Memoria
de S. Bonifacio, ob. y mr.
Estimado José
Antonio:
Como empieza a ser ya
costumbre en este epistolario, recibí su última misiva, de tan esperada, como una
sorpresa iluminada. La leí entonces con delectación y casi me lancé de
inmediato a bosquejar esta respuesta. Me detuvieron esas obligaciones
académicas, torpes y desmañadas, que embotan el ánimo y a las que sucumbe la
inteligencia. Como en aquel soneto que nos hacían aprender de memoria todavía en
la escuela, quedé obligado a sentarme en el duro banco de una galera psicopedagógica…
Ensayo la huida desde
esos hoscos deberes hacia la libertad de nuestra conversación en este
incipiente mes de junio. Con un fresco que recuerda todavía un marzo evaporado
y el olor perdido de las Cruces de mayo regreso a su carta. La releo paladeando
su estilo, tan personal, tan reconocible, tan asentado en una tradición que
resuena en mi memoria a través de otras lecturas. En esta ocasión, larga y
ondulada, brilla con una especial luz levantina escrita en medio de Castilla. Bajo
esos periodos suyos tan precisos y fulgurantes, se cuelan, tamizados, ecos
fugaces y terrosos que dan consistencia a la atmósfera valenciana. Sin
parecerse, siempre el ritmo de su prosa me ha despertado un vago aroma
azoriniano, como si su sintaxis envolviese con la fragancia de una exactitud
impresionista sus rasgos claros y góticos, ojivas translúcidas del horizonte
castellano…
¡Discúlpeme! Estoy
incurriendo en esa manía profesoral, crítica, que suele adherirse
como una costra a la sensibilidad literaria y que le impide casi siempre el
contacto fresco y directo con la belleza. No he podido resistir la tentación. Entre
sus líneas empiezo a advertir algunos de esos ejes que vertebran nuestros modos
de representar la realidad, tan distintos entre sí y, sin embargo, no tan
distantes como para impedir nuestra conversación. Al contrario, en sus mutuas
resonancias desdibujan con más rotundidad sus perfiles. Nuestra
correspondencia, quizás, es un esfuerzo vibrante por comunicarnos esa pasión que
a cada uno nos devora.
En sus líneas
últimas me iba usted describiendo la experiencia de unos asuntos de los que
nuestra época se ocupa como si fueran lotes de una perezosa arqueología divulgativa.
Los cataloga en lotes que quepan en las casillas de una hoja Excel bajo la
etiqueta de “Bienes de interés turístico”. Habla usted de monasterios
reconvertidos en parques de atracción de un par de autobuses guiados al año y de
unos cuantos flaneurs de fin de semana. Ruinas repeinadas, la liturgia de
esos lugares ha sido arrojada al ergástulo de un horario de visitas.
Como buen
levantino, ya digo, su mirada se demora en los relieves de un paisaje tanto más
intenso cuanto más imperceptible. Su tempo se alza como el mapa de una memoria que proyecta
de manera cónica sus líneas de fuga. El mío, abstracto, escarpado, tal vez reducido
a líneas, más que esenciales, esquemáticas, apenas puede intentar otra cosa que
transmitirle un sentimiento de impotencia y de abandono que, en modo alguno, es
de desesperanza.
He advertido en
varias de sus cartas la alusión a su dáimon que hace de usted, cabal, esa figura pagana que arde
con fuego heracliteo en la entraña católica de un meridional. Sospecho cada vez
con más fuerza que, en el aliento más recóndito de mi alma, vacila una llama, siempre
a punto de apagarse, semítica.
Le confieso que siempre me he encontrado «a salvo» en esas estancias de mayor secreto que asumen
los símbolos de la intimidad. De muy niño solía encerrarme en mi cuarto dentro
de una tienda india formada con tres palos que sostenían un tergal muy basto.
Allí comía y pasaba las hojas de las ilustraciones coloreadas de una biblia
infantil en tres volúmenes. Amaba esconderme tras las cortinas, junto a la
alacena de la cocina de la casa de mi abuela, en su mirador, tras los faldones
de una mesa camilla en la habitación de mis padres, en las esquinas más
inaccesibles de cualquier hogar.
