, Jalics también escapa a la condición de stárets e incluso, en su sentido orientalizante, de maestro espiritual. 

El propio Jalics señaló: “Al principio tuve alguna reticencia respecto a esta denominación. Sin embargo, la considero adecuada en un sentido muy sencillo y humilde, así como se dice «maestro carpintero» o «maestro de novicios»”. Como el modelo del carpintero de Galileo que enseñaba a sus discípulos a ser pescadores de hombres, consideró su apostolado una techne. Transmitía a los ejercitantes una enseñanza basada en la experiencia. En consecuencia, sólo sería operativa mediante la práctica personal. Del mismo modo, los acompañantes que recurriesen a ella debían contrastarlas como una orientación para su propia misión. Sus libros son simplemente eso: guías, ejercitatorios, manuales, directorios… 

Como puede adivinarse, el itinerario de Jalics es, en su fondo y en su forma, sin aspiraciones literarias de ningún tipo, básicamente ignaciano. Su espiritualidad entronca con una línea silenciosa y silenciada dentro de la propia tradición jesuítica. Dicho de un modo grueso, en Ignacio de Loyola, psicólogo y organizador, contemplativo en la acción, late un cartujo. Esa fuente, que no puede ser cegada sin que se resienta el edificio entero de su espiritualidad, mereció ser vigilada desde el primer momento, incluso por él mismo. Los conflictos de los primeros cincuenta años de la Compañía de Jesús, tal como quedan recogidos de una manera diáfana en la benemérita Historia de la Asistencia de España del P. Antonio Astrain, son incomprensibles sin esta tensión que tantos disgustos proporcionaron ad extra y ad intra al propio San Ignacio.

Bergoglio está modelado en el yunque de los PP. Nadal y Polanco y Mercuriano. Jalics, callado y retirado, en el de los PP. Borja, Cordeses y Álvarez. No es este lugar para desarrollarlo, pero el silencio de Jalics bebe del «peregrino modo de orar» que reprochaban al antiguo confesor de Santa Teresa sus detractores. En su biografía clásica del V. P. Baltasar Álvarez (1616) el P. Luis de la Puente la denominaba oración de la presencia de Dios, de quietud o recogimiento interior o de silencio, “porque en ella cesa la muchedumbre, variedad y bullicio de las imaginaciones y discursos; y las potencias superiores del alma, memoria, entendimiento y voluntad, están recogidas y fijadas en Dios y en la contemplación de sus misterios, con grande quietud y sosiego en sus actos”. 

Basta atender las inflexiones y los matices del P. Álvarez y sus comentaristas para advertir que esta oración, aunque no fuera la propia de su Instituto, bien anclada estaba en él y, contra toda apariencia, no podía sino servir de excusa, a favor o en contra, de toda clase de dexamientos. Jalics formula ese silencio en la actitud del criado que espera a su Señor de noche (Lc 12,35-38): “sin atender los propios pensamientos, sentimientos y tareas, permanecer con toda la atención y el interés en el Señor”. No basta con hacer: el hacer ha de estar vivificado por la contemplación pura y exclusiva de Dios.

No se trata sólo de que el vocabulario ignaciano resuene en no pocas fórmulas de Jalics. Incluso la estructura de un libro como Jesús, maestro de meditación tiene como modelo los Ejercicios Espirituales. Dividido en cuatro partes, que denomina respectivamente como armonía, misión, silencio y ser, radicalmente cristocéntricas y vertebradas en torno al episodio del joven rico (Mc 10,17-31), los fundamentos, la orientación y hasta el tono son deudores de las cuatro semanas de los Ejercicios. Los mandamientos, la elección, la kénosis y la contemplación, según el modelo evangélico, dirigen cada momento. Pueden encontrarse rastros de las reglas en el ordenarse reformuladas en términos actuales. Los modos de elección están redactados como un palimpsesto ignaciano.

Es cierto que en Ignacio el ejercitante moviliza su interior no en una línea ascendente, sino en espiral, cuyo eje está dirigido desde el principio por la elección. Lo que Jalics desea destacar es que el anhelo de Dios no se derrama en la acción, sino que unifica nuestro fondo más íntimo. Servir a Jesucristo es pregustar la Gloria. Él es la figura acabada del profeta y del místico: contemplación y acción no son dimensiones dialécticas de su existencia, sino la unidad que se manifiesta en su Resurrección. Entre el tiempo y la eternidad, el ejercicio del cristiano consiste en excavar más hondo.

Podría reprocharse en la última parte de Jesús, maestro de meditación ciertas expresiones ambiguas. Parecería como si Jalics vacilase. Experto en el silencio, daría la impresión de que, por un camino que no se puede poseer sino en la pura esperanza, siente la necesidad de acogerse a intuiciones de Teilhard de Chardin para no perder pie.

Antes de apresurarse a descartar con alivio un camino tan «escarpado», que renuncia a alcanzar grados o a obtener iluminaciones, el paso del hacer al ser debería obligar a considerar con simplicidad sus palabras finales. Singular, propio, no para todos, no por ello mejor, es el testimonio a la vez de una época y de una tradición:


“Sólo aquí llega a la cúspide la invitación de Cristo: «Vende lo que tienes». Aquí todo consiste en haberse desprendido completamente de todo y de buscar solamente a Dios. Aquí, los últimos tesoros de la tierra se desplazan al reino de los cielos. Se trata realmente de no querer entender, alcanzar o esperar, buscar o desear otra cosa más que a Cristo mismo. Sólo desde aquí la intención se hace realmente pura: sólo vale la pena el amor a Cristo, nada más. Vivir totalmente para Dios. Vivir aquí en la tierra, pero tener el hogar ya en el cielo. Esto no excluye una vida muy comprometida aquí en la tierra, como muestra el ejemplo de muchos santos”.


viernes, 12 de noviembre de 2021

Soledad y memoria


Memoria de San Nilo del Sinaí, mj.



