Fiesta de Ntra. Sra. de la Merced
Hace casi un año iniciaba el itinerario de esta poética
del monasterio con la memoria
del libro sin por venir que la prefiguraba. No me he ahorrado calificar El peregrino absoluto de impublicable y hasta de inescribible. Acaba de ver la luz en la
colección Jánica de la editorial Cypress Cultura.
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Mientras redactaba
ese libelo, a Cavalcanti también le asaltaron dudas sobre su razón de ser.
Espigó en los Diarios de Bloy algunas
entradas de 1902 sobre los sentimientos que le habían asediado ante la
publicación de su Exégesis de los lugares
comunes. Habiéndole dedicado finalmente este nuevo libro, he vuelto a meditar, como
el salto de una caída, la distancia entre sus reflexiones al acabar la segunda
serie en 1913 y el resultado que ahora cobijo a su sombra, tal vez aterida, tal
vez aliviada.
20 de
febrero. Los que se rían con mis Lugares Comunes, encontrándome
endiabladamente inspirado, no sabrán que lo que les divierte ha brotado de mi
tristeza y a menudo de mi angustia. Lo saben ya algunos y se asombran; yo
mismo, en primer lugar.
14 de abril. Fin de mi Exégesis de los lugares comunes (nueva serie). Agobiado por ese
trabajo y para despedirme de mis lectores, me decido a agrupar los lugares
comunes que todavía quedan sobre la conciencia, y aplicarlos tal cual en un post scriptum impertinente en beneficio
del hombre valiente que sienta la tentación de continuar mis explicaciones y
mis glosas.
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Al ir corrigiendo
las pruebas, sentí, abrumado, que los lugares
comunes jamás envejecen, porque a cada instante su insustancialidad
engendra, como por palingénesis, una multitud cancerosa y pujante de nuevos
términos. Los que he taxonomizado se han apergaminado. La pandemia del COVID-19
ha inoculado con renovado vigor en nuestro malhadado lenguaje las ilimitadas mutaciones
que la estupidez jamás dejará de infligirle mientras
la fatiga de la Caída se prolongue en su insondable abismo.
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El peregrino absoluto nace en el cruce entre los Diarios y la Exégesis de Bloy, aunque carece de su inspirada angustia. No es tampoco
divertido. Quizás no sea sino un libro temerario. Poder solo velar la tristeza
del maestro recompensaría su esfuerzo. Sentado a los pies de un olivo digital,
debería dirigirme su pregunta: “¿Quién, en esta época, es capaz de leer un
libro en el que se habla continuamente de Dios?”. En la nuestra, ni siquiera
sería admisible que se sobreentienda.
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Sospecho que sus
páginas sufren una profunda contradicción. He procurado encajar con escrúpulo
escatológico las teselas del mosaico aleatorio que las dio a conocer en el formato
de un blog.
Un comentario de Ander Mayora me descubrió la (in)certidumbre de esa antítesis cuya obra requería la publicación en papel. Él habría propuesto aligerar el estilo y la
saturación de imágenes, pero reconocía que “es lo que es gracias a
ese estilo y a esas ideas; no pretende ser lo que no es, ni desea contentar a
nadie. Como Bloy, claro”. Histérico o visionario, habría sido imperdonable,
como un pecado contra la oscuridad, que no hubiese mantenido fidelidad hasta
el extremo de sus propias fuerzas.
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En el fondo guardaba
la secreta confianza de que tal peregrinación no sería leída; que no debería
serlo. Que un solo lector sea la refutación de esta convicción la habrá
ratificado.
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Podrá
desvanecerse el eco de una palabra pronunciada. Irreversible queda el peso de su
ausencia. Enterradas, estas glosas quisieran permanecer expectantes hasta que se abra el Libro último.
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