viernes, 25 de marzo de 2022

Nueva parábola del publicano y el fariseo


Solemnidad de la Anunciación del Señor

 

Interior del Templo en la parábola del Fariseo y el Publicano,
Dirck Van Delen (1658)

Caracteriza nuestra época la aplicación exhaustiva del principio de no-no contradicción. Uno de sus procedimientos más habituales consiste en reducir la categoría a anécdota, a fin de que la anécdota se convierta en categoría indiscutible. Cualquier argumento debe contener un tufo moralista. Sólo así nuestro nihilismo aquilatará hasta el extremo la inversión de valores que requiere su expansión. La fluidez no disuelve ningún binario, sino que los reutiliza. No afirma ni niega ningún ser. Jalea las simultáneas posibilidades de ser.

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En los ambientes eclesiásticos el principio de no-no contradicción se ha desarrollado a trompicones y con eficacia, entre pensamientos de almanaque piadoso y estampas de payasitos sonrientes. No es que lo “malo” se haya convertido en bueno y viceversa, sino que “lo” malo no puede dejar de ser bueno y “lo” bueno no puede esconder que no es perfecto. Fariseo, malo: rigorista, inflexible, soberbio. Publicano, bueno: dialogante, dúctil, humilde. Pero ¿acaso no es posible sospechar que, tras un fariseo, late el corazón de un publicano y que el disfraz publicano apenas oculta el enésimo truco autojustificador del fariseísmo?

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Si la fidelidad es tachada a menudo de infiel al espíritu, ¿debe aceptarse sin replicar que la infidelidad a la letra depurará la fe? Aun con temor, me atrevo a experimentar el procedimiento con una parábola evangélica, por si demuestra su “operatividad” (Lc 18, 9-14).

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Dijo también esta parábola a algunos que desconfiaban de los demás por considerarlos justos y se compadecían de sí mismos: «Dos personas subieron al templo a orar. Uno era publicano; el otro, fariseo. El publicano, erguido, oraba así exteriormente: “¡Oh, Dios!, te doy gracias porque podría ser como los demás hombres: ladrones y adúlteros, y no como ese fariseo. Hago voluntariado todos los días en las redes sociales y pago el diezmo de todas mis emociones”. El fariseo, en cambio, encogido, se atrevía a levantar los ojos alrededor, y, sin darse golpes de pecho, decía: “¡Oh, Dios!, sana nuestros pecados”. Os digo que este subió a su casa ridiculizado y aquel no. Porque todo el que se lamente será ridiculizado y el que se ridiculice será festejado».

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sábado, 19 de marzo de 2022

Biblioplano

 

Solemnidad de San José, Patriarca


Plano de la abadía de Fontenay,
Lucien Bégule (1912)

 

He llegado a la redacción de las últimas páginas de mi Poética del monasterio. El ritmo se desacelera. Un sentimiento de impotencia me abate, como si se hubiesen agotado las fuerzas antes de alcanzar el fin. Deambulo entre sus páginas fatigado, apenas sin detenerme. Distraído a propósito, evito fijarme en los defectos de sus detalles. ¿Y si toda su construcción hubiera fallado?

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No temo haber exagerado la cita de autores desconocidos de nuestra tradición; ni haber utilizado un estilo entre ensayístico y académico; ni tan siquiera haberme empeñado en la defensa moral y anagógica de la familia, sin disculparme con adjetivos y sin haber logrado su objetivo último. He sopesado cada uno de esos motivos, desafiantes y suicidas, y he incurrido en ellos con plena conciencia.

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Recuerdo de joven que un antiguo compañero de colegio se me acercó con una chispa maliciosa en los ojos para espetarme: “He leído algo tuyo y me disculparás. La verdad es que no me ha gustado nada. Me parece muy malo”. Sin pestañear, le repliqué: “Nunca he confiado en tu gusto”. Esbozó el rictus de humillación que había saboreado por anticipado ver que se dibujaría en mi cara. Pasan los años y no consigo dominar mi temperamento.