Con la traducción del libro La explosión de la soledad se ha producido en nuestro país un fenómeno curioso. Los argumentos de su autor Erik Varden, monje trapense y actualmente obispo de Troindheim (Noruega), han atraído un inusitado interés entre lectores que en principio no parecerían especialmente inclinados hacia la literatura espiritual. La reciente entrevista de Daniel Capó a Mons. Varden ha servido además para poner de relieve, a través de su distinción entre deseo y anhelo, una de las ideas centrales con que el libro, lejos de las respuestas clásicas de la teodicea, ha intentado enfrentarse a algunas de las perplejidades que el mal sigue suscitando a la mentalidad contemporánea.

Conviene comenzar señalando que este es sobre todo el libro de un monje que, sin renunciar a su sólida formación intelectual y espiritual, practica, con agilidad y soltura, el diálogo con quienes, según Henri de Lubac, habrían conservado el sentido espiritual de las Escrituras en los últimos dos siglos: los poetas. No es ni pretende ser un libro novedoso, sino más bien nuevo, deseoso de ir a lo esencial de manera clara y directa.

Su estructura es sencilla y está fuertemente trabada. Dividido en seis capítulos, a los que se suman una introducción y un epílogo, todo él está marcado por el imperativo de recordar, como el título de cada capítulo se encarga de subrayar. Sucediéndose como el desarrollo de la historia de la salvación, desde la Creación (y la caída) hasta la Redención (y la plenitud), cada capítulo está construido de forma similar. Tras introducir el tema bíblico escogido y situarlo en un contexto actual relata el testimonio de poetas, novelistas o personas de fe ante las angustias de nuestra época.

María Egipciaca, Stig Dagerman, el stárets Serafín de Sárov, Maïti Girtanner o Andreï Makine, entre otros, son los interlocutores con que Varden va intentando aclarar sus preguntas sobre la realidad del mal y el misterio más hondo de la bondad y de la belleza, capaces de hacer refulgir, contra toda aparente esperanza, la verdad de la condición humana.

He ahí donde se articula el sentido conjunto del título (La explosión de la soledad) y del subtítulo (Sobre la memoria cristiana) del libro, el cual pierde inevitablemente parte de su fuerza en la traducción. Entre la soledad y la memoria se produce una intensa comunicación que adquiere unos matices muy particulares en el texto original. En inglés se distinguen tanto los términos solitude (soledad física) y loneliness (soledad afectiva) como memory (potencia intelectual) y remembrance (el recuerdo trabajado en la memoria). Más que enfrentarse a una explosión, Varden se adentra en el sacudimiento, en el estallido, en el resquebrajamiento (shattering) que la obediencia a la memoria (remembrance) produce en nuestro sentimiento de orfandad originaria (loneliness). Podría decirse que la herida que nos libera del aislamiento nos invita a recuperar la comunión entre nosotros y con Dios.

En un sentido agustiniano, presente, pasado y futuro se proyectan entonces en una unidad que las trasciende y que hacen de la memoria un sigo de identidad. En cuanto tal, cabe hablar de anamnesis. Más allá de su sentido platónico y/o litúrgico, este concepto adquiere en el pensamiento monástico una tonalidad distintiva respecto del método dialéctico propio de la línea teológica emprendida por la Escolástica.

Como el propio Varden insinúa a través de su reflexión sobre el concepto griego de aletheia, la anamnesis no es una simple reminiscencia, ni tan siquiera una conexión con las ideas y los sentimientos más originales que el hombre retomaría en el proceso de theosis. Literalmente, sería una tarea que obliga a remontar la memoria sin descuidar el riesgo de su propio olvido. Según Varden, el hombre, formado del humus, aspira a ser más y mejor. El memento mori sería la prueba más elevada de la dignidad humana. Su anhelo de infinitud brota de su misma naturaleza finita. Este abajamiento le revela, como un don, la gloria de Dios manifestada en el Hombre nuevo encarnado en Jesucristo.

No es casual, por tanto, que, sin mencionar a san Anselmo y a santo Tomás, presentes de uno y otro modo en su antropología, Varden se acoja a la sombra de Orígenes y de San Atanasio. De este último, en el capítulo final, comenta con brillantez el opúsculo Sobre la encarnación del Verbo como una réplica indirecta al anselmiano Cur homo Deus est. Aunque no lo mencione explícitamente, concede con naturalidad que la muerte de Jesús no habría sido la satisfacción infinita de una deuda infinita -un planteamiento jurídico que repugna a la mentalidad moderna-. Más bien su encarnación habría representado la nueva Creación, la recuperación de la semejanza de Dios por el Logos y el cumplimiento de la voluntad original del Creador con respecto a ese hombre sobre el que se inclinó para modelarlo con la arcilla de la tierra. Como expresa en el último capítulo: “Estar creados a imagen de Dios -ser humanos- es portar en lo hondo del ser de cada uno un anhelo que desea trascender los límites de la naturaleza humana para participar en la vida divina”.

Este planteamiento, que es sostenido con rigor y serenidad, lleva a Varden a la afirmación más osada de su libro y que, con cierto temor, me atrevería a matizar intentando asumir los propios presupuestos del autor: “Lo que Dios tenía en mente no era tanto la redención, sino la recreación. El problema que reclamaba una solución no era el pecado, sino la muerte”. Sin duda, como añade a continuación, “en Dios encarnado, nuestra humanidad misma tenía vida divina”. Ahora bien, llevado al extremo este argumento, podría considerarse que se disuelve la correlación ontológica entre causa y efecto (pecado-muerte) en favor del impacto existencial y fenomenológico de nuestra finitud restaurada en su anhelo originario.

El valor salvífico de la Pasión y Muerte de Jesús quedaría así desdibujado. Estoy de acuerdo en que ya no corresponde entender éstas como la imputación de un castigo terrible y hasta inhumano, sino, como Varden mismo apunta con un sentido genuinamente evangélico en el capítulo dedicado al memorial eucarístico, la expresión del perdón incondicional de Dios a la humanidad que, paradoja inconmensurable, es salvada justo cuando vuelve a rechazarlo. El misterio de la Encarnación y de la Redención son, a fin de cuentas, inseparables.

