Solemnidad
de Nuestra Señora de la Merced
He concluido el librillo que llevaba escribiendo desde hace
tres años. Lo comencé como un medio de esquivar la llamada insistente de Poética
del monasterio. Me sentía sobrepasado por la exigencia de esta tarea, dudoso de mis
fuerzas; así que, para poder procrastinarla con justificación, me puse a redactar el que consideraba un ejercicio de transición. En este blog
o en El Debate de hoy publicaba bocetos de sus partes. Como una respuesta al libro del Eclesiastés
no podía dejar de regresar a sus versículos, adentrarme en su enseñanza,
asediado como estaba – ¿como estoy? – por la acedia y el demonio cincuentón del
meridiano. Sin saberlo, me comportaba como un giróvago que rehuía la celda.
El éxito imprevisto de
mi conversación con Pedro Herrero en el programa “La resistencia monacal”
de su podcast Extremo Centro me llevó de vuelta al claustro de mi poética
monástica. Mientras andaba concluyendo unas páginas sobre la relación entre el pensamiento del Eclesiastés y la poesía de Teognis de Mégara, me di cuenta de que, en lugar de hablar de la
crisis política del conservadurismo del siglo VI a. C., tenía la obligación de
afrontar la crisis del hogar, la escuela y la celda en la que me sentía envuelto.
Por descontado, debía hacerlo a mi manera, como si residir en las estrellas no
fuera también la manera más comprometida de mirar sine ira et studio la
realidad presente.
Poética del
monasterio se convirtió así
en el libro que más alegrías me ha dado. Clausuraba toda una época de mi vida,
una década esforzada, de claroscuros, que me han permitido realizar la profesión definitiva de la vocación de lector. Su Oficio
consiste en leescribir sin descanso.
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Entretanto quedaron allí como los listones de una barca a medio construir las hojas de ese opúsculo sobre el Eclesiastés. Algunas tardes me acercaba hasta el borde de la orilla donde estaba varado. Acariciaba lentamente los bordes astillados de su estructura esencial. No podía apartar la vista al ver reflejadas en sus piezas mal encajadas las sombras de una obra (in)acabada. ¿Debía abandonarla sin más, como tantos otros proyectos que terminan pudriéndose entre los escollos de una cala íntima? ¿Bastaba conservar sus despojos como si fueran el testimonio rescatable de un naufragio? ¿No sería acaso el mejor homenaje a la vanidad que no se puede enderezar dejarla romper a su suerte? Me inquietaba volver a comportarme como un giróvago.
La lectura de Castidad de Erik Varden despertó una memoria dormida. Descubrí en sus comentarios un modo de leer la soledad, en soledad, que también yo había querido practicar. Mientras en paralelo él abrazaba la Trapa en Leicestershire y yo me refugiaba en Londres, buceábamos en fuentes semejantes para encontrar una salida a sendas búsquedas. Sin pretender acogerme a su sombra, que un hombre de mi generación hubiese cultivado su interioridad por un camino que yo simplemente había atisbado consolaba mis sentimientos de desamparo de hace un cuarto de siglo y, sobre todo, ejercía un efecto balsámico de comunión. Solo, no había estado solo. No podía ser casual ni fruto de un obcecado voluntarismo esa investigación que comprometía también, aun en un grado menor que el suyo, mi existencia. Me gusta creer que a esa senda escondida habíamos sido atraídos por diferentes entradas. En ese estado escribí la reseña de Castidad de la que Mons. Varden tuvo la gentileza de hacerse eco.
Poco después me propuse acabar rápidamente el capítulo pendiente de mi nuevo ensayo suspendido. Durante un par de meses me he entregado a una
escritura que ha llegado a doblar su extensión primitiva. Poseído por la estructura cíclica
y repetitiva del libro más perturbador, a mi juicio, del Antiguo Testamento y arrastrado por el método
de la glosa de los poetas que me estaban enseñando a leescribirlo,
volvía una y otra vez sobre sus diversos capítulos para limar, ampliar, desviar o condensar
unas reflexiones que su lectura seguía provocando. Una vez más, entrego al
lector lo único que poseo y que no me canso de repetir: un modo de leer que él deberá probar leyendo
los originales, de José Jiménez Lozano y T. S. Eliot, pasando por el cardenal
Newman, a san Jerónimo o Teognis. Entremedias, como una presencia que se
sustrae, destilo la sustancia de aquello que todavía podría llamar yo.
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Como en el sábado de cualquier creación, descansa
ahora este volumen en el sepulcro de una espera que es también la fe de una esperanza.
Unos contados amigos silenciosos lo han leído. Bien está que permanezca callado,
aun en su título. ¿Permanecerá oculto? La persona a quien va dedicado, sine glossa,
porque ella está en la raíz de la alegría que disipa mi vaciedad, lo ha
definido con tres palabras: apoteósico,
laberíntico, introspectivo.
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