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Un libro no es un museo, sino un espacio que debe ser habitado. Debe esperar que sus lectores culminen la tarea de proyectar la textura que hubiera querido para sí. Un libro a punto de estrenar es apenas una brizna de papel. Un libro leído y anotado, abandonado o de consulta, respetado o bajo maltrato, graba la huella del tiempo que había previsto.

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« Je puis bien aimer l’obscurité totale, mais si Dieu m’engage dans un état à demi-obscur, ce peu d’obscurité qui y est me déplaît, et parce que je n’y vois pas le mérite d’une entière obscurité il ne me plaît pas. C’est un défaut et une marque que je me fais une idole de l’obscurité séparée de Dieu. Or il ne faut adorer qu’en son ordre. »

(Pascal, Pensées).

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La belleza de un templo no se limita a la perfección de sus arcos o a la elegancia del ábside o a la solución de su cúpula. Con su visita los espectadores no justifican una obra; con sus oraciones, los fieles cumplen la misión que tiene encomendada. Recorro vacías las dependencias de mi monasterio y no dejo de preguntarme si alguna comunidad de solitarios acabará encontrando en ellas, aunque sea de paso, la función de hospitalidad y paz que habría deseado construir.

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“And for what, except for you, do I feel love?

Do I press the extremest book of the wisest man

Close to me, hidden in me day and night?

In the uncertain light of single, certain truth,

Equal in living changingness to the light

In which I meet you, in which we sit at rest,

For a moment in the central of our being,

The vivid transparence that you bring is peace.”

 

(Wallace Stevens, Notes Towards a Supreme Fiction)

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Cumplido y exhausto, permaneceré en él.

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viernes, 11 de marzo de 2022

De monjes y editores

 

Memoria de S. Sofronio de Jerusalén, obispo

 

La imprenta de Bernardo Cennini,
Tito Lessi (1906)

No es infrecuente encontrar entre los asiduos de los monasterios un huésped que, nada más llegar, empieza a pontificar sobre cómo debería funcionar la vida de la comunidad. De un vistazo sabe perfectamente si está actualizada o si es demasiado laxa, si no es necesario emplear el latín o si escasea, si el Oficio es demasiado largo o es demasiado corto, qué debería introducirse para atraer más vocaciones o qué comportamientos que observan las deben de espantar. Han alcanzado el discernimiento de Juan Casiano por compromiso infuso.

Suelen pasearse por la huerta boqueando y mirando por todas partes para poder entablar a la mínima una conversación. Los monjes suelen ser sus presas más codiciadas. No suelen encajar muy bien que se les lleve la contraria, aunque lo deseen para rezongar sobre la falta de humildad o para lanzar una mirada de condescendiente perplejidad. Invariablemente tiendo a comportarme con ellos como un lunático mudo y melancólico.

Aunque pueda estar inmolándome, a los editores suelo contemplarles como un monje a sus huéspedes. En principio, daría la impresión de que la situación es la contraria, pues el autor suele persiguir a un editor intentándole convencer de la necesidad de publicar su obra, mientras éste no sabe cómo esquivar la impertinencia y la vanidad de quien está convencido de su genialidad. Mi solidaridad completa acompaña en este caso al editor. Es inevitable herir a quien se cree Chéjov o Paul Auster. El auténtico editor sabe que tampoco es él Faber & Faber y que carece del ingenio de la Szymborska en sus comentarios. A quienes, por el contrario, se sienten un dechado de sensibilidad lectora y de agudeza comercial hay que temerlos, porque su suficiencia y su ironía exigen mucha caridad.

Al editor que da largas o que se sume en el silencio no hay que importunarle. Cuando publique, ilusionado, un libro y lo dé a conocer, ya tendrás la ocasión de asentir calladamente. Es una de esas venganzas refinadas que logran enquistar los rencores mutuos. Al editor que te explica con feroz amabilidad por qué tu libro es impublicable, ya que carece de público potencial, es difícil no ofenderle. Considera que te está haciendo un favor. Sufro especialmente al notar que algunos están pensando que quizás se han pasado de frenada y entonces ya se precipitan en caída libre aconsejándote cómo deberías haberlo escrito y mostrando su disposición a atender un futuro libro, porque han percibido “potencial”. Requiere mucho ayuno contenerse para no intentar consolarlos haciéndoles ver que no han entendido nada.

