sábado, 21 de octubre de 2023

Secretos, cronoclastas y conservadores

 

Memoria de S. Hilarión, abad

 




Hace poco me decía Álvaro Petit que Anti(pos)modernos españoles le parecía una propuesta estética que mostraba una militancia política pero no partidista. En efecto, no quiere reducirse a un tratadito de estética conservadora. Aunque sea una apuesta conservadora, rehúye todo tipo de clasificaciones y etiquetas. En el prólogo se dice que quiere ser a la vez un “opúsculo” y un “libelo”. Tal vez se haya convertido también ex post facto en un “prontuario”: una obrilla polémica que anota brevemente diversas cuestiones que deberían ser tratadas con más detenimiento en una obra posterior.

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Anti(pos)modernos españoles no pretende ofrecer un canon de la literatura conservadora española del siglo XX. Sería incompleto. Sin embargo, apunta una muestra alternativa que no complementa la oficial, sino que, no obviando sus tensiones ideológicas, intenta liberarlo de una polarización que lo condene a un ostracismo sectario. Ni todos los autores comparten las mismas ideas políticas, ni todos ellos se ajustan un credo religioso único. Omite cualquier taxonomía por promociones o grupos, a fin de resaltar un espacio geográfico y político común que atraviesa la península de cabo a rabo. Ese diálogo mantiene vivo el fuego que alimenta la actitud anti(pos)moderna acogiéndose a unas libertades que no tienen temor en inspirarse en la tradición sin quedar apresada en ella. Experimentan con ella, crean con ella y gracias a ella. En ese sentido atribuyo a todos esos autores la categoría de cronoclastas: rompen con la idea de progreso entendida en un sentido teleológico, como ley historicista a la que la estética también debería estar sometida.

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Anti(pos)modernos españoles procura sorprender al lector eligiendo el género en principio con el que menos se identificaría su crítica de la posmodernidad. Trata así también de profundizar en los motivos que forman otra categoría básica de análisis del libro: su condición secreta. Al invocar, por ejemplo, a Jiménez Lozano la poesía, no el ensayismo o el diarismo, orienta la búsqueda. Al recordar a Luis Rosales, no la poesía, sino su ensayismo. De Pemán, en vez del articulismo, su teatro.

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Advierto a posteriori que el libro se acaba con mi generación. ¿Se debe acaso esta ausencia al ombliguismo generacional al que nadie parece inmune? Pudiera ser, aunque también podría deberse a otra causa. La generación que ha precedido a la mía ha sido y sigue siendo todavía tan omnipresente – tan asfixiante e implacable – que, por un lado, me parecería casi hasta inmoral atreverme a enseñar a quienes alcanzan ahora su madurez cómo deben leerse. Al mismo tiempo, siento que, tan engolfada en sí misma, la mía no puede permitirse abdicar de una responsabilidad: la de transmitir una manera suya de leer el pasado en el que ya está entrando. ¿Quién sabe si tendré el valor y la fuerza para compensar esta ausencia siguiendo con un proyecto en germen, juanrramoniano, que me gustaría titular Españoles de tres submundos?  

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En este blog he dejado constancia de haberme dedicado a meditar el Eclesiastés durante un par de años, recién cumplida la cincuentena. Con insistencia me detengo en dos de sus pasajes: “Lo torcido no se puede enderezar, / lo que falta no se puede calcular” y “Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Lleva siempre vestidos blancos y disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol. Esa es tu parte en la vida y en los afanes con que te afanas bajo el sol”. Ojalá supiera de veras aplicarme un programa tan conservador y sensato. Más que pesimista, contra toda evidencia, debería aprender a sostener una serenidad con las gotas de un escepticismo (sobre)naturalísimo.

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miércoles, 18 de octubre de 2023

La moneda del monje

 

Fiesta de S. Lucas, evg.

 

San Pablo Ermitaño,
José de Ribera (1640)

En cierta ocasión un amigo me comentó que le había impresionado un pasaje de Poética del monasterio en que se recordaba que la celda de S. Pablo, ermitaño, estaba instalada en un antiguo taller de falsa moneda. La vida secreta del primer monje estaba envuelta en un aire de clandestinidad que había deslumbrado a S. Antonio, abad. Habiéndome propuesto leer las Colaciones de Juan Casiano de principio a fin, caigo en la paradójica cuenta de que la vida monacal está atravesada, desde sus orígenes, por una disyuntiva económica muy evangélica. “Non potestis servire Deo et mammonae” (Lc 16, 13).  

