Memoria de
Santas Perpetua y Felicidad, mrs.
Debía de estar cursando
cuarto de EGB. Nuestro tutor, un hombre mayor y atormentado por la muerte
absurda de su hijo durante una parada técnica en la carretera, nos sacaba a la
pizarra. Le temíamos por sus sarcasmos. Si salía un zurdo, le obligaba a
escribir con la derecha colmándole de reproches por estar utilizando “la mano
del diablo”. Un horror grabado a fuego en mi memoria infantil, que hacía reír a
tantos, está asociado a dos frases espantosas con las que se justificaba: “¡Es
por tu bien! Ya me lo agradecerás”.
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En algunas ocasiones,
durante mi carrera académica, me he acordado de aquel episodio. Como mi letra –
redonda, pequeña, neurótica-, mi modo de redactar me ha valido reproches: que
si deslavazado, que si poco organizado, que si demasiado hipotáctico, que si
aspira a abarcarlo todo de golpe... En lugar de la burla sarcástica y enloquecida, una elegante condescendencia me ha proporcionado una cuantas recetas para ser diestro en el arte académico. A una profesora de la Universidad, que me
quería bien, le sorprendía que, mientras mis exámenes le parecían de una
claridad deslumbrante, mis trabajos fueran oscuros y difíciles de seguir. (Casi)
nadie discutía mi brillantez; simplemente lamentaban, más o menos
implícitamente, que estuviera mal aprovechada. ¿Cómo podría atreverme a decirles
que el rigor y el respeto a las reglas de cada género, académico o ensayístico,
que intentaban inculcarme, me provocaban un aburrimiento paralelo al de la
perplejidad que expresaban con el modo de practicarlas a tientas con que, a
pesar de todo, siempre me he esforzado?
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¿A qué diestro no le
produce una extrañeza inmediata ver escribir a un zurdo? El giro de su espalda,
la elipsis del brazo o la rotación de la muñeca dan la impresión de desafiar los
criterios de la caligrafía, como si su trazado consistiese en ajustarse a un supuesto
canon natural de armonía diestra. El zurdo escribe diferente. Siempre he
visto en esa diferencia la marca de una belleza irreductible y vulnerada.
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En el examen buscaba una
calificación. En la escritura, oscuramente, como si fuera una excusa, ando tras
una verdad que me esquivase. ¡Qué más daba que se tratase de la recensión de un
libro! Retuerzo la sintaxis, sigo saltando entre los conceptos, pondré en
fricción los significados. La impericia que hayan podido señalar en ella – naíf
entonces, ahora rigurosa- no me importa tanto como el fuego que me devoraba
para lanzarme campo a través. Llegaré siempre tarde y magullado, soportando el
simpático reproche de quien, si le dejara, me recomendaría cómo sacar provecho
de esta limitación de mi talento. En silencio, en medio de su realismo
metafísico tan preciso y tan sensato, sigue sonando la melodía más pura de mi
aventura: una gramática escatológica.
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La publicación de Poética del
monasterio me ha proporcionado algunas satisfacciones conmovedoras,
como descubrirme en la formidable genealogía con la que Lutgardo
García tenía la generosidad de emparentarme. Muy especiales han
resultado también las lecturas de José
M. Sánchez Galera o Ángel
Ruiz, las entrevistas de Marisa
de Toro y Julio
Llorente o los comentarios de Ricardo Calleja. Sus elogios acertaban en no esconder, con delicadeza, la presencia de ese tono y ese ritmo “desacompasados”, sin que por
ello dejase de atraerles su extraña coherencia. Difíciles, oscuros, ambiguos, en ellos han percibido,
¡y hasta agradecido!, el murmullo de una verdad que en su herida – en
su Caída- contiene una mirada que no podía ni sabría expresarse de
otro modo.
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Tras la presentación
madrileña, Ana
Rodríguez de Agüero me comentó que, al empezar a leerme hace años, no desistió ante su dificultad, porque intuía que allí había algo que se
quería decir y que merecía ser escuchado. Creo que es la única persona que ha captado que un lugar esencial en mi libro se encuentra en los apólogos y en los aforismos del capítulo En vasijas de
barro, como si fuera el pozo en la clausura. Mientras la oía, puse mi cara más inexpresiva para ocultar que, por
dentro, lloraba desconsoladamente de gratitud, como aquel adolescente de Andrei
Rublev, de A. Tarkowski, tras conseguir que el secreto de su campana sonase.
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Enrique García-Máiquez
recopilaba hace unas semanas algunas frases de Poética del monasterio en
su sección de El barbero del rey de Suecia. Al tropezar con la fragilidad de los materiales con los que está construido mi monasterio, no se detuvo en ellos sino que ha sabido mirar a su
través: “Pero no es defecto, sino deferencia”. En esas pocas palabras late una
caridad tan alta de lector que deja en deuda a un autor que no quiere revelar
las claves de su obra hasta el final. Entonces, habiéndolo edificado con su ayuda,
no sabrá realmente si el edificio entero puede sostenerse. García-Máiquez ha
acuñado así quizás la fórmula más exacta que representa ese pensamiento
monástico, rumiante, especular, sincopado, que he querido cultivar siempre en
el huerto de mi inteligencia: “Estamos de alguna manera ante una obra hecha de
escolios implícitos en un texto sucesivo”. Nunc dimittis…
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