Memoria de los Santos Monjes Abrahamitas, mrs.
Tantas devastaciones, José Jiménez Lozano |
Para Ángel
Ruiz
En estos últimos meses
he meditado con asiduidad el Eclesiastés.
Algunas mañanas me desperezaba con su lectura. Después la retomaba, a última
hora, para disponerme a la cena. Cumplo así el firme propósito de no cejar de
rumiar sus versículos, sobre todo aquellos que nos previenen de entregarnos a la
caza de viento y de no disfrutar del vino oscuro, lleno de cuerpo, de su enseñanza.
Procrastinamos demasiado el consejo final de Qohélet: “Acuérdate de tu Creador
en los años mozos antes de que lleguen los días aciagos…” (Ecl 12,1). Ay, nunca
debiera ser demasiado a deshora.
Tanto es así que
he empezado a incordiar a los amigos interesándome por sus lecturas del
Eclesiastés, con la esperanza no tan secreta de poder glosar aquí y allí algunos
de esos chispazos que su autor hace saltar en el pedernal húmedo de nuestra inteligencia.
Entre ellos, con inmediata paciencia Ángel Ruiz no sólo ha atendido mi
consulta, sino que incluso ha satisfecho mi insistencia enlazándome el poema de
José Jiménez Lozano que encabeza esta entrada. He quedado deslumbrado.
Confieso avergonzado
que con la poesía de JJL me pasa como con la de Unamuno. Suele ejercer un
efecto gravitatorio que me mantiene a una distancia magnética, firme y cálida. Sin
embargo, “Eclesiastés” me ha conmovido de una manera muy íntima. No he podido tampoco
dejar de releerlo. Ha rehilado un tejido de asociaciones personales que,
vencido, no me resisto a dejarlas esquemáticamente anotadas.
En su aparente
sencillez cumple una poética por el simple hecho de tomar la palabra. Su
enunciación es carne e historia. Explora con sorprendida admiración la profundidad
de la que nace la voz. En lo dicho –en su fugacidad- se sorprende la maravilla
de llegar a decir. El yo llega siempre con retraso a captar la maravilla que supone
que pueda decir, aunque en el exclamar
–en el grito y en el canto- se goza, ineluctable y perpetuo, de lo dicho.
“Eclesiastés” no
es un poema sobre un motivo bíblico, ni una paráfrasis, ni un homenaje. Más
bien, hace de la palabra bíblica su morada, el lugar de una cura y de un
consuelo, de una comunidad que pre-dica
en la voz del poeta la memoria de su sufrimiento y de su esperanza.
Bajo la forma del
epitafio, en cada verso se condensan otras voces que dan a su dicción su perfil
más singular. Qohélet advierte que nuestro destino está sellado y que, sin
embargo, todo volverá. Todo esfuerzo está amenazado por la nada. A esta constatación
que parece inexpugnable la voz del poema opone su experiencia: cada día la nada
deberá recomenzar su trabajo y su fatiga porque, en su debilidad derrotada, la
conciencia de haber sido resiste invencible. Contra toda esperanza, la muerte
no extirpa la última palabra. Esta seguirá vibrando ante quienes, de paso, nos
detengamos una y otra vez ante el poema.
Desde la exclamación
inicial, seguido de esos interrogantes casi juanramonianos, se va trazando el
itinerario poético de una indagación existencial en cuyas formulaciones se
funden los símbolos y motivos del Eclesiastés
(Ecl 6, 11), sí, pero también del Libro de Job (Jb 3,5; 8,3; 10,20-22; 14,1;
et passim) y de los Salmos. Entre
heptasílabos y versos de pie quebrado, con algunos versos de arte mayor
aparentemente descuidados, la intensidad lírica se refuerza con unas delicadísimas
rimas asonantadas que entablan un diálogo casi inaudible entre sus palabras más
humildes (estaré ya / florezcan; cubra /rústicas; rosas / memoria).
La segunda parte del poema, en la que se cambian las preguntas por respuestas en el mismo número de versos, permite pasar del pasado a un presente que, a diferencia del que cantó
Eliot, es redimible en su finitud, sólo si se adopta una irreductible perspectiva
futura. Del Eclesiastés salta la voz
a recoger la palabra de Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt. 6, 30-34). Como
los lirios del campo, que ni se afanan ni hilan, y resplandecen más que en todo
su fasto Salomón, a quien se atribuía la autoría del Eclesiastés, al hombre le basta su afán de cada día. Es esta una
manera de formular la enseñanza de Qohélet en otra clave: “Y así observé que el
único bien del hombre es disfrutar con lo que hace: esa es su paga” (Ecl 3,
22).
En este contexto
crístico, casi me atrevería a decir escatológico, es posible entender el cierre
del poema. “Habéis oído que…; pero yo
os digo…”. Desde la sombra y la muerte, los hijos del Hombre alzan la voz y encarnan, a través de su historia compartida,
la afirmación de lo inesperable, de una luz que brilla en la tiniebla y cuyo
solo resplandor destruye la pretensión definitiva del nihilismo. El
crucificado, el humillado, el pobre es también el viviente, aquel que toma la
palabra y pronuncia cada vez que lee –y hace suya y testimonia- la experiencia que el poema ha
cumplido el deber de transmitir: “Mandó a la gente que se recostara en la hierba…”
(Mt 14,19).
Tal vez haya
sobreinterpretado. Mi nombre no os importe. El poema existe.
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