Memoria
de San Juan Theristes, monje
El pastor, Claude Lorrain (1655-1660) |
Estimado José
Antonio:
Es de obligada
urbanidad responder a la maravillosa carta geórgica
que, a mi nombre, tuvo la delicadeza de remitirnos a los participantes en el
programa de Extremo Centro
titulado “De las creaciones
del hombre destinadas al fracaso”. Sabe usted bien cómo,
siendo un discípulo lejano de Claraval, he podido atender, con alivio y
consuelo, la piedad virgiliana que desplegaban sus líneas. No me hubiera
atrevido, si no, a adoptar como divisa de mi petit Clairvaux la glosa de san
Bernardo:
“Mel in
cera, devotio in littera est”. Dejémoslo en latín. Lo escrito, escrito fue.
A un hombre tradicional como usted, de una
sola pieza, que nos ha mostrado con desengañada sagacidad que, al intentar
domesticarlo, la urbs sólo ha querido abolir el agro, no le puede
responder un peregrino en soledad confusa con otra clave que no sea bucólica. Felizmente
derrotado, no alcanzaré su altura, pero ojalá su compañía.
Cuando el ciudadano
vocifera “Lo personal es político” replica esa pulsión sísmica de destrucción
que usted tan bien ha descrito. En lugar del campo pretende negar la imaginación. Aunque no nos
resignemos, comprendemos demasiado bien por qué procura que no exista otro
mundo sino el diseñado por los esquemáticos planes que cacarea.
Como todos es@s
polític@s de diseño ahormados por un gabinete de comunicación, desea con buena
conciencia que nadie le discuta poder ahuecar la voz, almendrar los ojos capados
como los de un minino mono y mover la boquita y las manos con insufrible
gazmoñería. Las potestades de ese mundo lo festejarán con risas y pingües
dádivas pegajosas. Resentidos, lograrán que borre la nota exacta de un canto
amebeo entre sus berridos inclusivos y la pureza extensa de una llanura dibujada
al atardecer con el chapoteo de sus pisadas ecológicas. ¿Por qué habría de
detenerse en los diversos matices de la luz si le basta con hacinar sus
emociones prestadas?
Bien le oigo, como
a Títiro, exclamar frente al lar propio: “Seguro que antes pacerán en el cielo
los ciervos ligeros y los mares dejarán al desnudo los peces en la playa, […], antes
de que su cara se esfume en mi corazón”. Y me alegro que usted haya tenido la delicadeza de acompañarme un trecho de ese camino que me lleva una y otra vez al exilio de esa Roma nihilista
y amnésica en la que se reparte y se despedaza nuestro fondo común -nuestra Tradición- entre
su corte de arribistas y trepadores. Le suplico que me oiga todavía como a
Meris responderle: “Todo se lleva la edad, incluso la memoria. Recuerdo que
muchas veces de niño cantaba a lo largo del día hasta la puesta del sol. Tantos
poemas que he olvidado ahora, y hasta la voz me abandona al presente…”.
Déjeme que vuelva a
agradecerle su carta por ese tono de jovialidad instantánea que las risas del
programa han logrado procurarle. Ha disipado las dudas que me asaltaron al
acabar la grabación. A nuestra edad uno teme que traicionar el silencio no
baste para recordar a sus lectores y a sus oyentes que lo mejor siempre queda
en lo no dicho.
En cambio, sus palabras
me han traído con fuerza el recuerdo de las imágenes tras la que salí
en busca. Porque Pedro Herrero quiere hacernos creer que es un activista
materialista de causas concretas, pero esa no es la verdad de mi cuento. Como
tampoco lo son las filigranas wertherianas de Lezu, empeñado en hacernos creer
que mantendría apagado y fiel el fuego profanado del conservadurismo.
No. El magnetismo
de Herrero brota de un fondo arcaico, primordial, que se encuentra entre esos
pastores sayagueses, de nombre Bras o Silvestre, que pueblan los autos de Gil Vicente
o de Juan del Encina. Brinca, malhabla, se relame zorruno. Provoca y se
conduele. Ríe, bebe, come y le abruma a veces, a escondidas y discreto, la
vergüenza ajena. Es un talento cómico del que apenas sé bosquejar unas facciones.
Lezu no consigue engañar del todo. Posee la energía de un pastor de Gil Polo, a quien hoy nadie ya leía. Esa será su suerte.
Se hace ya tarde y
la sombra se alarga sobre nuestros altares. Tengo para mí que de jóvenes
debimos de escuchar escondidos entre los cabreros el discurso sobre las armas y
las letras. Ahora, en la mediana edad instalados, contemplamos con distinto afán ese monstruo ruin
y despiadado que, según describiera Baltasar Gracián, engulle a los mejores hombres. Aunque las destine al
fracaso, no puede arrebatarnos la luz de algunas creaciones en las que ya no dejaremos de vivir.
Me voy
despidiendo ya suyo.
Fdo. Armando Pego
Puigbó