Memoria de S. Román, abad
Cruz en la naturaleza salvaje, Frederic Edwin Church (1857) |
Siento que rozan mi alma los andrajos del
tiempo.
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No parar de escribir sobre el silencio y la
soledad pudiera ser la excusa para protegerse de la exigencia misteriosa,
desnuda y arisca, de la soledad y el silencio. A quien escogen, siempre esperan.
Aunque crea conjurarlos, lo envuelven hasta su regreso.
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Recibo de Ricardo Gil Soeiro su recién salido
libro Pirilampos. De la poesía de Ricardo siempre me llega algún mensaje
secreto, como si su lectura fuese el alfabeto de una oscura sabiduría de la que
se conservasen sólo fragmentos traducidos en una clave perdida. Leo: “Arte
poética: // a palabra arde para que / os segredos sobrevivam”.
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Tal vez un monje también sea una luciérnaga: “É
esta a pequena glória de um reino encantado. / Nascer, brilhar, morrer: e isso
é um tesouro”. Escondido y olvidado.
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Hace unos meses que no leo el Eclesiastés.
Noto inciertos algunos versículos que borbotan en mi interior, como si,
hirviendo, comenzasen a deshacerse sus palabras en la sustancia de la memoria. A
presión, ¿llega más a fondo su efecto? Abro
de nuevo el libro: “No pensará mucho en los años de su vida, si Dios le concede
alegría interior” (Ecl. 5, 19). Tal vez la escritura sea el reflejo de la melancólica
felicidad con que Dios ocupaba a los hombres para que no recordasen los días
contados que aún les faltan. Olvidados de sí, gozan y lloran el descanso de sus
fatigas. Arrojados a la interminable alharaca de las redes sociales, braceando
como si fuera posible hacerse oír, llenamos la insatisfacción -y la vanidad- de
nuestra muerte cotidiana.
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A las palabras “silencio y soledad” se les ha cubierto
de afeites. Al pronunciarlas, parecen reverberar los ecos de un locus amoenus.
En sus dependencias restauradas sus gestores nos ofrecen conectar de nuevo con
nuestro interior. Técnicas, objetivos y estrategias indirectas de éxito, saqueadas
de una tradición milenaria, se facturan con mohínes de humildad y carantoñas
relajadas. Nuestros «místicos» se disfrazan de discípulos del desierto y sólo somos
chamarileros codiciosos.
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Al eremus no se dirige nadie a
encontrar la paz, ni mucho menos a relajarse. Se emprende el camino de
Getsemaní.
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“Si quieres venir al santo recogimiento, no
has de venir admitiendo sino negando” (San Juan de la Cruz).
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La santa simplicidad es una delicadeza de
pedernal. No se concede el más mínimo gusto, porque se ha deshecho de todo
disgusto. Acepta cualquier disgusto como un gusto inesperado. Lo acoge con
hospitalidad y lo despide en paz.
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Dos tópicos como contemptus mundi y fuga
saeculi son de tal sentido común que conviene alejarlos con jovialidad.
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