Muchos autores están tan ansiosos que proyectan en un público imaginario su deseo de que sus presuntos libros sean publicados. Otros querríamos crear la comunidad de nuestros lectores. Es nuestro deber estar a la altura de la exigencia que les proponemos. El gran editor es capaz de percibir ese fondo oscuro. Podrá arriesgarse o no, por factores comerciales o por otras razones respetables, pero habrá leído a fondo la obra. Podrá recomendar o sugerir, pero sabe que una obra, se publique o no, es. He tenido la suerte de coincidir con editores de este tipo.

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José Jiménez Lozano, Advenimientos (Valencia: Pre-textos, 2006).

lunes, 28 de febrero de 2022

En suspenso

 

Memoria de S. Román, abad


Cruz en la naturaleza salvaje,
Frederic Edwin Church (1857)

 

Siento que rozan mi alma los andrajos del tiempo.

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No parar de escribir sobre el silencio y la soledad pudiera ser la excusa para protegerse de la exigencia misteriosa, desnuda y arisca, de la soledad y el silencio. A quien escogen, siempre esperan. Aunque crea conjurarlos, lo envuelven hasta su regreso.

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Recibo de Ricardo Gil Soeiro su recién salido libro Pirilampos. De la poesía de Ricardo siempre me llega algún mensaje secreto, como si su lectura fuese el alfabeto de una oscura sabiduría de la que se conservasen sólo fragmentos traducidos en una clave perdida. Leo: “Arte poética: // a palabra arde para que / os segredos sobrevivam”.

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Tal vez un monje también sea una luciérnaga: “É esta a pequena glória de um reino encantado. / Nascer, brilhar, morrer: e isso é um tesouro”. Escondido y olvidado.

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Hace unos meses que no leo el Eclesiastés. Noto inciertos algunos versículos que borbotan en mi interior, como si, hirviendo, comenzasen a deshacerse sus palabras en la sustancia de la memoria. A presión, ¿llega más a fondo su efecto? Abro de nuevo el libro: “No pensará mucho en los años de su vida, si Dios le concede alegría interior” (Ecl. 5, 19). Tal vez la escritura sea el reflejo de la melancólica felicidad con que Dios ocupaba a los hombres para que no recordasen los días contados que aún les faltan. Olvidados de sí, gozan y lloran el descanso de sus fatigas. Arrojados a la interminable alharaca de las redes sociales, braceando como si fuera posible hacerse oír, llenamos la insatisfacción -y la vanidad- de nuestra muerte cotidiana.

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A las palabras “silencio y soledad” se les ha cubierto de afeites. Al pronunciarlas, parecen reverberar los ecos de un locus amoenus. En sus dependencias restauradas sus gestores nos ofrecen conectar de nuevo con nuestro interior. Técnicas, objetivos y estrategias indirectas de éxito, saqueadas de una tradición milenaria, se facturan con mohínes de humildad y carantoñas relajadas. Nuestros «místicos» se disfrazan de discípulos del desierto y sólo somos chamarileros codiciosos.

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Al eremus no se dirige nadie a encontrar la paz, ni mucho menos a relajarse. Se emprende el camino de Getsemaní.

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“Si quieres venir al santo recogimiento, no has de venir admitiendo sino negando” (San Juan de la Cruz).

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La santa simplicidad es una delicadeza de pedernal. No se concede el más mínimo gusto, porque se ha deshecho de todo disgusto. Acepta cualquier disgusto como un gusto inesperado. Lo acoge con hospitalidad y lo despide en paz.

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Dos tópicos como contemptus mundi y fuga saeculi son de tal sentido común que conviene alejarlos con jovialidad.

