El autor
que practicó en su Exégesis de los
lugares comunes una de las críticas sociales más intensas de la modernidad,
católico a contracorriente de todo prejuicio, milenarista que no pudo aceptar
que Napoleón había sido el usurpador del trono vacío del rey San Luis, sigue
golpeando la conciencia de sus lectores con una intensidad que quizás sólo
algún aforismo y alguna oración que se encuentran dispersos y consoladores en
sus diarios logran arrebatar de un paroxismo lúcido y necesario todavía y aún
más hoy en día.
En honor
de aquellos lugares comunes, que mantienen su frescura aterradora como
profecías de la agonía espiritual de una Europa postilustrada, el libro que el
lector tiene ahora entre sus manos reclama en su exégesis renovada el magisterio
y la paternidad de Léon Bloy. Más allá de sí mismo, como el centinela a la
aurora, se apresta a vislumbrar, bajo el peso de la ley de la Palabra, las
líneas claras que, invisibles, está trazando ya el Espíritu en el horizonte silenciado de nuestra época.
Por más
que esta espera parezca la prolongación de un duelo inacabable, la denuncia de
estos nuevos lugares comunes se
alegra en la alabanza incesante -en el ritmo íntimo y casi inaudible- de una
certeza que, consumida, los habrá de extirpar de raíz. Puede que esta escritura
refleje, una y otra vez, su fracaso, su derrota, la ausencia que debiera
contradecir hasta su sola posibilidad imaginaria: la Segunda Venida de Nuestro
Señor. Al reflejarlos, su debilidad expresa el indestructible símbolo de su realidad.
Los
burgueses y los filisteos de Bloy, obsesionados por su dinero y su bienestar, a
costa de la sangre de los pobres, han conseguido sobrevivir en nuestra época democratizada
y tecnocientífica a través de la imposición de ese lugar común que suele
denominarse, con horrenda delectación, «corrección política». En él, en
apariencia tan liberal, abierto y respetuoso que no debiera admitir
sensatamente réplica, sus descendientes -Bloy los llamaría, fuera de quicio,
sus «bastardos»- han heredado una palanca poderosísima para instaurar y
garantizar un nuevo orden político y social con el que seguir gozando,
conformistas y globales, de sus réditos especuladores.
Exhausto y
en retirada el cristianismo occidental, nuestros burgueses sólo parecen temer,
en los diversos populismos, la consumación escatológica de su propia apostasía.
A fin de enfrentarse a unos y a otros, es preciso reconocer y habitar como tal
el desierto que la inmediatez de las nuevas tecnologías ha convertido en la
apariencia de una ciudad hiperconectada. A través de las expresiones de una nuevalengua que constituyen el santo y
seña de un tiempo erigido sobre las ruinas troyanas de la modernidad, cabría
oponerles no sólo el valor de los argumentos de una nueva apologética, sino, especialmente,
la simplicidad de una liturgia antigua y eterna que hace de la retórica y la
gramática la tenaz dialéctica de una Verdad negada, muerta y sepultada.
En sus
sermones San Bernardo suele contraponer la noche del diablo y de sus fuegos
fatuos al día radiante de luz y de brisa del Señor. Esa luz clarearía en medio
de la oscuridad más cerrada si el futuro que se avecina, sombrío e implacable,
pudiera ser rasgado desde su interior. No basta con renunciar a las obras del
mundo, del demonio y de la carne que, con el control que ejerce el dogma
secular de la transparencia, penetran hasta el último rincón de nuestra
libertad que, según Chesterton, se encarna y se defiende en el hogar. Hasta el
ayuno, la plegaria y la limosna deberían ser cauterizados antes del combate
último…
No es éste
un libro complaciente. Antes que nada, empieza por mostrar su antipatía hacia
sí mismo. La indecente seguridad de sentirse justo y honorable le es ajena. No
le es suficiente con denunciar, ironizar o caricaturizar los tópicos y las
convenciones lingüísticas que le sirven al hombre -sí, al hombre- contemporáneo
para justificar su egoísmo y sus aberraciones. Descubre, con horror y sin una
nefasta autocompasión, que se han adherido a sus propios argumentos, esquemáticos,
los excrementos ideológicos, intelectuales y afectivos del sectarismo campante.
Que no
pueda librarse de ellos no significa que queden descalificados. Al contrario, herirse
en su lenguaje, desgarrarse en sus mentiras, debería mostrar una confianza en
que la verdad no sucumbe a las redes inexpugnables de una gramática profanada,
sino que respira en las huellas que los clavos y la lanza de las disputas
sociales dejan en sus manos y en su costado traspasado.
Es éste,
pues, un libro de la noche. De la noche de Getsemaní, a los pies de un olivo.
Un libro en duermevela, escatológico y poético, atento a la figura de Pedro, la
roca, la autoridad, la tradición. Cuando el único Maestro ruega, obediente, por
que pase el cáliz de la voluntad del Padre que habrá de apurar hasta las heces,
Pedro consuma su traición en cinco pasos: no permanece vigilante, saca la
espada, huye al fondo de la noche, entra al Sanedrín y niega a Jesús, recibe su
mirada y llora amargamente.
A cada una
de las decepciones de su comportamiento este libro contrapone una hora
litúrgica del Oficio divino profiriendo entre líneas unos breves salmos siempre
a punto de emerger bajo la crítica de estos lugares
comunes que lo angustian y lo encienden en una ira desolada. Su autor se
sabe, abatido, Pedro.
Al final
del prefacio al primer volumen de su Exégesis
Léon Bloy, bajo la protección de san Jerónimo, aspiraba a irritar infinitamente
a los burgueses que, sin saberlo, eran profetas capaces de invocar los abismos
de la Luz con las simas de su estupidez. Al final de este prefacio repetido, acogiéndome a San Bernardo,
aspiro sólo a correr la piedra del sepulcro de los rumores abismales que me
separan del nuevo Día, con el afán de perseverar en la pura espera silenciosa de
su aurora, al lado tal vez de unos pocos lectores pacientes.