Memoria de San Hugo de Cluny, abad
Estimado José Antonio:
Como le insinuaba de pasada en mi anterior carta, me produjo una fuerte impresión su reflexión en torno a la visita que había rendido a Santa María de Palazuelos. Confieso que me sirvió de motivo de meditación en la pasada Semana Santa. Le cito: “Mirando un poco más a lo ancho, nos damos cuenta de que si Cristo no es logos-nous, la historia de Europa es un fraude”. El fondo de este argumento, que ha logrado tallar con diamantina formulación, no deja de perseguirme desde que llevo dando vueltas a esa especie de estética personal, de andar por mis adentros, que he llamado stilnovismo claravalense. De algunos de esos dolores me gustaría conversar con usted en esta ocasión.
Compartiremos que a Europa no le ha importado convertir su historia en un fraude con tal de negar la palabra y la inteligencia del Siervo sufriente de Isaías. De hecho, su actual articulación, impulsada desde la crisis de su Constitución abortada, consiste precisamente en convertir el fraude intelectual y moral de sus intereses en la nueva historia que nos quiere imponer desde la progresiva implantación de una ética bioeconómica. La única fuerza que habría podido resistir, vencida y amedrentada, la Iglesia Católica, casi está suplicando que se la admita como convidada de ese contraescatológico Nuevo Orden Mundial que se agita como esperanza de una inmanente tierra prometida o como signo apocalíptico de destrucción de la civilización occidental.
Frente a todos los análisis que se pueden esbozar, a los que tan propensa es una época que ha sustituido la filología y la filosofía por esa excrecencia que lleva por cacofónico nombre politología, tal vez quepa oponer una reflexión antihistoricista. No por ello necesariamente sistemática, a menudo suele adoptar una forma aforística, con una voluntad de plenitud fragmentaria. No se trata de derrocar el mundo en los límites del lenguaje, sino de palpar los orificios por los que resuenan, como en una concha, los ecos lejanos de un mar que hace de nuestra condición finita y mortal una llamada trascendente.
Lev Shestov decía que “la historia no es un teatro anatómico, y es perfectamente admisible que los historiadores deban algún día rendir cuenta a los difuntos”. Aun en medio de tantas profecías transhumanistas, advierto, con cansancio, que han vuelto, como si padeciésemos de insaciable bulimia, los mismos debates de los años 70. Un largo periodo de hibernación -casi de criogenización- ha acabado permitiéndoles seguir incubando la fantasía operativa e indesmayable de un retorno de lo idéntico.
En el caso español esta situación adquiere los rasgos de una farsa, que no es marxista en el sentido que se atribuye normalmente a la famosa frase sobre la repetición de la historia, sino freudiana en tanto que regresión a traumas originarios. La pulsión de muerte funciona como su inabarcable principio de placer. Variante histérica, el populismo, otro abracadabrante concepto que genera infinidad de exégesis inanes, es un fenómeno radicalmente anacrónico.
En más de una ocasión he recordado que, según mi profesora de filosofía de la Universidad, debí haber nacido en el siglo XII para poder convertirme en secretario de San Bernardo de Claraval. Para una mentalidad historicista cualquier intento de cumplir aquel destino resultaría la típica ensoñación reaccionaria. ¿No existirá forma de escapar a la prisión de la modernidad, que nos ha convencido de que, como el presente, no hay nada? ¿Es posible dar cuenta de nuestra moribunda naturaleza a los difuntos que, viviendo en nosotros, aún mantienen con pulso, intacta, nuestra más íntima vitalidad? De lo contrario, ¿qué nos queda? El político de izquierdas fijado en poses maoístas o el cura que sigue llevando una estola como un foulard con los colores del arcoíris.
Vuelvo a aquella frase suya para confirmarle algo que seguramente ha estado previendo. Sólo la liturgia nos puede salvar, porque nos pone a salvo de un tiempo prefijado y aleatoriamente programado. No es casual que todos los esfuerzos de los últimos cincuenta años subrepticiamente hayan ido destinados a destruir cualquier compromiso litúrgico de la realidad. La liturgia transfigura la existencia. Es un fuego cuyas brasas jamás se extinguen, porque, como la zarza ardiente, arde sin consumirse.
Nuestra época no niega a Dios. Lo quiere suplantar borrando su huella en nuestro rostro. Desea asaltar el Edén tanto como pisotear la zarza ardiente. No logra concebirlos más que como jardines vallados que cabe profanar como una horda de hooligans pateando los parterres de Versalles o familias endomingadas recostadas sobre los prados de Hampstead.
Insistiré siempre en que la liturgia no nos sitúa fuera del tiempo; nos anticipa el quicio de la eternidad. Tan poderosa es que hemos renunciado a considerarla más que la repetición piadosa de ritos. No hay liturgia que no una la oración y el trabajo. Vaciados el uno y el otro, como usted advertía, sólo queda pasear entre ruinas restauradas que devuelven el eco sordo de una estancia vacía o sirve tan sólo para reproducir muecas absurdas y símbolos matemáticos carentes de carne y de espíritu.
¿Es la liturgia puro espiritualismo interior? Desde joven una y otra vez me he repetido la pregunta del Salmo 14: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?”. He encontrado con los años una respuesta a mi búsqueda en el profeta Isaías: “No te hablé a escondidas, en un país tenebroso. No dije a la estirpe de Jacob: «Buscadme en el vacío». Yo soy el Señor que pronuncia justicia y declara lo que es justo”.
Recuerdo en mi infancia que a mi padre le entristeció que en un artículo de ABC un respetado filósofo católico apoyase prescindir de la primera lectura, veterotestamentaria, en la liturgia del nuevo orden de la Misa, como se había convertido en costumbre en no pocas celebraciones. Vivíamos en aquella época el resurgimiento anacrónico del nestorianismo que daba por acabada, con la Tradición, la figura misma del Padre. Se soñaba que la revelación sería siempre nueva; el Hijo construía siempre de nuevo, desde cero, su historia; la liberación estaba ya cerca; era preciso mirar adelante y deshacerse de rémoras que no paraban de obstaculizar un avance luminoso. Aun trabado en sus propias contradicciones, o a causa de ellas mismas, en su propia caída su triunfo resulta, en este momento, casi por completo indiscutible.
Comoquiera que en el vacío, donde se edifican las nuevas sentencias, Dios no será encontrado, se declarará por enésima vez abolida aquella liturgia nueva por eterna que, silenciosa, aún enciende en soledad los corazones de sus fieles. Aun entre murmullos inaudibles, cabrá pronunciar con firmeza más todavía entonces: “Fiat”.
Con mi admiración,
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