Memoria de S. Gilberto de Meaux, obispo
Paisaje con el Profeta Elías en el desierto Abraham Bloemaert (h. 1610) |
Llevo retirado un par de meses. Redacto
enclaustrado mi Poética del monasterio. Descanso leyendo poemas de José
Jiménez Lozano. Los ruidos del mundo empiezan a sonarme lejanos. Si los oigo
retumbar, será porque sigo en él, me digo. Redoblo la atención al canto del
autillo que guardo, bien adentro, en la oscuridad de la memoria. Tal vez
encuentre su umbral.
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Medito si la Navidad pasada no renovó, con su
mirra, el relente de la soledad sobre mi alma. En vísperas Esperanza Ruiz
me envió un cuestionario de delicado acero. Aunque habría querido ser Zalacaín,
el aventurero, ahora sé que mi vida se había decidido en un Claraval imaginario. ¿No debo ofrecer el incienso de mi silencio?
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Repiten mucho, como si fuera un gran descubrimiento,
que no existe la meritocracia. Jamás ha existido y muchas generaciones lo hemos
llevado con pesar y con educación, no con resignación. La gran solución actual resulta
deprimente: como no existe, sigamos como hasta ahora; cambiemos solamente los
criterios del enchufismo para que, con la excusa igualitaria, continúe beneficiando
a quien, como siempre ha pasado y ya con toda naturalidad, sin hipocresías,
se ha decidido que debe tocar.
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Me comenta el Decano, medio en broma, que ante
las normativas de calidad académica me comporto como un japonés en
huelga de celo. Pretendo aplicarlas a rajatabla, sin concesiones, con ferocidad,
extremadas. Que su aplicación sea absurda es la única redención posible frente a
la letra que mata. Atisba, ¿con acierto?, un fondo calvinista.
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He leído mucho, tal vez demasiadas páginas,
acaso poco. Algunos libros me han deslumbrado. Contados son aquellos que me han
situado fuera del tiempo. ¿Por qué recordaré ahora al adolescente David Copperfield
y al joven Yevgraf Zhivago?
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En mi juventud naufragada andaba errante como el
peregrino de Góngora, “entre espinas crepúsculos pisando”. Recibí entonces la
única invitación digna de ser considerada. Al acabar una estancia en la
clausura, el hospedero me sugirió delicadamente que pensase si no estaba hecho
para aquella vida. Decliné instintivamente. Hoy sería monje jerónimo.
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Antes sólo había recibido órdenes de
alistamiento eclesiales. Las desobedecí sistemáticamente. De hecho, nunca
he dejado de desobedecerlas. Entre el monasterio y el mundo, media la distancia
entre ser recibido como un huésped o ser tratado, por defecto, como un
desertor. Siempre que me han señalado las habitaciones de la servidumbre, he aprovechado
para salir por la puerta de servicio. Luz y aire. Como los héroes de la
infancia de mi padre, puestos a enrolarme siempre he optado por la Legión
Extranjera. Bajo nombre falso, por supuesto.
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Recopilar, redactar, pulir cada página de esa Poética
está construyendo dentro de mí su monasterio. Estoy siendo escrito. ¿Qué poco
debiera importar que se publique o no? Un monasterio no se levanta para ser
visitado, sino para que, en lo más escondido de sus celdas, more la presencia
de Quien está ausente.
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Caminos
Caminas por la nieve, andas.
Andas y andas, y el camino
no lleva a parte alguna.
Vuelves atrás los
ojos, tampoco
hay camino alguno. Solamente
ciertas escrituras cúficas de pájaros,
hechas a tus espaldas, y un blancor purísimo
a la luz de la luna. Pero no entiendes
esta escritura antigua de los pájaros.
(José Jiménez Lozano, Los retales del
tiempo)
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