miércoles, 30 de septiembre de 2020

En caída

Memoria de S. Jerónimo, pb. y dr.


Finis gloriae mundi,
Juan de Valdés Leal (1670-1672)

Un 30 de septiembre, hoy perenne, Léon Bloy daba comienzo a su primera serie de la Exégesis “bajo la advocación de San Jerónimo, autor de la Vulgata, bedel de todos los Profetas, recopilador glorioso de los lugares comunes eternos”. En homenaje a su libro, un 20 de agosto, ayer fugaz, daba yo término a mi peregrinación absoluta “bajo la invocación de San Bernardo, autor de los Sermones al Cantar de los Cantares, último de los Padres de Occidente, gramático de los Lugares Comunes gloriosos”.

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Ojeo caducas las hojas de mi breviario. Con alivio no me siento del todo culpable. Aunque pueda indignarles o logre a ratos inducirles cierto entusiasmo o incluso les llegue a ocasionar aburrimiento, sus lectores deberán admitir que de ningún modo les ha estafado. De una integridad antipática, me consuelo suponiendo que cumple con su anuncio de ser un libro en duermevela, escatológico y poético. “De la noche de Getsemaní, a los pies de un olivo”. Aborda el motivo de la Caída no como un dogma sino como una evidencia empírica, grabada antes que nada en su propia carne.

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Hace un tiempo, el lector casual de una de sus entradas en el blog, especialista en humanidades digitales, la ninguneó en Twitter asegurando que cualquier programa corriente de Inteligencia Artificial habría redactado mejor. Es característico del temperamento del filisteo despreciar con plana condescendencia. Al arrogarse en alto grado unas arcanas competencias demuestra que su talento es tan prescindible como para exigir que se le abone una renta vitalicia de probo funcionario, como a uno de esos caseros horrendos que desahuciaban a Léon Bloy por impagos de usura. Temeroso, mi filisteo concluía retando a que no se ofendiese alguien. Imposible fue no sentirse halagado.

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Pierre Glaudes ha subrayado que “decir que la Palabra se ha hecho carne o que el Espíritu de Dios es Amor no es un término vano para Bloy, quien extrae de él todas las consecuencias: el estilo de Dios, aquí abajo, no debería limitarse al estilo sublime. La presencia divina puede manifestarse, aunque enigmáticamente, en el estilo bajo, incluso en el registro de lo grotesco”. Si el Creador de la vida, si la Sabiduría oculta antes de todos los siglos, toma sobre sí el pecado del mundo para revelar el poder ardiente de su caridad, la ironía y el sarcasmo, restos de una inteligencia natural, son también, como los clavos de la Cruz, humildes instrumentos de la Redención.

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Como he repetido aquí y allá, no me he privado de saquear a conciencia la palabrería chocarrera y a menudo estéril de la tradición barroca española. Con tanto daño y tanta gloria como han infligido sobre el cuerpo de nuestra lengua aquellos epígonos conceptistas o culteranos, de tan pesada digestión, he intentado sumergir a su sombra la memoria del olvido de las lecciones que aprendí a sorbos en los tratados de Baltasar Gracián. Como en una de sus máximas, conviene siempre reservarse las últimas tretas del arte. Nada más imprudente y hasta provocador en nuestra época que el discernimiento de un arte oracular de la prudencia. En todo retruécano brilla acerada la herida de un error de las figuras clásicas de la lógica. Tal vez esas hayan sido las penúltimas tretas de mi incierto arte.

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Leía en diagonal hace unos días que está proscrito el uso de los adjetivos en la anomia actual del buen estilo. En cambio, mi librillo está saturado de una adjetivación que tanto ocupa todas sus posiciones posibles como desempeña aquellas funciones que puedan poner en riesgo, bajo el máximo respeto, la norma misma. Acepto que este rasgo estilístico moleste y hasta irrite a ratos. Sírvame quizás de disculpa que no haya dejado de preguntarme por esa insistencia obsesiva, casi rayana en una paradójica penitencia ascética. He sospechado en él la profunda ansiedad que me producían aquellos interminables ejercicios del libro de Lengua Española del COU que obligaban al alumno que fui a elegir correctamente, entre todo tipo de nombres, aquel que correspondiese al sentido de las frases. Irrumpir, Prorrumpir, Interrumpir, Corromper... Vgr. El público corrompió con vítores la lección del filósofo. Entomólogo, he querido diseccionar la gusanera adjetivada del cadáver de nuestra lengua.

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Flemático como soy en apariencia y sanguíneo como parezco en realidad, he acudido puntual a realizar las autopsias de nuestros lugares comunes con la memoria impactada de la visita años atrás al Hospital de la Caridad en Sevilla. Finis gloriae mundi.

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