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Pablo, el ermitaño, apartado al fondo de una cueva oscurísima, rezaba donde se había falsificado moneda. El abad Antonio se había convertido escuchando la admonición de Jesús al joven rico: “omnia, quaecumque habes, vende et da pauperibus et habebis thesaurum in coelo: et veni, sequere me” (Lc 18,22). En la primera Colación, desde el desierto de Escete, el abad Moisés recomienda que “lleguemos a ser, según el precepto del Señor, hábiles cambistas” si el monje desea realmente alcanzar la contemplación continua. La vida monástica se asemejaría, pues, a la parábola de los talentos: “Negotiamini, dum venio” (Lc 19,13).

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Dice Casiano: “La habilidad de los cambistas consiste en distinguir el oro puro del que no ha sido purificado de igual suerte en el crisol”. A continuación, enumera cuatro posibilidades que obligan al monje a discernir sobre la naturaleza de la moneda de sus pensamientos. Hay una moneda falsa, sin duda, como la hay “fingida” o sin valor real de cambio. También hay una moneda dañada e incluso puede estar devaluada. Cuando al final del primer ciclo de Colaciones el abad Isaac y sus interlocutores conversen sobre la oración, llamará la atención que se subraye que todas las prácticas monacales, y hasta los ejercicios más extremos de austeridad son nada, si no se mantiene el corazón puro en la recta doctrina.

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Falso dinero son las reflexiones que seducen por el brillo de un lenguaje en el que se complacen ciertos filósofos y que conducen, en su aparente inocuidad, a la miseria más absoluta. También falsifican su valor todas esas prácticas que, en su apariencia piadosa, no se ajustan al cuño auténtico que timbra la tradición. Devaluadas, es decir, que han perdido su peso, son aquellas piezas que, “por la herrumbre de la vanidad”, no se ajustan en verdad al patrón antiguo, aunque aparenten reproducirlo. Dañada es, por último, la moneda que emplea la Sagrada Escritura para imprimir en ella interpretaciones que se desvían de su sentido fiel: “no es la imagen del rey verdadero la que se halla grabado allí, sino la del usurpador”.

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Medito estas páginas de Casiano, admirado. Siguen describiendo con una exactitud pasmosa no pocos y principales peligros actuales. En cada una de esas monedas se descubren sin esfuerzo las más variadas divisas que circulan hoy con toda naturalidad. Emitidas hasta por el banco central, las operaciones de especulación financiera que la (pos)Modernidad ha puesto a disposición de nuestra contabilidad espiritual permanecen al descubierto en las secretas celdas de la espiritualidad monástica. ¿Acaso no pasan por nuestra mano diariamente esos billetes con los que algunos negocian sin demasiado escrúpulos, mientras muchos nos conformamos con evitar que caigan en nuestras manos o con deshacernos de ellos lo más rápido posible, advirtiendo sin demasiada confianza sobre el engaño que supone reconocerles curso legal?

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Acostumbro a recordar el fundamento escatológico de la vida monástica que venero y que no sigo. Bajando los ojos, vuelvo a leer: “Viendo el anciano la admiración que nos causaban estas palabras, prosiguió diciendo: el fin último de nuestra profesión es el reino de Dios o reino de los cielos, es cierto; pero nuestro blanco, o sea, nuestro objetivo inmediato es la pureza del corazón”.

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domingo, 1 de octubre de 2023

Anti(pos)modernos españoles

 

Memoria de Sta. Teresa del Niño Jesús, v. y dra.

 



Anti(pos)modernos españoles, mi nuevo ensayo que acaba de aparecer en la Editorial Sindéresis, intenta trazar algunas líneas alternativas de nuestro pensamiento literario contemporáneo. Entrando en debate con la conocida obra de Antoine Compagnon, sus capítulos recogen el perfil de ensayistas, narradores y poetas cuya posición política y estética desafía las etiquetas ideológicas más rígidas. La nómina incompleta y personal seleccionada muestra la riqueza «conservadora», «secreta» y «cronoclasta» de una reflexión que ha puesto en jaque la asociación de modernidad y progreso en nombre también de la libertad y la tradición. Aunque los nombres de Ángel Ganivet, Wenceslao Fernández Flórez, Rafael Sánchez-Mazas, José María Pemán, Juan Ramón Masoliver, Julián Ayesta, Luis Rosales, Álvaro Cunqueiro, Ramón Gaya, José Jiménez Lozano, Miguel d’Ors, Julio Martínez Mesanza, Juan Manuel de Prada y Enrique García-Máiquez no agotan un panorama amplio y complejo, bastan para representar unos principios y unas virtudes artísticas y morales que han forjado una parte sustancial de la personalidad histórica y cultural de España en el último siglo.