Dice Varden en verdad que Dios se hizo huésped de los hombres para mostrarles su auténtico rostro. Pero “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). En el recuerdo de las cicatrices del campesino noruego que tanto le impresionaron en su adolescencia, siguen resonando los mismos gritos, ahora a sabiendas, de hace veinte siglos: “¡Fuera, fuera; crucifícalo! […] No tenemos más rey que al César” (Jn 19,15).

Ahora bien, pese a los dolores crónicos de Maïti Girtanner provocados por las torturas nazis o la prisión de Iulia de Beausobre en un campo de trabajo soviético, como quiere resaltar Varden, el perdón y la compasión transfiguran nuestra existencia con la victoria de Cristo: “Pero a cuanto lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12). O como dice nuestro autor: “Ser digno [de la Eucaristía] es asentir a la realización del ejemplo de Cristo en mi vida -comprometerme con su novedad. El Señor no busca la perfección instantánea. Pero requiere coherencia en el modo de vida”.

La Redención -la Reconciliación- culmina y completa, así, la Recreación. “Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él descansó de toda la obra que Dios había hecho cuando creó” (Gn 2,3). La explosión de la soledad nos acompaña, con alegría interior y con tacto genuino, en esa jornada.


lunes, 1 de noviembre de 2021

Qohélet y el Paraíso


Fiesta de Todos los Santos

  


Ante la fiesta de Todos los Santos vengo preguntándome, en mi lectura continua del Eclesiastés, si es posible, y hasta realmente humano, dar por descontada la imagen del Paraíso. Sin Edén, ¿cómo cabría esperar la Jerusalén celeste? No por acaso Dante sitúa el ascenso al Paraíso Terrestre como antesala del Celestial. En el umbral del Apocalipsis Léon Bloy se refería al primero, sin hacerse ilusiones, “como el testamento y la herencia, la casa del Padre que nadie puede conocer. Todas las imágenes de los poetas se refieren únicamente al Paraíso terrenal, el único que puede ser imaginado”. Sin imaginación, ¿nos deberíamos conformar con esa palabrería que adormece la llegada de nuestra extinción?

La enseñanza de Qohélet teje la historia de la resolución de un conflicto muy profundo que enfrenta a cada ser humano con el misterio de su condición. Su pasión le impulsa a elegir libremente lo único que puede compensar sus sufrimientos: “No pensará en los años de su vida si Dios le concede alegría interior” (Ecl 5, 19).

¿Cómo, pues, lee Qohélet la actividad de una Creación que se presenta torcida, desacordada, en su propia constitución? Bajo la acción poética de una palabra inspirada Qohélet asume de frente la desgarradura interior que merece ser curada en tanto que ruptura o pérdida.

Qohélet no predica la abstención o la retirada del mundo. La circularidad de la existencia humana tiene que ver más bien con el flujo ininterrumpido de lo uno y lo mismo. El hombre está en guerra consigo mismo y, en cuanto consigo mismo, con los demás. Las cosas no dejan jamás de pasar: “Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas” (Ecl 1,8ª). No son el resultado de un desorden cosmológico, ni reflejan una polémica que encierre una teología natural.

El mensaje de Qohélet va graduando las reacciones emocionales con que el hombre va comprobando la inconsistencia de sus ilusiones. Aun así, Qohélet no maldice ni de la sabiduría ni de los placeres Sólo advierte su insuficiencia de fondo: “Sí, pero comprendí que una suerte común toca a todos” (Ecl 1,14b).

Ante el hecho ineluctable de la muerte -de la imprevisibilidad más honda del tiempo futuro como tiempo de la esperanza-, Qohélet va adensando la reflexión sobre la paga del hombre. De entrada, parece un breve interregno que alivie una situación que resulta tanto para el autor como para sus lectores auténticamente insoportable. Podría decirse que casi se la vive hasta con una mueca de irónico escepticismo: “El único bien del hombre es comer y beber, y regalarse en medio de sus fatigas. Pero he visto que aun esto es don de Dios, pues ¿quién come y goza sin su permiso” (Ecl 2,24-25).

Se estaría tentado de considerar hasta esta posibilidad humo y caza de viento. Pero enseguida se advierte que este tiempo que tenemos contado para cada cosa es obra de Dios. Aunque el hombre no alcance a saber su sentido último, empieza a aceptar que el disfrutar en la vida es realmente don de Dios pues “comprendí que todo lo que hizo Dios durará siempre; nada se puede añadir ni restar. Y así hace Dios que lo teman” (Ecl 3,14). Cuando el hombre come y bebe y descansa de sus fatigas, es decir, cuando festeja, alcanza el sentido real de su vida que le estaba escondido y que le revela el temor de Dios.

En ese momento el hombre se abstiene de seguir pidiendo cuentas a Dios. De hecho, se libra del fardo de la reclamación: “Donde abundan los sueños, abundan las vanas ilusiones y la palabrería. Pero tú teme a Dios” (Ecl 5,6) Toma en sus manos su vida en su dimensión más profunda. Esa es su paga “durante los pocos años que Dios le concede”.

A diferencia de Job, Qohélet en ningún momento invoca a Dios, pero Dios no está jamás ausente de su búsqueda. En lugar de entregarse al silencio, Qohélet asume la experiencia de su sinsentido. Es consciente de que su escritura tampoco escapa a su descubrimiento. Es también humo y caza de viento; por ello mismo, debe recorrerse. Esa es su paga y su verdad. “Lo que es ya había sido, lo que será ya es, pues Dios hace que el pasado se repita” (Ecl 3,15).

