Fiesta del Santísimo Nombre de Jesús
Panagia,
Icono de Vladimir
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Antes
de su ascensión, Cavalcanti dejó acabadas las notas de los lugares comunes que
había perseguido sin tregua en los últimos años. Me dejó encargado que las
fuese dando a conocer póstumas. Me insistió en que debía respetar el ritmo litúrgico
que él mismo había decidido desde el inicio. Obedecí en silencio. Al cumplir el
tercer año del comienzo de aquella peregrinación absoluta, en la fiesta de
María Theotokos, he concluido la misión.
Poco antes
de nuestra despedida, aún había tenido tiempo de concluir un prefacio. Me lo
entregó con el ruego de que lo custodiase hasta su fin. He juzgado que ahora
había llegado la hora de rasgar su sello. Compruebo que, junto con su prólogo, incluía
un par de páginas sueltas que deberían funcionar como un epílogo. Con letra
emotiva y cuidada había garabateado también una primeriza dedicatoria a Léon Bloy, como
si hubiese querido poner bajo su protección los primeros pasos de estas jornadas.
Ojalá lo haya encontrado en el salto a la eternidad del que hablaba en ella.
Añadió por último un índice con un conjunto de indicaciones sobre cómo
organizar las entradas de su peregrinación si algún día hubieran de ser
publicadas.
Como
tengo dudas razonables de que un volumen así tenga la más mínima cabida
editorial en nuestro mundo inactual, en memoria del abad que profesó con pureza
nuestro stilnovismo claravalense me atrevo a publicar aquel Prefacio,
mientras vuelvo a meditar la enseñanza de la primera cita del autor de la Exégesis de los lugares comunes que
grabó en el pórtico del que deseaba ser su libro más personal:
« Dans l’Absolu,
il ne peut y avoir d’exagération et, dans l’Art qui est la recherche de l’Absolu,
il n’y en a pas davantage. L’artiste que ne considère que l’objet même ne
le voit pas. Il en est ainsi pour le
moraliste, le philosophe et même l’historien ».
PREFACIO
Doy término
hoy, 20 de agosto, bajo la invocación de San Bernardo, autor de los Sermones al Cantar de los Cantares,
último de los Padres de Occidente, gramático de los Lugares Comunes gloriosos,
a este volumen que quisiera servir de homenaje a la figura olvidada y aún
rugiente del escritor francés Léon Bloy (1848-1917), tras el centenario de su muerte.
El autor
que practicó en su Exégesis de los
lugares comunes una de las críticas sociales más intensas de la modernidad,
católico a contracorriente de todo prejuicio, milenarista que no pudo aceptar
que Napoleón había sido el usurpador del trono vacío del rey San Luis, sigue
golpeando la conciencia de sus lectores con una intensidad que quizás sólo
algún aforismo y alguna oración que se encuentran dispersos y consoladores en
sus diarios logran arrebatar de un paroxismo lúcido y necesario todavía y aún
más hoy en día.
En honor
de aquellos lugares comunes, que mantienen su frescura aterradora como
profecías de la agonía espiritual de una Europa postilustrada, el libro que el
lector tiene ahora entre sus manos reclama en su exégesis renovada el magisterio
y la paternidad de Léon Bloy. Más allá de sí mismo, como el centinela a la
aurora, se apresta a vislumbrar, bajo el peso de la ley de la Palabra, las
líneas claras que, invisibles, está trazando ya el Espíritu en el horizonte silenciado de nuestra época.
Por más
que esta espera parezca la prolongación de un duelo inacabable, la denuncia de
estos nuevos lugares comunes se
alegra en la alabanza incesante -en el ritmo íntimo y casi inaudible- de una
certeza que, consumida, los habrá de extirpar de raíz. Puede que esta escritura
refleje, una y otra vez, su fracaso, su derrota, la ausencia que debiera
contradecir hasta su sola posibilidad imaginaria: la Segunda Venida de Nuestro
Señor. Al reflejarlos, su debilidad expresa el indestructible símbolo de su realidad.
