Memoria de Sta. María Magdalena
Al acabar de leer La humana cosa de Jaime García-Máiquez tengo la impresión de que se trata de un libro en abismo más que de una antología al uso. Formado por poemas de sus catorce libros, casi la mitad inéditos, me lo confirma la declaración de su autor en el epílogo: “Además, de alguna forma, este es un libro único, definitivo, el libro que llevo escribiendo 25 años”. Con él cumple la función que atribuye a la escritura: “Yo escribo para entender, para hacer entender mi emoción, y para emocionarme con ella. Y leo también para esto”.
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En su presentación, García-Máiquez dice de sí que “pertenece a esa poesía «arraigada» y tradicional, y
destaca por la creación de heterónimos como los que aparecen esta Antología”.
De acuerdo. No es oscuro ni desarraigado, pero el suyo no es un mundo solar,
sino nocturno. El suyo es un hermetismo peculiar. Su luna brilla en el firmamento, pero no se canta la luna llena, sino la
luna nueva que resplandece en
este instante para el lector en sus poemas. La muerte y el tiempo, con un sesgo
barroco que esquiva el desengaño con la lúcida y arisca melancolía de un hombre de familia, son los temas centrales
que los atraviesan.
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De Jaime García-Máiquez
sólo conservo un recuerdo en apariencia circunstancial, de hace una década. En
la sala del Museo del Prado donde restaura las obras sentí, ante sus explicaciones, una mezcla
de espantada y rendida admiración. Hablaba
transfigurado por dentro, como un tanatopráctico al que Dios hubiera encargado
disponer los cuerpos gloriosos de las pinturas para el Día del Juicio.
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Dos poemas de su
libro inédito “El gran miércoles” me han hecho recordar esta anécdota. En “Besos” el poeta cuenta que, antes de ponerse a restaurar un cuadro religioso, besa
“levemente la pintura, / el lívido barniz que la protege”, sea la frente de San
José, el costado ardiente de Cristo o “los largos dedos de albayalde / de la
Virgen María”. Estremecido, confiesa al final que “Yo he transformado para siempre el
Prado, / llenándolo de besos. / Yo también he modificado algo infinito”.
En el otro poema, “Soy
del Prado”, declara que el museo es su auténtica patria, donde recibe a sus
padres, a sus hermanos y a sus amigos. Tan es así que “Volveré, cuando muera, a
caminar / por las salas vacías de la noche. / Y acaso me introduzca en algún
cuadro… / Seré por fin pintura, como en un sueño mágico”. ¿Acaso quien define
la poesía como la noche de la literatura no es un “romántico”, como querían los
Schlegel? Sí, al menos para mí: de la estirpe de Novalis, de Calderón o de
Dante a cuyo canto de Ulises se acoge la cita que abre esta Humana cosa.
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Como un libro en abismo, este
volumen no se limita a disponer en un orden cronológico la evolución de su trayectoria poética. Su razón de
ser es cronoclástica. Se distribuyen los poemas en función de la de sus
«autores»: el ortónimo Jaime García-Máiquez y sus heterónimos Fernando López de
Artieta, Rodrigo Manzuco y Pascual de Blanes.
En la brevísima nota
biobibliográfica que antecede los poemas de los libros de cada uno, se pone en
cuestión cualquier pretensión verista del tiempo. El ortónimo García-Máiquez
menciona el par de premios recibidos, pero parece serle indiferente la
publicación o no de sus poemarios. En cambio, López de Artieta y Manzuco no
dudan en destacar sus editoriales. La biografía de Artieta es provocadoramente irónica: publica con dieciséis años un libro con una sabiduría técnica y
cultural imposible de haber vivido. Nacido en 1988 como
Manzuco (más que un año natural, un año sentimental), sus obras no sólo representan dos tipos
de poesía diferente, de la experiencia la una, minimalista la otra, sino que, mediante
la coartada de la «historia», constituyen experimentos con la «textura» del
lenguaje que puede permitir al ortónimo o a sus heterónimos decir “yo”.
Los pastiches de Manuel
Machado en Artieta y las parodias interpuestas de Cernuda o de Brines, divertidamente sutiles, en Manzuco, no deben dejar pasar por alto la hondura
desencantada y apasionada de Pascual de Blanes, el último de los heterónimos de
García-Máiquez. De la misma edad que Gil de Biedma, Blanes, antoniomachadista,
parece escribir con ecos de Samaniego y Ramón de la Cruz. Algunos de sus poemas
estremecen porque casi parecen arrancados de algún cantar de Atahualpa Yupanqui:
“Hay veces que lo más emocionante / que uno puede decir es su silencio”.
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Despiadado Artieta con la
impostura de la generación de su ortónimo; ambigua y hasta inconscientemente
iconoclasta la sensibilidad de Manzuco; Blanes condensa en su aurea
mediocritas la fascinación y el dolor de Jaime García-Máiquez. Entre poemas
como “Abuela”, de Risa tonta (2003) y “La casa de las arañas” o “28 de
marzo”, de Libro de viejo (2023), puede observarse que, ya sea hablando
de la familia o de su trabajo, o incluso de sus dudas ante el hecho de
escribir, nuestro autor es consciente de que atraviesa la maravilla del
presente un teatro de ruinas del que el poema aspira a ser un testimonio
escatológico: un anticipo de que no todo morirá.
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