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domingo, 13 de febrero de 2022

En retiro


Memoria de S. Gilberto de Meaux, obispo

  

Paisaje con el Profeta Elías en el desierto
Abraham Bloemaert (h. 1610)

Llevo retirado un par de meses. Redacto enclaustrado mi Poética del monasterio. Descanso leyendo poemas de José Jiménez Lozano. Los ruidos del mundo empiezan a sonarme lejanos. Si los oigo retumbar, será porque sigo en él, me digo. Redoblo la atención al canto del autillo que guardo, bien adentro, en la oscuridad de la memoria. Tal vez encuentre su umbral.

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Medito si la Navidad pasada no renovó, con su mirra, el relente de la soledad sobre mi alma. En vísperas Esperanza Ruiz me envió un cuestionario de delicado acero. Aunque habría querido ser Zalacaín, el aventurero, ahora sé que mi vida se había decidido en un Claraval imaginario. ¿No debo ofrecer el incienso de mi silencio?

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Repiten mucho, como si fuera un gran descubrimiento, que no existe la meritocracia. Jamás ha existido y muchas generaciones lo hemos llevado con pesar y con educación, no con resignación. La gran solución actual resulta deprimente: como no existe, sigamos como hasta ahora; cambiemos solamente los criterios del enchufismo para que, con la excusa igualitaria, continúe beneficiando a quien, como siempre ha pasado y ya con toda naturalidad, sin hipocresías, se ha decidido que debe tocar.

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Me comenta el Decano, medio en broma, que ante las normativas de calidad académica me comporto como un japonés en huelga de celo. Pretendo aplicarlas a rajatabla, sin concesiones, con ferocidad, extremadas. Que su aplicación sea absurda es la única redención posible frente a la letra que mata. Atisba, ¿con acierto?, un fondo calvinista.

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He leído mucho, tal vez demasiadas páginas, acaso poco. Algunos libros me han deslumbrado. Contados son aquellos que me han situado fuera del tiempo. ¿Por qué recordaré ahora al adolescente David Copperfield y al joven Yevgraf Zhivago?

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En mi juventud naufragada andaba errante como el peregrino de Góngora, “entre espinas crepúsculos pisando”. Recibí entonces la única invitación digna de ser considerada. Al acabar una estancia en la clausura, el hospedero me sugirió delicadamente que pensase si no estaba hecho para aquella vida. Decliné instintivamente. Hoy sería monje jerónimo.

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Antes sólo había recibido órdenes de alistamiento eclesiales. Las desobedecí sistemáticamente. De hecho, nunca he dejado de desobedecerlas. Entre el monasterio y el mundo, media la distancia entre ser recibido como un huésped o ser tratado, por defecto, como un desertor. Siempre que me han señalado las habitaciones de la servidumbre, he aprovechado para salir por la puerta de servicio. Luz y aire. Como los héroes de la infancia de mi padre, puestos a enrolarme siempre he optado por la Legión Extranjera. Bajo nombre falso, por supuesto.

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Recopilar, redactar, pulir cada página de esa Poética está construyendo dentro de mí su monasterio. Estoy siendo escrito. ¿Qué poco debiera importar que se publique o no? Un monasterio no se levanta para ser visitado, sino para que, en lo más escondido de sus celdas, more la presencia de Quien está ausente.

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Caminos

 

Caminas por la nieve, andas.

Andas y andas, y el camino

no lleva a parte alguna. 

Vuelves atrás los ojos, tampoco

hay camino alguno. Solamente

ciertas escrituras cúficas de pájaros,

hechas a tus espaldas, y un blancor purísimo

a la luz de la luna. Pero no entiendes

esta escritura antigua de los pájaros.

