sábado, 5 de junio de 2021

La ruina y la liturgia (Respuesta V)

 

Memoria de S. Bonifacio, ob. y mr.

 



Estimado José Antonio:

Como empieza a ser ya costumbre en este epistolario, recibí su última misiva, de tan esperada, como una sorpresa iluminada. La leí entonces con delectación y casi me lancé de inmediato a bosquejar esta respuesta. Me detuvieron esas obligaciones académicas, torpes y desmañadas, que embotan el ánimo y a las que sucumbe la inteligencia. Como en aquel soneto que nos hacían aprender de memoria todavía en la escuela, quedé obligado a sentarme en el duro banco de una galera psicopedagógica…

Ensayo la huida desde esos hoscos deberes hacia la libertad de nuestra conversación en este incipiente mes de junio. Con un fresco que recuerda todavía un marzo evaporado y el olor perdido de las Cruces de mayo regreso a su carta. La releo paladeando su estilo, tan personal, tan reconocible, tan asentado en una tradición que resuena en mi memoria a través de otras lecturas. En esta ocasión, larga y ondulada, brilla con una especial luz levantina escrita en medio de Castilla. Bajo esos periodos suyos tan precisos y fulgurantes, se cuelan, tamizados, ecos fugaces y terrosos que dan consistencia a la atmósfera valenciana. Sin parecerse, siempre el ritmo de su prosa me ha despertado un vago aroma azoriniano, como si su sintaxis envolviese con la fragancia de una exactitud impresionista sus rasgos claros y góticos, ojivas translúcidas del horizonte castellano…

¡Discúlpeme! Estoy incurriendo en esa manía profesoral, crítica, que suele adherirse como una costra a la sensibilidad literaria y que le impide casi siempre el contacto fresco y directo con la belleza. No he podido resistir la tentación. Entre sus líneas empiezo a advertir algunos de esos ejes que vertebran nuestros modos de representar la realidad, tan distintos entre sí y, sin embargo, no tan distantes como para impedir nuestra conversación. Al contrario, en sus mutuas resonancias desdibujan con más rotundidad sus perfiles. Nuestra correspondencia, quizás, es un esfuerzo vibrante por comunicarnos esa pasión que a cada uno nos devora.

En sus líneas últimas me iba usted describiendo la experiencia de unos asuntos de los que nuestra época se ocupa como si fueran lotes de una perezosa arqueología divulgativa. Los cataloga en lotes que quepan en las casillas de una hoja Excel bajo la etiqueta de “Bienes de interés turístico”. Habla usted de monasterios reconvertidos en parques de atracción de un par de autobuses guiados al año y de unos cuantos flaneurs de fin de semana. Ruinas repeinadas, la liturgia de esos lugares ha sido arrojada al ergástulo de un horario de visitas.

Como buen levantino, ya digo, su mirada se demora en los relieves de un paisaje tanto más intenso cuanto más imperceptible. Su tempo se alza como el mapa de una memoria que proyecta de manera cónica sus líneas de fuga. El mío, abstracto, escarpado, tal vez reducido a líneas, más que esenciales, esquemáticas, apenas puede intentar otra cosa que transmitirle un sentimiento de impotencia y de abandono que, en modo alguno, es de desesperanza.

He advertido en varias de sus cartas la alusión a su dáimon que hace de usted, cabal, esa figura pagana que arde con fuego heracliteo en la entraña católica de un meridional. Sospecho cada vez con más fuerza que, en el aliento más recóndito de mi alma, vacila una llama, siempre a punto de apagarse, semítica.

Le confieso que siempre me he encontrado «a salvo» en esas estancias de mayor secreto que asumen los símbolos de la intimidad. De muy niño solía encerrarme en mi cuarto dentro de una tienda india formada con tres palos que sostenían un tergal muy basto. Allí comía y pasaba las hojas de las ilustraciones coloreadas de una biblia infantil en tres volúmenes. Amaba esconderme tras las cortinas, junto a la alacena de la cocina de la casa de mi abuela, en su mirador, tras los faldones de una mesa camilla en la habitación de mis padres, en las esquinas más inaccesibles de cualquier hogar.

