viernes, 11 de marzo de 2022

De monjes y editores

 

Memoria de S. Sofronio de Jerusalén, obispo

 

La imprenta de Bernardo Cennini,
Tito Lessi (1906)

No es infrecuente encontrar entre los asiduos de los monasterios un huésped que, nada más llegar, empieza a pontificar sobre cómo debería funcionar la vida de la comunidad. De un vistazo sabe perfectamente si está actualizada o si es demasiado laxa, si no es necesario emplear el latín o si escasea, si el Oficio es demasiado largo o es demasiado corto, qué debería introducirse para atraer más vocaciones o qué comportamientos que observan las deben de espantar. Han alcanzado el discernimiento de Juan Casiano por compromiso infuso.

Suelen pasearse por la huerta boqueando y mirando por todas partes para poder entablar a la mínima una conversación. Los monjes suelen ser sus presas más codiciadas. No suelen encajar muy bien que se les lleve la contraria, aunque lo deseen para rezongar sobre la falta de humildad o para lanzar una mirada de condescendiente perplejidad. Invariablemente tiendo a comportarme con ellos como un lunático mudo y melancólico.

Aunque pueda estar inmolándome, a los editores suelo contemplarles como un monje a sus huéspedes. En principio, daría la impresión de que la situación es la contraria, pues el autor suele persiguir a un editor intentándole convencer de la necesidad de publicar su obra, mientras éste no sabe cómo esquivar la impertinencia y la vanidad de quien está convencido de su genialidad. Mi solidaridad completa acompaña en este caso al editor. Es inevitable herir a quien se cree Chéjov o Paul Auster. El auténtico editor sabe que tampoco es él Faber & Faber y que carece del ingenio de la Szymborska en sus comentarios. A quienes, por el contrario, se sienten un dechado de sensibilidad lectora y de agudeza comercial hay que temerlos, porque su suficiencia y su ironía exigen mucha caridad.

Al editor que da largas o que se sume en el silencio no hay que importunarle. Cuando publique, ilusionado, un libro y lo dé a conocer, ya tendrás la ocasión de asentir calladamente. Es una de esas venganzas refinadas que logran enquistar los rencores mutuos. Al editor que te explica con feroz amabilidad por qué tu libro es impublicable, ya que carece de público potencial, es difícil no ofenderle. Considera que te está haciendo un favor. Sufro especialmente al notar que algunos están pensando que quizás se han pasado de frenada y entonces ya se precipitan en caída libre aconsejándote cómo deberías haberlo escrito y mostrando su disposición a atender un futuro libro, porque han percibido “potencial”. Requiere mucho ayuno contenerse para no intentar consolarlos haciéndoles ver que no han entendido nada.

Muchos autores están tan ansiosos que proyectan en un público imaginario su deseo de que sus presuntos libros sean publicados. Otros querríamos crear la comunidad de nuestros lectores. Es nuestro deber estar a la altura de la exigencia que les proponemos. El gran editor es capaz de percibir ese fondo oscuro. Podrá arriesgarse o no, por factores comerciales o por otras razones respetables, pero habrá leído a fondo la obra. Podrá recomendar o sugerir, pero sabe que una obra, se publique o no, es. He tenido la suerte de coincidir con editores de este tipo.

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José Jiménez Lozano, Advenimientos (Valencia: Pre-textos, 2006).

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