viernes, 13 de diciembre de 2019

La acedia



Memoria de Santa Lucía, virgen y mártir

San Benito expulsa de un joven monje un demonio,
Spinello Aretino (1388)

En el capítulo cuarto de su Vida de San Benito, insertada en el libro II de los Diálogos, S. Gregorio Magno relata la historia de un joven monje al que un negro demonio arrastraba fuera del oratorio durante los oficios para que “se entretuviera en cosas terrenas y fútiles”. A pesar de las correcciones que había impuesto a su discípulo, el abad se vio en la necesidad de suplicar a Benito que se dirigiera al monasterio para ayudarlo a que venciese la peor de las tentaciones. 

Los Padres del Desierto habían advertido que, junto con la lujuria, la acedia o la tristeza del corazón, que impide ocuparse de las obligaciones propias, es el más peligroso de los pecados. Tras ellos se agazapa la apariencia del príncipe de la luz en la tiniebla más espantosa: la vanidad. Tras propinarle un bastonazo, Benito logró librar al monje de aquel demoniejo que le impedía realizar su tarea en la escuela del servicio divino.

De toda la historia suele pasarse por alto un detalle extraordinario. Benito señaló al demonio ante el abad y el monje Mauro: “¿No veis quién es el que arrastra fuera a este monje?”. Perplejos, debieron confesarlo que no veían a “nadie”. Benito les invita a orar entonces. Al monje Mauro se le abren los ojos, pero el abad sigue igual de ciego que el joven monje. El golpe del bastón benedictino, al caer sobre aquel joven monje, parece que deslomó también al abad, pues su oración debía de ser muy tímida.

Al P. Amorth cierto cardenal le preguntó, con sorna, si creía en los demonios. El famoso exorcista le replicó: “Le voy a regalar un libro que seguramente no ha leído y que le será muy útil: los Evangelios”. Una de las grandes trampas de la exégesis moderna consiste en confundir la literalidad del texto con el literalismo.

En su Libro de la Vida Santa Teresa de Jesús comprobó, aterrada, cómo unos demonios se agarraban, mientras repartía la comunión, al cuello de un sacerdote, que vivía amancebado en secreto mediante hechizos. A riesgo de delirantes diagnósticos, la penetración psicológica y espiritual de la reformadora del Carmelo resultaba bastante más exacta que la casuística y los silogismos de sus confesores.

Es curioso que casi nadie arquee la ceja ante quienes aseguran percibir el aura de sus semejantes, asunto bastante etéreo desde cualquier punto de vista. Basta entre el mismo público nombrar ángeles y demonios, que refieren realidades muy concretas, para que se denuncien, casi sin excepción, brotes alucinatorios.

Los «stilnovistas» hablaban de la amada y de los espíritus de amor. ¿A alguien se le ocurre pensar de verdad que la amada es una forma de hablar simbólica que no debe ser entendida también literalmente?

Con las creaturas celestiales pasa como con los milagros. Imposibles de probar, su prueba consiste en que sean improbables. El milagro, como el demonio, exige creer en el pecado original, aunque con una diferencia: el milagro es una réplica luminosa de la Creación. “Fiat sicut vis”, dice Jesús. El acto de la fe ve que “valde bonum est”. Se está demasiado cansado o se es demasiado crédulo como para aceptar sus consecuencias.

El salto de la sencillez acostumbra a contemplar lo Invisible a través de lo Visible, como pedía Léon Bloy.

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