miércoles, 23 de abril de 2025

Contentamiento de haber leído

 

Fiesta de S. Jordi.

 

Cristo en casa de Marta y María,
Diego de Velázquez (1617-1619)

Aquí vive el contento, aquí

reina la paz…

(Fray Luis de León, Noche serena)

 

Emprendo, dudoso, la reseña de Contentamiento de haber nacido (2016-2019), el último volumen de diarios de Enrique García-Máiquez. El autor es amigo, me ha dedicado el volumen y hace poco reseñó mi Qohélet / Lector. No quisiera convertir las palabras que siguen en una variante de las empleadas en las sociedades de bombos mutuos. El mismo Máiquez ha intentado desanimarme a que las redactase, con razones sólidas, sabiendo que detesto además ese tipo de crítico que se unge como el intérprete oficial de una obra entera. Eppure...

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Intentaré no ser complaciente. En los últimos años Máiquez ha publicado quizás demasiado: poesía, aforismos y ensayo, además de sus incontables y diarias colaboraciones periodísticas en diversos medios y formatos. Con el éxito editorial de un género tan a contracorriente como el espiritual en Gracia de Cristo, que me parece una obra tan valiente como fallida, o gracias al impacto mediático de Ejecutoria, I Premio CEU de Ensayo Sapientia Cordis, que posee la frescura del manifiesto y las debilidades del subgénero, Máiquez debería estar muy satisfecho. Con ellos ha cumplido con creces una función política como ciudadano y como creyente. Ahora bien, una poética monástica como la que este blog cronoclasta desea practicar no puede cometer la frivolidad de dejar pasar oculto el verdadero misterio de la vocación de Máiquez.

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Este último volumen de diarios podría, pues, pasar desapercibido. Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Sería injusto. No hay nada oculto que no deba ser sacado a la luz (Mc. 4, 22). Contentamiento de haber nacido es quizás el libro más personal y maduro de los que ha publicado. Pudiera ser que esta opinión, en mi caso, esté condicionada por la admiración por su ejercicio de la modalidad diarística. A fin de cuentas, la razón de que haya fatigado su obra sin descanso de debe a que mi heterónimo Cavalcanti me redescubrió el oficio de lector al escribir la frase con que cerraba la reseña de El pábilo vacilante, su segundo volumen de diarios…

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En el prólogo Máiquez nos informa de que cierra con este volumen la primera serie de sus diarios, los cuales abarcan desde la muerte de la madre y el nacimiento de los hijos al fin de la infancia de estos. Con ella, remata también la cima de su madurez. En los volúmenes anteriores, englobados entonces bajo el rótulo de Rayos y truenos, Máiquez se entregaba a un lirismo que buscaba en la narratividad la manera de no perderse en los laberintos de sus rompimientos de gloria. Barroco y vanguardista – lo he repetido muchas veces –, entre Quevedo y Gómez de la Serna, se acogía al contrafuerte de Josep Pla (y Dionisio Ridruejo). Con el nuevo volumen inaugura un título para el conjunto que no supone un cambio de rumbo, sino de rasante. Machadiano, También la verdad se inventa ahonda en una narratividad lírica, donde la vida y la escritura, la ficción y la realidad, entretejen el hilo de una existencia que aspira a la plenitud, sea instante o eternidad. Como decía Ortega y Gasset, según la etimología, inventar quiere decir solamente ser el primero en llegar.

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Permítanme una vanidad de crítico. La lectura estereoscópica (amistad y filología) de sus diarios que Máiquez me atribuye en la dedicatoria tal vez haya contribuido a iluminarle la verdad honda – ¿inventada? – que yace en su constante búsqueda del rostro real. Sin renunciar al realismo metafísico que siempre ha profesado, confiesa ahora (entre líneas, con puntos suspensivos…) que su sentido se alcanza transfigurando la realidad (familiar o laboral, con sus viajes y sus clases, con sus cenas de amigos, en la intimidad del lar, siempre cotidiana).

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La introducción “Reposo vocal absoluto” da la clave de todo el volumen. Aquejado de una afección de la garganta el protagonista se ve obligado a guardar un silencio (casi) absoluto, en absoluto sepulcral. Contra lo que él mismo sospechaba, tal silencio le abre una soledad acompañada. Entre la pauta inicial de la Oceanografía del tedio de Eugenio d’Ors y la final del Viaje alrededor de mi habitación de Xavier De Maistre, emprende una peregrinación que traza los contornos de su intimidad. Por compararlo con su maestro dorsiano (Miguel), el garcia-máiquez que se apresuraba antes, hipocondriaco y lenguaraz, con la coquetería charmante del buen conversador, a deslumbrar a sus interlocutores y lectores con la aparente sencillez de su estilo, adopta ahora un aire sereno que remite, como ya se intuía en sus últimos libros de poesía, Mal que bien e Inclinación de mi estrella, hacia el barroco más grave y menos estridente: el de Cervantes y  Velázquez y, sobre todo, el que prepararon los dos luises, el de León y el de Granada. Machadiano, pero también azoriniano, con esa pureza de la prosa juanrramoniana que quiere evitar la tentación de sus agudos, García-Máiquez se desprende de garcía-máiquez para verlo en una perspectiva distanciada y comprensiva, con la plena conciencia de que, en ese espacio limpio velazqueño, que Ramón Gaya perseguía maravillado, se dibuja, gloriosa, la silueta de sus trabajos y sus días.

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“Ahora, en completo silencio, inmóvil, miro cómo mi alma – como un pájaro muy tímido – se vuelve a mis manos”.

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