Acaso un psicoanalista descubriera en esa constante tensión que prefiguraba mi fuga mundi las innegables tendencias depresivas que rondan a todo soñador de los claustros. Contra ellas combatimos, como Jacob, hasta el alba escatológica de nuestra existencia terrestre. Un psicólogo de la imaginación captaría, en cambio, bajo los símbolos que han adoptado mis ensoñaciones del reposo una profunda intimidad con la conciencia de la muerte y de la resurrección. En un pequeño volumen Gastón Bachelard decía que “la gruta es más que una casa, es un ser que responde a nuestra era con la voz, con la mirada, con el aliento. Es también un universo”.

Allí, allí dentro, donde el terror y el gozo aprenden a acompasar sus ritmos, he ido tanteando la topografía del libro, como el espacio abierto donde la miel y el vino que han de probarse en cada letra acompañan esa escala que Guigo el Cartujano acabara de encajar en el siglo XII desde la lectura y la meditación hasta la oración y la contemplación. La búsqueda a tientas de un Dios desconocido requiere atravesar de noche los desiertos de la vida cotidiana.

Suelo acogerme de tanto en tanto a la hospitalidad de algunos monasterios. En uno de ellos, el hospedero solía comentarme, entre risas, cuando marchaba: “Llegas ajado, con color ceniciento, y en tres días reverdeces”. Como el cactus, agradezco introspectivo unas pocas gotas de agua pura.

Recuerdo con viveza una estancia que ya he contado en algún otro lugar. Durante unos pocos días, simplemente me dedicaba a seguir todas las horas litúrgicas y a leer entre maitines y laudes y tras completas unas cuantas páginas de la Guía espiritual de Castilla, de José Jiménez Lozano. Días de niebla intensa por la mañana y de atardeceres planísimos que se extendían con el eco del búho hasta que la noche quedaba perfilada en su elíptica luminaria se me sucedían contemplando atento el reflejo de la luz en el cimborrio de la basílica. Antes de cada llamada al Oficio paraba el oído al sonido de las piedras restregadas por los pasos inciertos de algún monje sobre el fondo acuoso de una fuentecilla.

En la Regla del Carmelo como en el Císter Jiménez Lozano apuntaba una estética de la desnudez total cuyos rasgos decisivos serían la pobreza y la pequeñez. En un rayo entrevisto a través del arco de un absidiolo suele anunciarse la percepción simple de una belleza invisible que debe uno recorrer para intentar encontrar nada. La gente visita los monasterios, mira aquí y allí, se asoma a cada interior y apenas puede evitar una mueca de chasco. Unos pocos encontramos descanso.

En efecto, no hay nada. La nonada, la insignificancia, es exactamente el mejor protector de ese secreto que se transparenta sin ningún tipo de trampantojo. Si se quiere todo, debe uno dejarse guiar por nada. Si se quiere y se ama nada se encontrará todo. Esa es la dialéctica que el nihilismo detesta: en el todo sólo emerge, caótica e indiferenciada, la nada; en nada brilla, creadora, la Palabra a punto de obedecer el mandato divino. 

Suele citarse a San Juan de la Cruz casi como si fuera el portador de un conocimiento oscuro y gnóstico. Como lo define Jiménez Lozano, el místico, buscador de lo Absoluto, es un anarquista espiritual. Esa sobrevalorada, vanidosa, henchida autoconfianza de que lo indecible es un desbordamiento de sentido que la palabra no alcanza a contener pierde la humildad radical de esa mirada pobre. No es un sobrante de significado, sino una falta que el deseo, insaciable, lleva grabada como el signo -como el toque- de su divinidad. Es la llaga escondida, la dulce herida sobre cuya carne nuestra época antimetafísica ha lanzado el martillo de su filosofía. No es posible restaurar su cicatriz; basta imaginar sus huellas desfiguradas. Michel de Certeau definió que “es místico aquel o aquella que no puede parar de caminar y que, con la certidumbre de lo que le falta, sabe de cada lugar y de cada objeto que no es eso, que uno no puede residir aquí ni contentarse con esto”. El místico de Certeau naufraga. El otro místico sospecha que en realidad esto nunca ha estado aquí.

Siga con bien,


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