Memoria de Sto. Tomás de Aquino O. P., rel.
y dr.
Cada vez que llego a Madrid, a primera hora de
la mañana, me encamino por la cuesta de la calle Alfonso
XII para atravesar el Parque del Buen Retiro. Entre sus caminos de tierra, sus
pequeñas encrucijadas, sus senderos de grava, alcanzo el Palacio de Cristal. Tras
pasar por la sinuosa gruta, me detengo un momento al otro lado de su pequeño
estanque e intento recordar el color del cielo y los matices de las hojas de la
penúltima estación. Luego procuro descubrir tras su ausencia las huellas de
aquel patinete de latón con tres ruedas, en que, apresurado, me lanzaba a la
carrera con cuatro, cinco, seis años en torno al quiosco de la música. Congelada
el agua, inertes las ramas, rezo hoy el responso de la infancia.
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En esta ocasión he venido a presentar Poética del monasterio en Espacio Encuentro. Desde su publicación he creído que un
acto así en Madrid se debía celebrar en la sede de la editorial. Era su lugar
natural. En él me parecía que se había de representar una consumación. Para
organizar el formato confié en el consejo y la compañía del amigo Ricardo
Calleja. La amabilísima disponibilidad de Ana Rodríguez de Agüero y Marisa de
Toro me ha ganado el tesoro de nuevas amistades. El editor Manuel Oriol y su equipo se encargan de toda la
logística. Al llegar siento la expectación en sordina como de un estreno en una
escena alternativa. ¿Vendrá alguien? El lleno es completo.
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Poco antes conversaba con Julio Llorente, a
quien me atreví a citar en el atrio de la iglesia de San Manuel y San Benito,
bajo el cobijo de su inquietante cúpula neobizantina. Tal vez haya entendido que
es una declaración de intenciones que continua en una charla amena, en su sentido
literalmente latino. Como
si fuera un eco irónico del 68, manifestado con franqueza por Ricardo después durante
la mesa redonda, surge también la duda de qué posición política adopto. No me cansaré de remarcar que el concepto clave es el de «deuda». El presente
debe tributarla al pasado en favor del futuro. Podrá así llegar a ser su posibilidad
más propia. ¿Conservador, tradicionalista, reaccionario? ¿Es posible
simultanear las tres? Mi admirado y distante Michel de Certeau, francés y
jesuita, habría sentenciado, sin ceder un ápice: “A la escucha”.
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Tres momentos del diálogo en la presentación habrán quedado grabados, como antífonas, en mi memoria. Me conmueven primero las palabras de Ana haciendo suya la experiencia anagógica y literal de mi monasterio. Entre el claustro y el lar se rinde un culto en espíritu y verdad que ningún poder de este mundo podrá destruir del todo y que ninguna autoridad logrará apropiarse definitivamente. Cuando después Marisa constata que nos hemos sentado juntas personas de tres generaciones posconciliares, con una verdad que casi tiembla por honda, sosteniéndose en el apunte de Ana, Ricardo reconoce que su generación, la que creció con Juan Pablo II, había creído alcanzar al fin la posibilidad de "demostrar a la sociedad moderna que se puede ser moderno y profundamente fiel a Jesucristo", pero que hoy parece que hubiera sido un espejismo. Con una emoción intensa por imperceptible pregunta girándose hacia mí: “¿y ahora qué?, ¿el salto de la fe?”. No sé la respuesta, digo. Orar y trabajar, como si el mañana dependiera de este instante, calladamente. Suspiro, y reflexiono entonces en voz alta sobre la herida que tras estos cincuenta años llevamos marcada cuanto hemos vivido la Iglesia. Implícitamente, pienso que nuestro gran drama no es ni la lacra abrumadora e intolerable de los abusos sexuales, ni mucho menos la pérdida acelerada de los restos del naufragio de la Cristiandad. Son ellos sólo los síntomas de un espanto metafísico: en Occidente en dos generaciones ha colapsado la fe porque en el fondo ni a la misma Iglesia le acabó de importar demasiado. Dudo de si no le bastaba con mantener el espejismo idólatra de que se bastaba a sí misma y a sus objetivos, como sigue pasando ahora, con otro lenguaje, ante las caras de estupor de no pocos. Muchos seguiremos frotándonos los ojos con el dorso de las manos, porque, aunque su rostro desfigurado no lo mereciese, nunca dejaremos de amarla en espíritu y verdad.
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Al principio del acto Ricardo felicita a
Ediciones Encuentro por haber incluido en su catálogo un libro que, en
apariencia, no encajaría con su línea habitual. Manuel asiente al fondo, descansado. Suele
decir quien da que ha recibido más de cuanto haya podido entregar. Por ello, es
una obligación saber también recibir. Y yo me doy cuenta de lo
afortunada que es Poética del monasterio, que además me ha reunido aquí tantos amigos suyos. Me gustaría creer que, por el libro, ninguno quedará sin su recompensa (Mc 9,41)…
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A la salida, mientras tomamos algo, Miguel
Ángel Quintana Paz me pregunta más o menos qué opino del argumento de algún pensador de que los monasterios han servido de modelo
para la base del reglamentismo de la izquierda radical. Al prohibir prohibir, pretende (des)regular hasta el detalle más ínfimo de nuestra vida, como si fuera el coletazo de un
nuevo milenarismo. ¡Pobre monacato! Como digo en mi libro, la Modernidad en
cualquiera de sus manifestaciones sigue sin soportar su ejemplo: el monacato no
era piedad; hubo que desamortizar sus propiedades y suprimir sus Órdenes por
inútiles; y ahora son los culpables de una escolástica enloquecida. Los
populismos no nacen en contacto con el desierto, sino bien integrados en los departamentos universitarios de filosofía y de políticas, con la vista puesta
en Gramsci y allí, al fondo, casi invisible, Maurras. La violencia simbólica, tan literal, como instrumento revolucionario. De hecho, sus líderes ni oran ni trabajan:
intrigan. Pero todo esto me lo voy formulando de vuelta. Me limito entonces a defender la libertad monástica con el ejemplo también
de sus contradicciones, pero no creo que logre persuadir y tampoco es la
ocasión. Puede que sea oscuro y lírico en mis argumentos. Me alivia, y me
duele, recordarme que mis síes y mis noes han solido resonar en mi vida con silencios
atronadores. Han molestado más que si los hubiese expresado con franqueza. Tal vez haya puesto así en práctica otro consejo evangélico: la astucia
de la sencillez.
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Llego a casa de mi madre. Contento, me
acuesto, pero con ese punto de excitación con el que el contacto con el mundo ensombrece
el espíritu. Todos llevamos un desierto adentro. Dios a veces llama al adentro
de ese adentro, donde la conciencia tirita de frío o se seca de calor. Getsemaní
y el sepulcro. Me duermo recitándome “Él, por su parte, solía retirarse a lugares
solitarios y se entregaba a la oración” (Lc 5,16) …
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