La vida está atravesada por un conocimiento que, a su vez, jamás podrá alcanzarla. El hombre vive en una desgarradura; en una Caída. Vive de la conciencia de su mortalidad, sobre la cual no tiene ni siquiera un poder último. Qohélet no niega el Paraíso. De hecho, ni tan siquiera se plantea su existencia, en todo caso tan remoto y oscuro como el Abismo al que el hombre se encamina. La circularidad no representa sino el bucle en que la vida está instalada. La circularidad es el nombre de la Caída. Ni al justo ni al malvado les aprovecharán sus actos. Es su condición humana la que está herida: “Y esta es la peor desgracia de cuanto sucede bajo el sol: que una misma suerte toca a todos. Por ello el corazón de los hombres está lleno de maldad; mientras viven, piensan locuras, y después ¡a morir!” (Ecl 9,3).

La sabiduría que alcanza Qohélet no consiste en descubrir la inutilidad de nuestros esfuerzos. Esa sabiduría también cae bajo el peso de su propia conclusión. Sólo alegrarse y disfrutar con el fruto de su trabajo restaura, aun provisionalmente, una experiencia de unidad que escapa a la lógica de nuestra angustia. Nada impedirá que muramos, pero esa alegría grabará nuestra humanidad más profunda sobre la página que escribe nuestra insistencia. Es el don imprevisto de nuestras obras: 


“Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Lleva siempre vestidos blancos, y no falte el perfume en tu cabeza; disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol” (Ecl 9,7-9).


Qohélet se asoma otra vez al sepulcro y, por un instante, una ráfaga de alegría lo deslumbra. Esta vez estará vacío.


sábado, 9 de octubre de 2021

Vida solitaria

 

Memoria de S. Dionisio, ob. y mr.

 

Cabaña entre árboles junto a un riachuelo,
Cornelis Decker (1669)


Desde 1553 no se había vuelto a verter De vita solitaria de Francesco Petrarca en español. Compuesta unos doscientos años antes, entre 1346 y 1356, desde entonces ha seguido manteniendo en su soledad esa excelencia que le reservaba en el título su primer traductor castellano, un tal Licenciado Peña que parece que se tomó bastantes libertades con el original latino.

A varias jornadas de camino de aquella Medina del Campo donde se había publicado esa primera y hasta la fecha única versión, Jesús Cotta, humilde y vencedor, se ha enfrentado ahora en Sevilla con un gran reto, como él mismo lo define en la nota de presentación (Cypress, 2021): “ser fiel al sentido y preservar, a la vez, el estilo; desprenderse de la literalidad y lograr así en nuestra lengua la misma elegancia del original”. 

Tras leer su traducción, puede afirmarse que lo ha superado ampliamente. Tan importante como batirse en duelo con las construcciones nominales petrarquescas es adoptar el timbre de la voz que habla entre las líneas de una lengua que no era además la propia del autor. Sin ser la suya tampoco, Cotta logra hacerla vibrar en el ritmo que imprime a su fraseo.

Con el latín los humanistas -y Petrarca lo fue en el grado sumo de no necesitar la acreditación de la Academia- realizaron algo más valioso que un ejercicio de estilo y más peligroso que una empresa arqueológica. Comprometieron en el crisol de la razón la pureza esencial de sus sentimientos. Alquimistas de la palabra, persiguieron el oro divino de una Parusía inmanente.

Esa tarea, cuyo secreto había custodiado la filosofía moral que la animaba, suponía culminar de una de sus maneras más nobles la búsqueda del llamado Medievo, antes de que la Modernidad ilustrada, astuta especuladora, la expropiase y mancillase a conciencia, sin el original concierto de su voluntad trascendente. Cotta se ha aventurado a destilar su sustancia original por los alambiques de una espléndida sensibilidad lingüística. Ese es mérito indiscutible de su traducción.

En unas pocas páginas introductorias, José Luis Trullo, editor de energía humanista, sitúa con precisa naturalidad la actualidad del opúsculo en su contexto histórico. “Una época de decadencia”, “La función del saber”, “La patria de las letras”, “Amistad, divino tesoro” o “Maestros de soledad” son algunos de los esclarecedores títulos de sus breves epígrafes, cuyo contenido hace innecesario proporcionar al lector que quiera, y deba, acercarse a este opúsculo mayores detalles.

Sólo quisiera resaltar que, bajo una tersa y acallada lucha con su justificada vanidad, Petrarca aporta una honda meditación sobre el maridaje clásico del cristianismo. No se contentaría con recuperar a Epicúreo y a Séneca, sino que querría hacerlos entrar en una tensión enriquecedora con la base cristiana de su clasicidad.

El humanista, laico y cristiano, aspira a ser un ciudadano ermitaño, como si diese forma a un Séneca benedictino. No debería extrañar así que las primeras páginas distribuyan la jornada del solitario según el ritmo de las horas litúrgicas. Ahora bien, también resulta claro que para Petrarca la vida solitaria no supone la kénosis del eremus, sino la exaltación del locus amoenus.

Buscar a Dios y entregarse al estudio, imitar a Cristo y permanecer en silencio serían las antítesis que forjan el ethos de un hombre nuevo. Solo en el silencio la conversación rompería las fronteras del tiempo. Como una figura de la Jerusalén celeste, la lectura abre el espacio donde los amigos del pasado y del presente se reúnen a la espera de los huéspedes futuros que mantengan ininterrumpida esta hospitalidad de la letra y del espíritu.


“De la soledad no alabo solo el nombre, sino los bienes que hay en ella. Y no me deleitan tanto el retiro y el silencio del desierto como lo que en ello habita: ocio y libertad.”
“Tengo la firme convicción de que la soledad no es que predisponga al buen juicio: es que lo conserva y lo favorece al máximo.” 
“Ciertamente, la soledad sin letras es destierro, cárcel, potro de tormentos; añádele las letras y es patria, libertad, goce.”
“Abramos por fin y purifiquemos esos ojos interiores con que las realidades invisibles se contemplan: veremos que ahí está Cristo.” 
“Y este no es el último fruto de la vida solitaria, algo que no entiende quien no lo ha probado; entre todas estas cosas, consagrarse a la lectura y a la escritura…” 
“La vida solitaria se sirve del presente con alborozo, aguarda lo futuro con sosiego, no está en vilo ante el mañana, no deja para el día siguiente lo que pueda o deba hacerse hoy.”

