Memoria de S. Sofronio de Jerusalén,
obispo
La imprenta de Bernardo Cennini, Tito Lessi (1906) |
No es infrecuente encontrar entre los asiduos
de los monasterios un huésped que, nada más llegar, empieza a pontificar sobre cómo
debería funcionar la vida de la comunidad. De un vistazo sabe perfectamente si
está actualizada o si es demasiado laxa, si no es necesario emplear el latín o si escasea,
si el Oficio es demasiado largo o es demasiado corto, qué debería introducirse
para atraer más vocaciones o qué comportamientos que observan las deben de
espantar. Han alcanzado el discernimiento de Juan Casiano por compromiso
infuso.
Suelen pasearse por la huerta boqueando y
mirando por todas partes para poder entablar a la mínima una conversación. Los
monjes suelen ser sus presas más codiciadas. No suelen encajar muy bien que se
les lleve la contraria, aunque lo deseen para rezongar sobre la falta de humildad
o para lanzar una mirada de condescendiente perplejidad. Invariablemente tiendo
a comportarme con ellos como un lunático mudo y melancólico.
Aunque pueda estar inmolándome, a los editores
suelo contemplarles como un monje a sus huéspedes. En principio, daría la
impresión de que la situación es la contraria, pues el autor suele persiguir a
un editor intentándole convencer de la necesidad de publicar su obra, mientras
éste no sabe cómo esquivar la impertinencia y la vanidad de quien está
convencido de su genialidad. Mi solidaridad completa acompaña en este caso al
editor. Es inevitable herir a quien se cree Chéjov o Paul Auster. El auténtico
editor sabe que tampoco es él Faber & Faber y que carece del ingenio de la
Szymborska en sus comentarios. A quienes, por el contrario, se sienten un
dechado de sensibilidad lectora y de agudeza comercial hay que
temerlos, porque su suficiencia y su ironía exigen mucha caridad.
Al editor que da largas o que se sume en el
silencio no hay que importunarle. Cuando publique, ilusionado, un libro y lo dé
a conocer, ya tendrás la ocasión de asentir calladamente. Es una de esas
venganzas refinadas que logran enquistar los rencores mutuos. Al editor que te
explica con feroz amabilidad por qué tu libro es impublicable, ya que carece de
público potencial, es difícil no ofenderle. Considera que te está haciendo un
favor. Sufro especialmente al notar que algunos están pensando que quizás se
han pasado de frenada y entonces ya se precipitan en caída libre aconsejándote
cómo deberías haberlo escrito y mostrando su disposición a atender un futuro
libro, porque han percibido “potencial”. Requiere mucho ayuno contenerse para no
intentar consolarlos haciéndoles ver que no han entendido nada.
Muchos autores están tan ansiosos que
proyectan en un público imaginario su deseo de que sus presuntos libros sean
publicados. Otros querríamos crear la comunidad de nuestros lectores. Es
nuestro deber estar a la altura de la exigencia que les proponemos. El gran
editor es capaz de percibir ese fondo oscuro. Podrá arriesgarse o no, por factores
comerciales o por otras razones respetables, pero habrá leído a fondo la obra. Podrá
recomendar o sugerir, pero sabe que una obra, se publique o no, es. He tenido
la suerte de coincidir con editores de este tipo.
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