jueves, 10 de noviembre de 2022

Jesuita cisterciense


Memoria de S. León Magno, p. y dr.

 

Libro de Horas de Étienne Chevalier,
Jean Fouquet (1452-1460)

Con un amigo de largas batallas bromeo a veces sobre si no nos definirá oblicuamente la antítesis que da pie a esta entrada. Un cisterciense jamás debería sufrir inclinaciones jesuíticas, pero la nostalgia monacal, como la de una pérdida imprescindible, anida en el secreto ignaciano. Al menos, aunque estuviera a solas en esta opinión, así lo creo.

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En Poética del monasterio he dejado caer que la Compañía de Jesús es la primera institución moderna en la historia de la Iglesia no por razones organizativas o misionales sino por haber suprimido, contra el viento y la marea de sus adversarios, la obligación del coro. Suele repetirse el consejo de Ignacio de Loyola en una carta a un jesuita que apenas tenía tiempo para orar, en medio de abrumadoras tareas: nunca abandonar el examen de conciencia por la noche. Lo escribía un hombre que en su autobiografía, corroborada por los recuerdos de quienes le trataron, siempre había mostrado una especial devoción por oír Vísperas en las iglesias a las que acudía. Quizás en esta renuncia debió practicar con dolor su máxima de agere contra.

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Bernardo de Claraval se lamentaba de no haber podido vivir retirado en Claraval más tiempo, reclamado aquí y allí por negocios de la Iglesia. El compromiso de estabilidad lo había convertido en un nómada. Sólo en una ocasión se retrajo. Tras predicar la Cruzada en Vézelay, rechazó ponerse al frente de ella y regresó a su monasterio. En una página incendiaria de sus diarios Léon Bloy se lo reprochó anegado de amargas lágrimas. Lo llamó el santo del Verbo abofeteado que dejó morir masacrados a cientos de hombres y niños. Bloy, furioso santo del Espíritu, habría querido desclavar a Cristo de la Cruz. Bernardo prefirió ir a buscarlo a su sepultura abierta.

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Hasta el Generalato de los jesuitas Mercuriano (1572-1580) y Acquaviva (1580-1615) en la naciente Compañía habían pugnado dos corrientes: la activa, central; y la contemplativa, minoritaria. “Contemplativos en la acción”, el famoso sintagma ignaciano, intentaba también integrar no una doble alma sino un doble enfoque de la vocación jesuítica. Como en un retruécano, el contemplativo en la acción, para evitar el riesgo tanto del activismo como del quietismo, se sentía llamado a arraigarse activo en la contemplación. Loyola y, sobre todo, sus colaboradores más cercanos, observaban con aprensión las tendencias que hoy se llamarían “espiritualistas” del círculo de Francisco de Borja. De hecho, en los primeros tiempos sólo se permitía la salida de la Compañía a quienes deseasen ingresar, por ser la única Orden de mayor perfección, en la Cartuja, como había fantaseado al principio de su conversión el propio Ignacio,. Mercuriano debió zanjar esta dualidad simbolizada en la etapa final por la crisis española en torno a la oración de silencio de Antonio Cordeses y Baltasar Álvarez. Resuelto el asunto del antiguo confesor de santa Teresa con el silencio y la obediencia, Acquaviva se entregó a dar forma definitiva a la imagen contrarreformista de su Instituto. En todo este periodo postridentino no por casualidad se desarrolla la polémica de auxiliis.

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Tengo para mí que todos los atributos que constituyen la leyenda negra de los jesuitas (hipócritas, semipelagianos, casuistas, obsesos del poder y de la manipulación...) han sido el precio que su vocación tuvo que pagar por aquella amputación original.

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Vivir el ejemplo monástico en medio de las ocupaciones cotidianas no consiste en someterse a un Regla o ajustarla a la versión laica de un Plan de Vida. Un laico no puede vivir la Regla, pero cualquiera puede vivir de ella: del testimonio de una esperanza radical que el monacato ha custodiado también para todos los fieles. La ansiedad jurídica que atenaza a la iglesia latina, hasta el punto de que su derecho canónico está lleno de dispensas y de excepciones aplicadas con una discrecionalidad que se confunde, en no pocas ocasiones dolorosas, con la arbitrariedad más desvergonzada, parece obligar a vivir bajo la forma de estatutos. Parece como si no bastase el carisma del bautismo, como si éste tan sólo fuese el prerrequisito de la santidad. Una poética monástica busca descubrir los fundamentos de una vida cristiana; no funda una organización de esa vida. Ora et labora no mezcla la oración y el trabajo, pero tampoco los disocia. No encabalga el plano natural en el sobrenatural, ni tampoco sabe dar respuesta de cada uno de los gestos que la costumbre y la tradición han ido grabando en su corazón como el paisaje natural que respira. Una poética monástica sabe que, por más nobles que sean las ocupaciones de esta vida, son siempre bienes pasajeros, penúltimos. Trabajar no es una maldición: la oración anticipa su consumación. Llegará el Domingo sin ocaso, en que, perdido todo, nada habrá sido en vano: la Contemplación.

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“Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Lleva siempre vestidos blancos, y no falte el perfume en tu cabeza; disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol. Esta es tu parte en la vida y en los afanes con que te afanas bajo el sol” (Ecl 9,7-9).

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