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No responde este volumen al género estricto de un ensayo académico y, sin embargo, tampoco se conforma con adaptar el recurso de la antología de artículos. Anti(pos)modernos españoles es un croquis por donde respiran maneras de escribir la realidad histórica y de leer las experiencias del tiempo que aquella ha logrado crear. Quisiera ser tomado simplemente por un opúsculo o, como mucho, por un libelo.

Suele definirse el primero como una obra científica o literaria de poca extensión. La obra científica puede ser literaria por una cuestión de estilo. Aunque no practique las archinormas genéricas con que los códigos universitarios actuales han logrado aherrojarla, la obra científica también debería volver a ser literaria por un diseño de construcción que la singularice, sea cual sea su modalidad o su alcance.

El opúsculo guarda así un trasfondo que limita con el libelo, tanto por su condición de libro pequeño como además por la de escrito que infama a alguien o algo. De modo indirecto y breve, el nuestro denigra que se denigre por defecto unos modos de hacer literatura. En su heterogeneidad política, social y cultural han experimentado a fondo con no pocos de los artificios imaginativos que, al delinear una parte sustancial y olvidada de su memoria sentimental, forman parte de la historia literaria y crítica española. Su brevedad esquemática ojalá consiga mantener el tono de una polémica matizada.

Etimológicamente, preliminar remite a un umbral en el momento previo a que alguien lo traspase. Sin embargo, entrar en una casa no es simplemente desplazarse de un espacio a otro, de un afuera a un adentro. Dijo Gaston Bachelard: “El hombre es el ser entreabierto”. Añadió que nuestra vida es el relato de las puertas que se abren y de las que se cierran y de las que quisiéramos volver a abrir. En el trazado de ese límite, donde se asoman los autores que se propone estudiar, desean moverse estas páginas.

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Con este breviario abro un nuevo itinerario. No abandono el monasterio. Me inclino sobre el escritorio y me pongo a rumiar en odres viejos vino nuevo, o al revés. No dejo de meditar si no debiera mantenerme en silencio evitando la tentación polígrafa. Me consuelo – o lo intento- con que en el principio era la Palabra y no el Silencio. Sin la Palabra no podríamos descansar en el Silencio. Nos rodearía el rumor ensordecedor del Caos o el eco vacío de la Nada a la espera de que el Espíritu creador diese razón de ellos. La verdad de todo libro llega después, en el silencio que sus palabras han podido engendrar. Tras los autores de Anti(pos)modernos españoles late, secreta y cronoclasta, la sombra de mi conservadurismo: la lectura como espacio paradisiaco.

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domingo, 24 de septiembre de 2023

Istmos


Fiesta de Nuestra Señora de la Merced



 

Ricardo Calleja, del que quienes le conocemos sabemos que parece hombre de mundo y es hombre de Dios, mantiene las distancias como la forma íntima de una calidez que se rige por la prudencia. Retiene la sonrisa al esbozarla. Achica los ojos, aprieta los labios, suspira honda y discretamente. Inicia un gesto amplio de la mano hacia la nuca antes de pronunciar con pocas palabras claras, entre dientes, una opinión, un pensamiento, una reflexión largamente vividos. Se encoge de hombros, calla, como si supiera que, aunque resulten inútiles, no cabe nunca desesperar. Cuando ríe, incluso con un punto de elegante sarcasmo del que parece arrepentirse de inmediato, no deja que se malogre su contención. Advierto a veces, como una ráfaga, una tristeza de fondo que hace resplandecer, matizada, una alegría que no sabría apagarse. Como lector las veo de nuevo unidas con el continente de la persona y de la obra en su nuevo libro Istmos.