 

(José Jiménez Lozano, Los retales del tiempo)

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viernes, 17 de diciembre de 2021

El silencio de Franz Jalics


Memoria de S. Lázaro de Betania

 

Paisaje de otoño,
László Mednyanszky (1890)

La figura del jesuita húngaro Franz Jalics (1927-2021) ha cobrado en ciertos ambientes espirituales una callada resonancia en las últimas décadas. El largo secuestro que sufrió junto a otro compañero, Orlando Yorio, bajo la Junta Militar argentina, ha dado pie a debates sobre la connivencia del entonces Provincial jesuita Jorge Mario Bergoglio con la dictadura. Jalics y Yorio abandonaron, dolidos, la Compañía -y aquí el verbo «doler» posee una seriedad extrema-. Jalics regresó al cabo de años. Siendo aun arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio mantuvo un encuentro con él que culminó en una misa concelebrada. La familia de Yorio, que había muerto con anterioridad, mostró su disconformidad. 

El tribunal de la historia no es jamás un tribunal moral, ni viceversa, por más que lo pretenda una época como la nuestra, deseosa de usurpar la función judicial en todas sus dimensiones. Una reconciliación ni exculpa ni inculpa, precisamente porque no borra el pasado. Aunque a una sociedad mediática le resulte tan incomprensible una dinámica así que siempre advierta aviesas intenciones o claudicaciones en sus protagonistas, creo advertir en ese entrevista entre dos jesuitas el cumplimiento del mandato de Jesús en el Sermón de la Montaña:


“Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5,23-24).


Un gesto así implica una abnegación que nada tiene que ver con lo que entendemos normalmente como muestras de generosidad y de humildad. Su sentido último está más allá de cualquier juicio humano y, por eso, siempre resultará insatisfactorio a cualquier criterio que no sea el de Dios mismo. ¿Quién puede decir si en los aspectos más controvertidos del magisterio del Papa Francisco presiona en niveles muy profundos la meditación, entre atormentada y liberadora, del Sermón de la Montaña (Mt. 5-7)?

Franz Jalics no se ha convertido en un maestro espiritual de tanto éxito como Anselm Grün. Tampoco fue jamás un teólogo de la liberación en la estela de Jon Sobrino.

En sus libros más conocidos, Ejercicios de contemplación (1989) y El acompañamiento espiritual en el Evangelio (2012) -titulado Jesús, maestro de meditación en la edición española-, Jalics no ha cesado de advertir que el camino espiritual que cada uno debe recorrer en busca del encuentro con Dios es siempre “escarpado”. Su meta no reside en el apaciguamiento, ni en el consuelo, ni en conectar con el yo más profundo, sino en alcanzar la vida eterna, entendida como la contemplación gozosa de Dios.

Es cierto que, como ha señalado Pablo d'Ors, en su comprensión de la tarea del acompañamiento espiritual las doctrinas del psicólogo Carl Rogers sobre la empatía desempeñan un papel relevante. Pero, sin ser un terapeuta, Jalics también escapa a la condición de stárets e incluso, en su sentido orientalizante, de maestro espiritual. 

El propio Jalics señaló: “Al principio tuve alguna reticencia respecto a esta denominación. Sin embargo, la considero adecuada en un sentido muy sencillo y humilde, así como se dice «maestro carpintero» o «maestro de novicios»”. Como el modelo del carpintero de Galileo que enseñaba a sus discípulos a ser pescadores de hombres, consideró su apostolado una techne. Transmitía a los ejercitantes una enseñanza basada en la experiencia. En consecuencia, sólo sería operativa mediante la práctica personal. Del mismo modo, los acompañantes que recurriesen a ella debían contrastarlas como una orientación para su propia misión. Sus libros son simplemente eso: guías, ejercitatorios, manuales, directorios… 

Como puede adivinarse, el itinerario de Jalics es, en su fondo y en su forma, sin aspiraciones literarias de ningún tipo, básicamente ignaciano. Su espiritualidad entronca con una línea silenciosa y silenciada dentro de la propia tradición jesuítica. Dicho de un modo grueso, en Ignacio de Loyola, psicólogo y organizador, contemplativo en la acción, late un cartujo. Esa fuente, que no puede ser cegada sin que se resienta el edificio entero de su espiritualidad, mereció ser vigilada desde el primer momento, incluso por él mismo. Los conflictos de los primeros cincuenta años de la Compañía de Jesús, tal como quedan recogidos de una manera diáfana en la benemérita Historia de la Asistencia de España del P. Antonio Astrain, son incomprensibles sin esta tensión que tantos disgustos proporcionaron ad extra y ad intra al propio San Ignacio.