Acaso un
psicoanalista descubriera en esa constante tensión que prefiguraba mi fuga mundi las innegables tendencias
depresivas que rondan a todo soñador de los claustros. Contra ellas combatimos,
como Jacob, hasta el alba escatológica de nuestra existencia terrestre. Un
psicólogo de la imaginación captaría, en cambio, bajo los símbolos que han
adoptado mis ensoñaciones del reposo una profunda intimidad con la conciencia
de la muerte y de la resurrección. En un pequeño volumen Gastón Bachelard decía
que “la gruta es más que una casa, es un ser que responde a nuestra era con la
voz, con la mirada, con el aliento. Es también un universo”.
Allí, allí dentro, donde
el terror y el gozo aprenden a acompasar sus ritmos, he ido tanteando la
topografía del libro, como el espacio abierto donde la miel y el vino que han
de probarse en cada letra acompañan esa escala que Guigo el Cartujano acabara
de encajar en el siglo XII desde la lectura y la meditación hasta la oración y
la contemplación. La búsqueda a tientas
de un Dios desconocido requiere atravesar de noche los desiertos de la vida
cotidiana.
Suelo acogerme de
tanto en tanto a la hospitalidad de algunos monasterios. En uno de ellos, el
hospedero solía comentarme, entre risas, cuando marchaba: “Llegas ajado, con color
ceniciento, y en tres días reverdeces”. Como el cactus, agradezco introspectivo
unas pocas gotas de agua pura.
Recuerdo con viveza
una estancia que ya he contado en algún otro lugar. Durante unos pocos días, simplemente
me dedicaba a seguir todas las horas litúrgicas y a leer entre maitines
y laudes y tras completas unas cuantas páginas de la Guía
espiritual de Castilla, de José Jiménez Lozano. Días de niebla intensa por la mañana y de
atardeceres planísimos que se extendían con el eco del búho hasta que la noche quedaba
perfilada en su elíptica luminaria se me sucedían contemplando atento el
reflejo de la luz en el cimborrio de la basílica. Antes de cada llamada al
Oficio paraba el oído al sonido de las piedras restregadas por los pasos
inciertos de algún monje sobre el fondo acuoso de una fuentecilla.
En la Regla del
Carmelo como en el Císter Jiménez Lozano apuntaba una estética de la desnudez
total cuyos rasgos decisivos serían la pobreza y la pequeñez. En un rayo
entrevisto a través del arco de un absidiolo suele anunciarse la percepción
simple de una belleza invisible que debe uno recorrer para intentar encontrar nada. La gente visita
los monasterios, mira aquí y allí, se asoma a cada interior y apenas puede evitar una mueca de chasco. Unos pocos encontramos descanso.
En efecto, no hay nada. La nonada, la insignificancia, es exactamente el mejor protector de ese secreto que se transparenta sin ningún tipo de trampantojo. Si se quiere todo, debe uno dejarse guiar por nada. Si se quiere y se ama nada se encontrará todo. Esa es la dialéctica que el nihilismo detesta: en el todo sólo emerge, caótica e indiferenciada, la nada; en nada brilla, creadora, la Palabra a punto de obedecer el mandato divino.
Suele citarse a San Juan de la Cruz casi como si
fuera el portador de un conocimiento oscuro y gnóstico. Como lo define Jiménez Lozano,
el místico, buscador de lo Absoluto, es un anarquista espiritual. Esa sobrevalorada,
vanidosa, henchida autoconfianza de que lo indecible es un desbordamiento de
sentido que la palabra no alcanza a contener pierde la humildad radical de esa
mirada pobre. No es un sobrante de significado, sino una falta que el deseo,
insaciable, lleva grabada como el signo -como el toque- de su divinidad. Es
la llaga escondida, la dulce herida sobre cuya carne nuestra época antimetafísica
ha lanzado el martillo de su filosofía. No es posible restaurar su cicatriz;
basta imaginar sus huellas desfiguradas.
Michel de Certeau definió que “es místico aquel o aquella que no puede parar de
caminar y que, con la certidumbre de lo que le falta, sabe de cada lugar y de
cada objeto que no es eso, que uno no puede residir aquí ni contentarse con
esto”. El místico de
Certeau naufraga. El otro místico sospecha que en realidad esto nunca ha estado aquí.
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