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Istmos se presenta como un volumen de aforismos. Se advierte en él un esfuerzo terso por mantenerse en los límites de un género breve tan lábil e híbrido, con fronteras tan imprecisas con la máxima, la sentencia, el adagio o el apotegma. La voluntad moral atraviesa toda la colección, refrenada o potenciada no sólo por la concisión lingüística sino por los efectos de sentido que trabaja sobre la materia y la forma del lenguaje mismo. Hay poetas que quieren ser moralistas. Calleja, que es un moralista, aspira a ser poeta.

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Otras reseñas podrán destacar la división de Istmos en cuatro partes, subdivididas cada una en tres epígrafes, que representan sendos espacios simbólicos por reales, y viceversa. Número completo: Doce. Entre tierra y cielo, la cuaternidad y lo trinitario. Casa, escuela, plaza y templo no marcan sólo una gradación entre lo privado y lo público, lo íntimo y lo comunitario. Entre los chispazos aforísticos asoman las intuiciones de un ensayo sobre una teoría política del Derecho. ¿Cómo no dejar que se escabulla sino agrupando sus dovelas como un mosaico de aforismos? Ya digo. Otras reseñas deberán subrayar la unidad temática y estructural de lo que se ofrece, por naturaleza, disperso y fragmentario.  Más humilde - ¿más esencial? – esta lectura, aquí, se detiene solamente en el concepto.

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Calleja, que invoca a Hobbes y a Schmitt, es barroco. No es el suyo un barroquismo de filigranas y volutas. Lo es conceptista. Desengañado, no escéptico. A un paso de la acritud, retrocede. Calleja es un conservador, claro. El conservador descree de las utopías. El conservador, a secas y maduro, ni espera el regreso de un Paraíso perdido, ni negocia a la baja otro por alcanzar. El conservador desconfía por defecto y espera por virtud. El presente no es sino el tránsito germinante de su pasado a un futuro que debe venir en la gloria del Hijo del Hombre. Por ello, de la familia conservadora a Calleja la reaccionaria casi le impacienta; la liberal le enciende, casi. Dos son, en suma, los principios de su inexcusable condición moderna: la autoridad de la casa y el templo, el poder de la escuela y la plaza. Orden y sentido.

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Barroco, Calleja defiende desde el prólogo también aforístico la claridad densa y revelada de una teología positiva. El místico es un asceta en acto. El asceta debería ser un místico en potencia. Moderno, interroga en los pliegues del lenguaje el peso significante de una verdad escondida y, todavía, operante. Rememora el Evangelio y la filosofía aristotélica. Trasciende la historia para que la conciencia de la Caída no sea sino la penúltima palabra. Llama la atención que, para lograrlo, ponga en juego dos procedimientos y tres temas. La variedad repetida de los juegos fónicos y la exasperada polisemia de la paradoja buscan pulir, como una gema, el emblema verbal. Asimismo, resiste la crisis biopolítica distinguiendo el orden (sobrenatural) y la organización (técnica). Si la política es la teología por otros medios, una filosofía de la historia debe desembocar en una Poética de la Redención, es decir, en una escatología. En ella se salva la soberanía de otro mundo, sin incurrir en los espejismos esteticistas del pasado ni en las especulaciones emotivistas del futuro. Hic et nunc, moderno y barroco.

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… No hay menos misterio en la precisión comunicable que en lo indecible…

La casa cansa y descansa.

La lengua es el arma del alma.

Claridad: caridad con ele de logos.

En el principio estaba la Palabra, no el concepto.

Todo arte es narrativo.

La virtud perfecta es tan natural en la excepción como en la norma.

Para el autoritario lo excepcional es lo normal. Para el liberal lo excepcional es siempre rechazable y hasta imposible. Para el clásico, lo normal es lo deseable; lo excepcional, inevitable.

Paradoja: la deliberación racional pública es un mito.

Ser conservador es sinónimo de acatar toda revolución que ya haya sucedido, y no apoyar ninguna de las que debería suceder.

Hay una gran diferencia entre el conservador elegíaco y el conservador celebrativo. La que media entre el reaccionario y el conservador.

Toda filosofía política es una filosofía de la historia. Toda filosofía de la historia es una teología de la historia.

Teología de la historia: lo peor está por venir. Lo mejor está por volver.

La política es la continuación de la teología por otros medios.

La ideología es ideolatría.

El exceso de organización es un desorden.

Reinar no es figurar. Reinar es figurar.

Para el cristiano es difícil saber si pone ladrillos del Reino o de Babel, pero sabe muy bien que no puede volver al Edén.

Los cristianos damos a beber vino nuevo en vasos rotos.