“Cuando esto es así, se sigue que en cualquier lugar donde cabe una sola persona caben dos amigos. Pues ninguna soledad es tan honda, ninguna casa tan pequeña, ningún umbral tan cerrado, que no se abra para un amigo”.

 

El silencio y la soledad aún contienen la prueba última del diálogo sin ocaso: la oración.

jueves, 30 de septiembre de 2021

De camino


Memoria de San Jerónimo, pb. y dr.

 



Hoy en día el desarrollo de nuestras vidas se ha retrasado diez o quince años. Nos olvidamos de abandonar la adolescencia, nos resistimos a afrontar la larga jornada de la muerte. La famosa crisis existencial de los cuarenta años nos alcanza cuando debiéramos celebrar el jubileo de la existencia. Traicionando el sentido original, monástico, que los Padres del Desierto, y en especial Juan Casiano, atribuían al pecado de la acedia, Paul Bourget situó en ella la tentación del demonio del meridiano, como si todo le confirmase a nuestra época que nos aburrimos tanto que sólo nos queda aferrarnos a unos instintos cuyo vigor empieza suavemente a declinar.

Caigo en la cuenta de que una de las causas de haber estado meditando -de  haber rumiado- el libro de Qohélet casi sin pausa durante los últimos meses quizás haya sido, inconscientemente, enfrentarme a la sombra de mi meridiano. Aquí y allí no he dejado de sembrar alusiones al humo en que todas las ilusiones de nuestro pasado se desvanecen. No desespera uno de la falta de sentido, sino de no alcanzar la paz de abrazarla con alegría. Como con un santo disimulo, tal vez debamos contemplar el rayo de trascendencia que sólo podemos negar como niños enfurruñados que no aceptan que toda fiesta contiene en su esplendor, como su núcleo más original, el dolor de saberla transitoria.

El demonio del meridiano suele desplegar ante uno los futuros imposibles o descartados del pasado. No basta con aferrarse al presente para conjurar su asedio. Como el Ulises de Kafka, resulta imposible sustraerse al canto mudo de sus sirenas. Atormentan la conciencia mostrándole la inutilidad de cualquiera de las obras que a duras penas haya podido cumplir. Angustiada, suele estallar en un riguroso juicio de su niñez y de su juventud. Lo salva y lo condena, le recrimina sus pesares y le disculpa sus gozos. Todo también vanidad. Cabría rendir sólo a una y a otra el piadoso culto filial de la elegía fúnebre, sabiendo que, a fin de cuentas, lo único que no ha muerto del todo es aquello que se ha logrado conservar a salvo de la intemperie del tiempo.

Decía Qohélet que lo torcido no se puede enderezar. Me parecía un grito sin respuesta. Sospecho que nada más se aleja tanto de la realidad. Formula la pregunta de quien ha empezado a dominar su derrota. La nada jamás se da por vencida. Por ello, el inaudible murmullo de nuestro paso por el mundo es una leve victoria que no debiera encerrarnos, aún melancólicos, en la nostalgia. Dice Qohélet que el sabio no pregunta por qué el pasado resulta mejor que el presente (Ecl 7,10). Bajo el signo de la antítesis, creo firmemente que la adversidad próspera es un bien que no debiéramos dejar que nos arrebate una adversa prosperidad.

Debiera ir callando. Cada vez soporto menos a quienes, en nombre de la ciencia o de las convicciones cívicas, desprecian con la hueca voz de los burgueses que fustigó Léon Bloy: “¡Déjese de metafísicas! Poético, pero falaz. Irrelevante”. En ocasiones, el arma más poderosa, la palabra que conmueve el universo entero, es el silencio. Pilatos, fuera de sí, espetó a Jesús: “¡A mí no me contestas! ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y para crucificarte?” (Jn 19,10). Mientras llega el juicio último, nada cabe retener, sino apresurar el paso, sin distracciones. 

A fin de cuentas, no hay tema serio que no sea en su fondo teológico, como la lectura o el canto de un pájaro.


domingo, 19 de septiembre de 2021

Qohélet y la creación

  

Memoria de S. Genaro, ob. y mr.

 

Vanitas con libros, manuscritos y una calavera,
Edwaert Collier (1666)

Sigo absorto ante la imagen del soplo de aire que el libro de Qohélet no deja de inspirar últimamente mi lectura de José Jiménez Lozano. Frente a la tentación de la vanidad -el único pecado que los Padres del Desierto descubrían como la raíz de todos los otros males- sólo nos puede proteger el recuerdo de la condición creada de nuestra naturaleza, cuya custodia la poesía tiene encomendada.

Con una extraordinaria finura narrativa el autor del primer capítulo del Génesis se había cuidado de mencionar explícitamente el concepto filosófico y teológico de la creación «ex nihilo» que se deriva necesariamente de su primer versículo: “Al principio hizo Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1).

Por más que la tierra estuviese informe y vacía o invisible y desordenada es imposible empezar a narrar antes de haberse instaurado cualquier tiempo. Pronunciar la primera palabra supone haber salido ya “de la nada”. Dios, el narrador absoluto de la vida, la trasciende desde el primer momento. Su espíritu se cierne sobre las aguas, como la tiniebla sobre el abismo (Gen 1,2).

Para el Elohista, todo principio –el inicio de todo comienzo- es, misteriosamente, una liberación. Contiene en sí, en el contrapunto de un silencio eterno, el afán de la Creación entera. Hasta la pregunta de Leibniz de por qué hay algo en lugar de nada conserva, al fondo, otra cuestión decisiva: ¿por qué debe volver a haber nada existiendo algo? “Dijo Dios: «Hágase la luz». Y hubo luz” (Gn 1,3). Y sustrajo la luz a la tiniebla, porque vio que era buena (Gn 1,4).

El relato entero de la Creación hace de la Creación el relato de Dios. Advierte que todo relato es la réplica de aquel primero. Como el hombre, llega siempre “después”. El hombre siempre empieza a crear “tarde”. Hubo algo antes; habrá algo después. Resulta imposible fijar su ansia. Aun divino, su origen le recuerda que brota de esa tiniebla “super faciem abyssi”. Su principio es lo infundamentado: promesa de libertad, amenaza de disolución.