Bergoglio está modelado en el yunque de los PP. Nadal y Polanco y Mercuriano. Jalics, callado y retirado, en el de los PP. Borja, Cordeses y Álvarez. No es este lugar para desarrollarlo, pero el silencio de Jalics bebe del «peregrino modo de orar» que reprochaban al antiguo confesor de Santa Teresa sus detractores. En su biografía clásica del V. P. Baltasar Álvarez (1616) el P. Luis de la Puente la denominaba oración de la presencia de Dios, de quietud o recogimiento interior o de silencio, “porque en ella cesa la muchedumbre, variedad y bullicio de las imaginaciones y discursos; y las potencias superiores del alma, memoria, entendimiento y voluntad, están recogidas y fijadas en Dios y en la contemplación de sus misterios, con grande quietud y sosiego en sus actos”. 

Basta atender las inflexiones y los matices del P. Álvarez y sus comentaristas para advertir que esta oración, aunque no fuera la propia de su Instituto, bien anclada estaba en él y, contra toda apariencia, no podía sino servir de excusa, a favor o en contra, de toda clase de dexamientos. Jalics formula ese silencio en la actitud del criado que espera a su Señor de noche (Lc 12,35-38): “sin atender los propios pensamientos, sentimientos y tareas, permanecer con toda la atención y el interés en el Señor”. No basta con hacer: el hacer ha de estar vivificado por la contemplación pura y exclusiva de Dios.

No se trata sólo de que el vocabulario ignaciano resuene en no pocas fórmulas de Jalics. Incluso la estructura de un libro como Jesús, maestro de meditación tiene como modelo los Ejercicios Espirituales. Dividido en cuatro partes, que denomina respectivamente como armonía, misión, silencio y ser, radicalmente cristocéntricas y vertebradas en torno al episodio del joven rico (Mc 10,17-31), los fundamentos, la orientación y hasta el tono son deudores de las cuatro semanas de los Ejercicios. Los mandamientos, la elección, la kénosis y la contemplación, según el modelo evangélico, dirigen cada momento. Pueden encontrarse rastros de las reglas en el ordenarse reformuladas en términos actuales. Los modos de elección están redactados como un palimpsesto ignaciano.

Es cierto que en Ignacio el ejercitante moviliza su interior no en una línea ascendente, sino en espiral, cuyo eje está dirigido desde el principio por la elección. Lo que Jalics desea destacar es que el anhelo de Dios no se derrama en la acción, sino que unifica nuestro fondo más íntimo. Servir a Jesucristo es pregustar la Gloria. Él es la figura acabada del profeta y del místico: contemplación y acción no son dimensiones dialécticas de su existencia, sino la unidad que se manifiesta en su Resurrección. Entre el tiempo y la eternidad, el ejercicio del cristiano consiste en excavar más hondo.

Podría reprocharse en la última parte de Jesús, maestro de meditación ciertas expresiones ambiguas. Parecería como si Jalics vacilase. Experto en el silencio, daría la impresión de que, por un camino que no se puede poseer sino en la pura esperanza, siente la necesidad de acogerse a intuiciones de Teilhard de Chardin para no perder pie.

Antes de apresurarse a descartar con alivio un camino tan «escarpado», que renuncia a alcanzar grados o a obtener iluminaciones, el paso del hacer al ser debería obligar a considerar con simplicidad sus palabras finales. Singular, propio, no para todos, no por ello mejor, es el testimonio a la vez de una época y de una tradición:


“Sólo aquí llega a la cúspide la invitación de Cristo: «Vende lo que tienes». Aquí todo consiste en haberse desprendido completamente de todo y de buscar solamente a Dios. Aquí, los últimos tesoros de la tierra se desplazan al reino de los cielos. Se trata realmente de no querer entender, alcanzar o esperar, buscar o desear otra cosa más que a Cristo mismo. Sólo desde aquí la intención se hace realmente pura: sólo vale la pena el amor a Cristo, nada más. Vivir totalmente para Dios. Vivir aquí en la tierra, pero tener el hogar ya en el cielo. Esto no excluye una vida muy comprometida aquí en la tierra, como muestra el ejemplo de muchos santos”.


viernes, 12 de noviembre de 2021

Soledad y memoria


Memoria de San Nilo del Sinaí, mj.