Los
burgueses y los filisteos de Bloy, obsesionados por su dinero y su bienestar, a
costa de la sangre de los pobres, han conseguido sobrevivir en nuestra época democratizada
y tecnocientífica a través de la imposición de ese lugar común que suele
denominarse, con horrenda delectación, «corrección política». En él, en
apariencia tan liberal, abierto y respetuoso que no debiera admitir
sensatamente réplica, sus descendientes -Bloy los llamaría, fuera de quicio,
sus «bastardos»- han heredado una palanca poderosísima para instaurar y
garantizar un nuevo orden político y social con el que seguir gozando,
conformistas y globales, de sus réditos especuladores.
Exhausto y
en retirada el cristianismo occidental, nuestros burgueses sólo parecen temer,
en los diversos populismos, la consumación escatológica de su propia apostasía.
A fin de enfrentarse a unos y a otros, es preciso reconocer y habitar como tal
el desierto que la inmediatez de las nuevas tecnologías ha convertido en la
apariencia de una ciudad hiperconectada. A través de las expresiones de una nuevalengua que constituyen el santo y
seña de un tiempo erigido sobre las ruinas troyanas de la modernidad, cabría
oponerles no sólo el valor de los argumentos de una nueva apologética, sino, especialmente,
la simplicidad de una liturgia antigua y eterna que hace de la retórica y la
gramática la tenaz dialéctica de una Verdad negada, muerta y sepultada.
En sus
sermones San Bernardo suele contraponer la noche del diablo y de sus fuegos
fatuos al día radiante de luz y de brisa del Señor. Esa luz clarearía en medio
de la oscuridad más cerrada si el futuro que se avecina, sombrío e implacable,
pudiera ser rasgado desde su interior. No basta con renunciar a las obras del
mundo, del demonio y de la carne que, con el control que ejerce el dogma
secular de la transparencia, penetran hasta el último rincón de nuestra
libertad que, según Chesterton, se encarna y se defiende en el hogar. Hasta el
ayuno, la plegaria y la limosna deberían ser cauterizados antes del combate
último…
No es éste
un libro complaciente. Antes que nada, empieza por mostrar su antipatía hacia
sí mismo. La indecente seguridad de sentirse justo y honorable le es ajena. No
le es suficiente con denunciar, ironizar o caricaturizar los tópicos y las
convenciones lingüísticas que le sirven al hombre -sí, al hombre- contemporáneo
para justificar su egoísmo y sus aberraciones. Descubre, con horror y sin una
nefasta autocompasión, que se han adherido a sus propios argumentos, esquemáticos,
los excrementos ideológicos, intelectuales y afectivos del sectarismo campante.
Que no
pueda librarse de ellos no significa que queden descalificados. Al contrario, herirse
en su lenguaje, desgarrarse en sus mentiras, debería mostrar una confianza en
que la verdad no sucumbe a las redes inexpugnables de una gramática profanada,
sino que respira en las huellas que los clavos y la lanza de las disputas
sociales dejan en sus manos y en su costado traspasado.
Es éste,
pues, un libro de la noche. De la noche de Getsemaní, a los pies de un olivo.
Un libro en duermevela, escatológico y poético, atento a la figura de Pedro, la
roca, la autoridad, la tradición. Cuando el único Maestro ruega, obediente, por
que pase el cáliz de la voluntad del Padre que habrá de apurar hasta las heces,
Pedro consuma su traición en cinco pasos: no permanece vigilante, saca la
espada, huye al fondo de la noche, entra al Sanedrín y niega a Jesús, recibe su
mirada y llora amargamente.
A cada una
de las decepciones de su comportamiento este libro contrapone una hora
litúrgica del Oficio divino profiriendo entre líneas unos breves salmos siempre
a punto de emerger bajo la crítica de estos lugares
comunes que lo angustian y lo encienden en una ira desolada. Su autor se
sabe, abatido, Pedro.
Al final
del prefacio al primer volumen de su Exégesis
Léon Bloy, bajo la protección de san Jerónimo, aspiraba a irritar infinitamente
a los burgueses que, sin saberlo, eran profetas capaces de invocar los abismos
de la Luz con las simas de su estupidez. Al final de este prefacio repetido, acogiéndome a San Bernardo,
aspiro sólo a correr la piedra del sepulcro de los rumores abismales que me
separan del nuevo Día, con el afán de perseverar en la pura espera silenciosa de
su aurora, al lado tal vez de unos pocos lectores pacientes.
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