La lectura del Eclesiastés empuja a sospechar que la insistencia de Qohélet en el tiempo y en su repetición, así como su desolada afirmación de que tanto la búsqueda de la sabiduría como la entrega fácil al placer sean vanidad y caza de viento, no corresponde simplemente a la constatación nihilista de una derrota.

Quohélet explora de modo radical, sin concesiones, ese núcleo sin fondo que constituye nuestra existencia. En él, a tientas y por vencido, sigue la condición de sentido de la narración que anhela ver registrado en el Libro de la Vida. Jacques Ellul entendía así la sabiduría de Qohélet: “La realidad es que todo es vanidad. La verdad es que todo es don de Dios”. La una sin la otra nos arrastraría al suicidio.

Qohélet no cuenta. Qohélet alterna el argumento roto de la prosa y el ritmo quebrado de la poesía. Avanza y retrocede; recae; se lamenta y, aun a disgusto, se exalta y celebra. La vida es sinsentido. Su escritura gira sobre el significado de la preposición “sin”: lo que ilumina al oscurecer. Da cuenta del terror primigenio, de la indiferenciación primera a la que de un modo u otro no escapamos “al fin”. El paréntesis de la existencia manifiesta algo monstruoso: ni escapamos por completo de la nada ni el ser da asiento seguro a ninguna de nuestras posibilidades: “Y así aborrecí la vida, pues encontré malo todo lo que se hace bajo el sol; que todo es vanidad y caza de viento” (Ecl 2,17)

En pocos autores como Qohélet la conciencia ontológica y política están tan antitéticamente abrazadas. No porque sean inútiles sus obras el hombre puede prescindir de hacerlas. Sólo haciéndolas puede llegar a descubrir su sinsentido. A un paso transhumano, Qohélet grita de espanto que “el hombre no supera a los animales. Todos caminan al mismo lugar, todos vienen del polvo y todos vuelven al polvo” (Ecl 3,19-20). No obstante, exclama a continuación: “el único bien del hombre es disfrutar con lo que hace” (22).

Aunque el peso de esta conciencia nos humilla, aunque nos devuelve a esa masa de fango en la que Dios inspiró un espíritu de vida que parece estar desvaneciéndose tan pronto como es soplado, Qohélet no cesa de amonestarnos para que no nos dejemos vencer por la desesperación: “En tiempo de prosperidad, disfruta; en tiempo de adversidad, reflexiona: Dios ha creado estos dos contrarios para que el hombre no pueda averiguar su porvenir” (Ecl 7,14).

La enseñanza de Qohélet conecta con el sentido misterioso de la Creación, desde el abatimiento de la Caída. Tinieblas y retorno a la nada nos asedian, sí, pero también se alza una voz que sostiene la dignidad herida de la naturaleza humana que no se resigna a dejar de afirmar que somos, aunque sea a-penas. Humo o sombra, llegar a ser es haber sido amado.



miércoles, 18 de agosto de 2021

Escritura y vocación


Memoria de S. Macario de Bitinia, ab.


Murada i catedral a entrada de fosca,
Antonio Gelabert (1903)


Como por fortuna no poseo relevancia en el mundillo cultural, apenas suelo recibir ejemplares de las novedades editoriales. Si llega alguna, suelo apresurarme a darle la hospitalidad poética de este monasterio. Sólo raros volúmenes parecen sumergirse en un silencio en absoluto indiferente. Los mantengo próximos, mientras me reconozco incapaz dar con el tono que merecerían. Entre estos ha ocupado un lugar punzante la publicación hace un año de la conversación que Daniel Capó y Nadal Suau mantuvieron con José Carlos Llop (Elba, 2020).

Paso de nuevo en estos días de agosto las hojas de mi ejemplar y compruebo que mi silencio no estaba del todo errado. Veo subrayados con insistencia los pasajes que tocan el sentido de la escritura. No los de la memoria, la cultura, la biografía del hombre o de una ciudad, los géneros literarios que debe fatigar el autor en busca de su voz -o, mejor dicho, del timbre que da personalidad a su voz-, ni tan siquiera los del compromiso moral asociado al oficio. Parecería que, como si desnudo y esencial, adivinase, casi con pudor, los contornos de la sola decisión del acto de escribir, ese punto donde lo abstracto de un trazo inicial adquiere la forma imprevista de un mundo. Aunque me sigan pareciendo escasas mis fuerzas para una reseña de sustancia, aun a destiempo, acaso sea el momento de emborronar alguna cuartilla imaginaria.

Comparto la impresión de que el fondo de aquella conversación quizás girase sobre la distinción que Llop establecía desde el principio entre lo poético y lo narrativo, la percepción inmediata de lo verdadero frente a la construcción de otra realidad, no por necesaria siempre verdadera. Con ella hacía emerger de nuevo una de las certezas que había apuntado En la ciudad sumergida: “Al arte hay que pedirle la revelación de un misterio o la interpretación de las emociones propias. Y a veces, que sea testimonio de su tiempo y nombre, creándolo de nuevo, el mundo”. Tal vez también la tarea del escritor sea deambular por tal umbral, imantado entre la luz sin nombre del misterio -el poeta- y la sombra apalabrada de las emociones que cristalizan un mundo -el narrador-. “La vida del escritor es la invención de una escritura”, sentenciaba después Llop en su conversación con Capó y Suau.

De la insularidad, física y sentimental; de Palma como destino y vocación del escritor; del alejandrinismo y hasta bizantinismo de la genealogía literaria de Llop, es posible desarrollar un número relativo de variaciones. Pero ya digo que, indirecto, exquisito, enigmático, de él me interesa sobre todo su decisión de escribir.