Con la traducción del libro La explosión de la soledad se ha producido en nuestro país un fenómeno curioso. Los argumentos de su autor Erik Varden, monje trapense y actualmente obispo de Troindheim (Noruega), han atraído un inusitado interés entre lectores que en principio no parecerían especialmente inclinados hacia la literatura espiritual. La reciente entrevista de Daniel Capó a Mons. Varden ha servido además para poner de relieve, a través de su distinción entre deseo y anhelo, una de las ideas centrales con que el libro, lejos de las respuestas clásicas de la teodicea, ha intentado enfrentarse a algunas de las perplejidades que el mal sigue suscitando a la mentalidad contemporánea.

Conviene comenzar señalando que este es sobre todo el libro de un monje que, sin renunciar a su sólida formación intelectual y espiritual, practica, con agilidad y soltura, el diálogo con quienes, según Henri de Lubac, habrían conservado el sentido espiritual de las Escrituras en los últimos dos siglos: los poetas. No es ni pretende ser un libro novedoso, sino más bien nuevo, deseoso de ir a lo esencial de manera clara y directa.

Su estructura es sencilla y está fuertemente trabada. Dividido en seis capítulos, a los que se suman una introducción y un epílogo, todo él está marcado por el imperativo de recordar, como el título de cada capítulo se encarga de subrayar. Sucediéndose como el desarrollo de la historia de la salvación, desde la Creación (y la caída) hasta la Redención (y la plenitud), cada capítulo está construido de forma similar. Tras introducir el tema bíblico escogido y situarlo en un contexto actual relata el testimonio de poetas, novelistas o personas de fe ante las angustias de nuestra época.

María Egipciaca, Stig Dagerman, el stárets Serafín de Sárov, Maïti Girtanner o Andreï Makine, entre otros, son los interlocutores con que Varden va intentando aclarar sus preguntas sobre la realidad del mal y el misterio más hondo de la bondad y de la belleza, capaces de hacer refulgir, contra toda aparente esperanza, la verdad de la condición humana.

He ahí donde se articula el sentido conjunto del título (La explosión de la soledad) y del subtítulo (Sobre la memoria cristiana) del libro, el cual pierde inevitablemente parte de su fuerza en la traducción. Entre la soledad y la memoria se produce una intensa comunicación que adquiere unos matices muy particulares en el texto original. En inglés se distinguen tanto los términos solitude (soledad física) y loneliness (soledad afectiva) como memory (potencia intelectual) y remembrance (el recuerdo trabajado en la memoria). Más que enfrentarse a una explosión, Varden se adentra en el sacudimiento, en el estallido, en el resquebrajamiento (shattering) que la obediencia a la memoria (remembrance) produce en nuestro sentimiento de orfandad originaria (loneliness). Podría decirse que la herida que nos libera del aislamiento nos invita a recuperar la comunión entre nosotros y con Dios.

En un sentido agustiniano, presente, pasado y futuro se proyectan entonces en una unidad que las trasciende y que hacen de la memoria un sigo de identidad. En cuanto tal, cabe hablar de anamnesis. Más allá de su sentido platónico y/o litúrgico, este concepto adquiere en el pensamiento monástico una tonalidad distintiva respecto del método dialéctico propio de la línea teológica emprendida por la Escolástica.