El mérito mayor de En la ciudad sumergida pudiera haber consistido en destilar una representación anamórfica de Palma de Mallorca. En la estela de su propia tradición, de Robert Graves a los hermanos Villalonga, Llop ha conseguido alzarla a la altura de uno de los símbolos mayores de la mejor literatura (anti)moderna, como es el de la ciudad-isla. Tal retrato es posible sólo si se bucea en una conciencia donde late, onírica y educada, una angustia que se irisa y se oculta en su descripción a través de la historia de objetos, viviendas, calles y barrios… hasta el mar o la catedral. Bajo ellos apenas se puede contener el tráfago que cabe atravesar desde sentirse escritor a ser escritor.

Una cosa es escribir, o leer, y otra ser arrastrado en la escritura, o en la lectura. De ese fulgor cabe protegerse a veces con la página redonda, o con el despliegue erudito de referencias que permitan encajonar el libro en la vitrina de la historia literaria. Y es imprescindible hacerlo así, siempre que se recorra, aun con conciencia vencida, la mise en abyme a que obliga.

De este modo, quienquiera entender el sustrato radical que hace posible En la ciudad sumergida debería leer el capítulo “Los escribanos del agua”. He ahí quizás donde se encuentra representado en diferentes planos el quicio de la imagen de escritor que el narrador establece entre el joven recluta recorriendo la guardia por la muralla de la ciudad y el escritor consagrado subiendo a Bellver a contemplarla treinta años después. Quien escribe debe asumir el precio de adentrarse “en el territorio del olvido aparente, donde las líneas se borran una vez escritas”.

Llop describía a Capó y a Suau la escritura como pasión y como enamoramiento, “sabiendo que la escritura es la memoria de lo que no queremos perder. O mejor, que se nos escape del todo: la vida”. Páginas antes, había querido matizar que no sólo al final, sino que “al principio del arte, también en su origen, está la muerte”. La resistencia que la escritura opondría a la muerte no retiene con su afirmación, precaria y gloriosa, su definitiva extinción. De alguna manera misteriosa, la muerte va guiando, implacable, los trazos de su derrota. Quien pinta o escribe se sabe mortal. Como escribió Gregor von Rezzori, “nadie jamás hace otra cosa que ir al encuentro de la propia muerte. […] Pues todos están perdidos en su soledad, los hombres y las ciudades”.


jueves, 8 de julio de 2021

José Jiménez Lozano y los lirios del campo


Memoria de los Santos Monjes Abrahamitas, mrs.



Tantas devastaciones,
José Jiménez Lozano

Para Ángel Ruiz

 

En estos últimos meses he meditado con asiduidad el Eclesiastés. Algunas mañanas me desperezaba con su lectura. Después la retomaba, a última hora, para disponerme a la cena. Cumplo así el firme propósito de no cejar de rumiar sus versículos, sobre todo aquellos que nos previenen de entregarnos a la caza de viento y de no disfrutar del vino oscuro, lleno de cuerpo, de su enseñanza. Procrastinamos demasiado el consejo final de Qohélet: “Acuérdate de tu Creador en los años mozos antes de que lleguen los días aciagos…” (Ecl 12,1). Ay, nunca debiera ser demasiado a deshora.

Tanto es así que he empezado a incordiar a los amigos interesándome por sus lecturas del Eclesiastés, con la esperanza no tan secreta de poder glosar aquí y allí algunos de esos chispazos que su autor hace saltar en el pedernal húmedo de nuestra inteligencia. Entre ellos, con inmediata paciencia Ángel Ruiz no sólo ha atendido mi consulta, sino que incluso ha satisfecho mi insistencia enlazándome el poema de José Jiménez Lozano que encabeza esta entrada. He quedado deslumbrado.

Confieso avergonzado que con la poesía de JJL me pasa como con la de Unamuno. Suele ejercer un efecto gravitatorio que me mantiene a una distancia magnética, firme y cálida. Sin embargo, “Eclesiastés” me ha conmovido de una manera muy íntima. No he podido tampoco dejar de releerlo. Ha rehilado un tejido de asociaciones personales que, vencido, no me resisto a dejarlas esquemáticamente anotadas.

En su aparente sencillez cumple una poética por el simple hecho de tomar la palabra. Su enunciación es carne e historia. Explora con sorprendida admiración la profundidad de la que nace la voz. En lo dicho –en su fugacidad- se sorprende la maravilla de llegar a decir. El yo llega siempre con retraso a captar la maravilla que supone que pueda decir, aunque en el exclamar –en el grito y en el canto- se goza, ineluctable y perpetuo, de lo dicho.

“Eclesiastés” no es un poema sobre un motivo bíblico, ni una paráfrasis, ni un homenaje. Más bien, hace de la palabra bíblica su morada, el lugar de una cura y de un consuelo, de una comunidad que pre-dica en la voz del poeta la memoria de su sufrimiento y de su esperanza.

Bajo la forma del epitafio, en cada verso se condensan otras voces que dan a su dicción su perfil más singular. Qohélet advierte que nuestro destino está sellado y que, sin embargo, todo volverá. Todo esfuerzo está amenazado por la nada. A esta constatación que parece inexpugnable la voz del poema opone su experiencia: cada día la nada deberá recomenzar su trabajo y su fatiga porque, en su debilidad derrotada, la conciencia de haber sido resiste invencible. Contra toda esperanza, la muerte no extirpa la última palabra. Esta seguirá vibrando ante quienes, de paso, nos detengamos una y otra vez ante el poema.

Desde la exclamación inicial, seguido de esos interrogantes casi juanramonianos, se va trazando el itinerario poético de una indagación existencial en cuyas formulaciones se funden los símbolos y motivos del Eclesiastés (Ecl 6, 11), sí, pero también del Libro de Job (Jb 3,5; 8,3; 10,20-22; 14,1; et passim) y de los Salmos. Entre heptasílabos y versos de pie quebrado, con algunos versos de arte mayor aparentemente descuidados, la intensidad lírica se refuerza con unas delicadísimas rimas asonantadas que entablan un diálogo casi inaudible entre sus palabras más humildes (estaré ya / florezcan; cubra /rústicas; rosas / memoria).

La segunda parte del poema, en la que se cambian las preguntas por respuestas en el mismo número de versos, permite pasar del pasado a un presente que, a diferencia del que cantó Eliot, es redimible en su finitud, sólo si se adopta una irreductible perspectiva futura. Del Eclesiastés salta la voz a recoger la palabra de Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt. 6, 30-34). Como los lirios del campo, que ni se afanan ni hilan, y resplandecen más que en todo su fasto Salomón, a quien se atribuía la autoría del Eclesiastés, al hombre le basta su afán de cada día. Es esta una manera de formular la enseñanza de Qohélet en otra clave: “Y así observé que el único bien del hombre es disfrutar con lo que hace: esa es su paga” (Ecl 3, 22).

En este contexto crístico, casi me atrevería a decir escatológico, es posible entender el cierre del poema. “Habéis oído que…; pero yo os digo…”. Desde la sombra y la muerte, los hijos del Hombre alzan la voz y encarnan, a través de su historia compartida, la afirmación de lo inesperable, de una luz que brilla en la tiniebla y cuyo solo resplandor destruye la pretensión definitiva del nihilismo. El crucificado, el humillado, el pobre es también el viviente, aquel que toma la palabra y pronuncia cada vez que lee –y hace suya y testimonia- la experiencia que el poema ha cumplido el deber de transmitir: “Mandó a la gente que se recostara en la hierba…” (Mt 14,19).

Tal vez haya sobreinterpretado. Mi nombre no os importe. El poema existe.


sábado, 3 de julio de 2021

En el claustro (Respuesta VI)

 

Fiesta de Sto. Tomás, apóstol

  


Estimado José Antonio:

Al leer su última carta extramuros volví a tener la impresión de que el dáimon que atraviesa su voz se ha decido ya a desafiar al ángel de cuya palabra apenas puedo zafarme durante la larga noche de combate en que consiste la vida cristiana. No le hablo en términos bélicos; tal vez sean caballerescos, medievales. Lo sabe bien el afecto que le profeso. Más que de un desacuerdo, al que no cabe temer, entreveo que se trata de una tenaz dialéctica, tanto más irreductible cuanto más amistosa. Según Celso, Heráclito sostenía que “la guerra es común a todas las cosas y que la justicia es discordia y que todo sobreviene por la discordia y la necesidad”. El adagio latino que recomendaba preparar la guerra si se desea la paz olvidaba la aguda comprobación del Oscuro: sin paz tampoco la guerra sostiene nuestra existencia.

Últimamente medito con atención el Eclesiastés. Es una lectura barroca, propia de la edad del desengaño que ha empezado a alcanzarme en esta cincuentena. Desengaño y desilusión no son términos sinónimos. Al primero se llega después de haber visto que las ilusiones de juventud han ardido hasta que a sus cenizas sólo les queda ser aventadas sin ningún tipo de rito. Entonces se es capaz de dejar de lamentar que todo sea vaciedad y que bajo el sol el tiempo no alterna. Cada cual comparte ese solo y único camino.

Qohélet invita a disfrutar sin darse el más mínimo consuelo. El provecho del día no invita a coger las rosas de la primavera. Todo regresa y todo es imprevisible. La circularidad temporal, que tanto obsesionó a T. S. Eliot en Four quartets, arrastra nuestra condición hacia una nada ante cuyo abismo brota la confianza de un paso que se trasciende a sí mismo. Si durante años no he logrado pasar del capítulo 3, en estos días me limito a girar en torno a los tres siguientes.

“Dios está en el cielo y tú en la tierra: sean contadas tus palabras” (Ecl. 5,1b). “Cuantas más palabras, más vanidad. ¿Qué saca en limpio el hombre?” (Ecl. 6,11). En estos dos versículos he quedado apresado desde hace unos días. Me pregunto por qué escribo aquí y allí, hablo con este y con aquel. ¿Acaso no son rumores de esa sombra sin fin que se alarga sobre la Creación de Dios? ¿No serán el silencio y la soledad el hoquetus del fiat original? Me preguntaban hace unos días si los Padres del Desierto no preferirían la oración vocal sobre la mental. Soy un discípulo muy rezagado. Intuyo que preferirían pronunciar una sola palabra, clara y eterna, en el secreto de su corazón.

Me comenta usted ese apresurado descenso de la Iglesia posconciliar que nuestra generación ha vivido con una mezcla de la excitación de nuestros padres y de la absoluta indiferencia de nuestros hijos. Vaciedad y caza de viento. No es de eso de lo que quisiera tratar. De ese naufragio se salva, sumergida, la confianza en una verdad escondida, como la perla evangélica perdida en el campo.

Con escaso éxito he intentado durante casi una década enseñar a grupos cada vez más reducidos de seminaristas la imagen que despliega San Bernardo sobre la respiración del nuevo Día. A contracorriente he pretendido adentrarlos en el misterio de su gramática. “Ante sane excipiat nos dies respirans, quam nox suspirans absorbeat, aeternae caliginis tenebrae exterioribus involvendos” (In Cant. 72). Con alguna excepción, están interesados, como dijo Léon Bloy, en alcanzar el poder de crucificar cada día a Jesucristo. Verlos romperse psicológica y espiritualmente entre ocultamientos, cuando se les concede su deseo, entristece aún más.

Sospecho que esta carta está cobrando un tinte fúnebre del que un pensamiento “positivo” reniega. Me alegra. No siento nostalgia por otra época. Tampoco esa desesperación que llevó en el último poema de Desolación de la quimera a Luis Cernuda a exclamar: “Si queréis / que ame, devolvedme al tiempo del amor”. En el desengaño se mantiene encendida la lección más alta de un amor desprendido de cualquier sentimiento. Casi con temor, aprenderla me obligará a renunciar al propio desengaño.

Pensaba contarle algunas anécdotas más y reflexionar sobre esa extraña vocación nuestra, semiamputada, que padecemos los letraheridos. Perdone que me vuelva a asaltar la urgencia de rumiar las pocas palabras del Eclesiastés.

Suyo como siempre,

 

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