Como el propio Varden insinúa a través de su reflexión sobre el concepto griego de aletheia, la anamnesis no es una simple reminiscencia, ni tan siquiera una conexión con las ideas y los sentimientos más originales que el hombre retomaría en el proceso de theosis. Literalmente, sería una tarea que obliga a remontar la memoria sin descuidar el riesgo de su propio olvido. Según Varden, el hombre, formado del humus, aspira a ser más y mejor. El memento mori sería la prueba más elevada de la dignidad humana. Su anhelo de infinitud brota de su misma naturaleza finita. Este abajamiento le revela, como un don, la gloria de Dios manifestada en el Hombre nuevo encarnado en Jesucristo.

No es casual, por tanto, que, sin mencionar a san Anselmo y a santo Tomás, presentes de uno y otro modo en su antropología, Varden se acoja a la sombra de Orígenes y de San Atanasio. De este último, en el capítulo final, comenta con brillantez el opúsculo Sobre la encarnación del Verbo como una réplica indirecta al anselmiano Cur homo Deus est. Aunque no lo mencione explícitamente, concede con naturalidad que la muerte de Jesús no habría sido la satisfacción infinita de una deuda infinita -un planteamiento jurídico que repugna a la mentalidad moderna-. Más bien su encarnación habría representado la nueva Creación, la recuperación de la semejanza de Dios por el Logos y el cumplimiento de la voluntad original del Creador con respecto a ese hombre sobre el que se inclinó para modelarlo con la arcilla de la tierra. Como expresa en el último capítulo: “Estar creados a imagen de Dios -ser humanos- es portar en lo hondo del ser de cada uno un anhelo que desea trascender los límites de la naturaleza humana para participar en la vida divina”.

Este planteamiento, que es sostenido con rigor y serenidad, lleva a Varden a la afirmación más osada de su libro y que, con cierto temor, me atrevería a matizar intentando asumir los propios presupuestos del autor: “Lo que Dios tenía en mente no era tanto la redención, sino la recreación. El problema que reclamaba una solución no era el pecado, sino la muerte”. Sin duda, como añade a continuación, “en Dios encarnado, nuestra humanidad misma tenía vida divina”. Ahora bien, llevado al extremo este argumento, podría considerarse que se disuelve la correlación ontológica entre causa y efecto (pecado-muerte) en favor del impacto existencial y fenomenológico de nuestra finitud restaurada en su anhelo originario.

El valor salvífico de la Pasión y Muerte de Jesús quedaría así desdibujado. Estoy de acuerdo en que ya no corresponde entender éstas como la imputación de un castigo terrible y hasta inhumano, sino, como Varden mismo apunta con un sentido genuinamente evangélico en el capítulo dedicado al memorial eucarístico, la expresión del perdón incondicional de Dios a la humanidad que, paradoja inconmensurable, es salvada justo cuando vuelve a rechazarlo. El misterio de la Encarnación y de la Redención son, a fin de cuentas, inseparables.

Dice Varden en verdad que Dios se hizo huésped de los hombres para mostrarles su auténtico rostro. Pero “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). En el recuerdo de las cicatrices del campesino noruego que tanto le impresionaron en su adolescencia, siguen resonando los mismos gritos, ahora a sabiendas, de hace veinte siglos: “¡Fuera, fuera; crucifícalo! […] No tenemos más rey que al César” (Jn 19,15).

Ahora bien, pese a los dolores crónicos de Maïti Girtanner provocados por las torturas nazis o la prisión de Iulia de Beausobre en un campo de trabajo soviético, como quiere resaltar Varden, el perdón y la compasión transfiguran nuestra existencia con la victoria de Cristo: “Pero a cuanto lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12). O como dice nuestro autor: “Ser digno [de la Eucaristía] es asentir a la realización del ejemplo de Cristo en mi vida -comprometerme con su novedad. El Señor no busca la perfección instantánea. Pero requiere coherencia en el modo de vida”.

La Redención -la Reconciliación- culmina y completa, así, la Recreación. “Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él descansó de toda la obra que Dios había hecho cuando creó” (Gn 2,3). La explosión de la soledad nos acompaña, con alegría interior y con tacto genuino, en esa jornada.