Cristo colma nuestra esperanza, desafiando nuestras expectativas.

Dios ha muerto. Y está a punto de resucitar.

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sábado, 19 de agosto de 2023

Novena bernardiana

 

Memoria del Beato Guerrico de Igny, monje O. Cist.



Al comenzar la Novena a San Bernardo de Claraval, que concluye hoy, decidí subir cada día un fragmento breve sobre el abad cisterciense a la antigua red social Twitter. Hace unos años me tomé la libertad de redactar una novena a Léon Bloy seleccionando frases de sus Diarios. Decidido a repetir el procedimiento, me encuentro al cuarto día, en que incluía una brevísima referencia bloyana, con el interés del Oratorio de San Felipe Neri de Alcalá por la fuente de tal Novena. Quedé desconcertado de entrada. Dado su ruego, al completarla, me siento en la obligación de dedicársela.

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Parecería que la Novena fuese solamente un ejercicio de devoción tradicional, como una caricatura del tópico reproche erasmista contra la superstición de las oraciones vocales repetidas por costumbre y con una finalidad mágica. Nada más lejano del recto sentido trinitario, tres veces tres, con que el fiel emprende un camino de ascesis encomendándose a Cristo y a su Madre también a través de los méritos de sus santos.

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Una Novena exige ascesis. Es un tiempo que, en medio de las ocupaciones diarias, nos arrebata de sus limitaciones. Las transfigura liberándonos de ellas. ¿Qué mejor manera de orar que leyendo, meditando y contemplando? Como sacramental, la Novena es liturgia de lo cotidiano.

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Cuando veinticinco años atrás comencé a estudiar los oracionales del siglo XVI, me llamaba la atención la condescendencia con que muchos filólogos y teólogos despachaban, a favor o en contra, la falta de originalidad o las carencias académicas de los escritores monásticos. No se daban cuenta de que, mientras ellos sabían de letras y del Espíritu, estos sabían las letras del Espíritu.

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“Mi” Novena a San Bernardo no es filológica. Acumula, organiza, rehace los textos como intertextos de una búsqueda. Crea un texto no como un collage, sino como un flujo significante. No hay experiencia sin una escritura. Mejor dicho, sin leescritura. Todo diálogo es una lectura que escribe, una escritura que (re)lee.

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Bernardo de Claraval, como todo hombre, contiene un misterio. Siendo este de una deslumbrante ambigüedad, concede a quienes se acercan a él el don de esforzarse por comprenderse mejor a sí mismos. Al escribir sobre él, intentan alumbrar sus secretos propios. A través de ellos, indirectamente, indago también en los míos.

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Conocerse a uno mismo no es sólo un imperativo délfico. Polvo soy y en humo me convertiré. Bernardo enseña que el conocimiento de sí es la práctica de la humildad. Una Novena a san Bernardo debe pedir esta gracia con la confianza de que, al pedirla, la recibirá en su mismo ejercicio.

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Comienza mi Novena con la oración de S. Bernardo Memorare, o piissima Virgo Maria. Le sigue la lectura de los fragmentos aquí propuestos, algunos de los cuales casi puedo recitar de memoria por haberlos rumiado en tantas ocasiones. Tras el Pater noster, Ave Maria y Gloria, la plegaria final: Sancte Bernarde, ora pro nobis ut digni efficiamur promissionibus Verbi Dei.

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Primer día: Dom Jean Leclercq, San Bernardo y el espíritu cisterciense.


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Segundo día: André Malraux, Los robles que caen (referencia a Charles de Gaulle)


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Tercer día: Thomas Merton, San Bernardo, el último de los Padres.


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Cuarto día: Léon Bloy, El mendigo ingrato.


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Quinto día: José Jiménez Lozano, Guía espiritual de Castilla.


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Sexto día: Rémi Brague, San Bernardo y la filosofía.


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Séptimo día: Étienne Gilson, La teología mística de San Bernardo.


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Octavo día: Dante, Purgatorio XXIX.


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Noveno día: San Bernardo, Sobre los grados de humildad y soberbia.


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miércoles, 9 de agosto de 2023

El hebreo aullante

 

Memoria de San Famiano de Galese, eremita y monje


Un barco naufragado,
Carlos de Haes (1883)

En varias ocasiones he relatado la emoción con que compré mi primer libro de poesía. Sigue estremeciéndome aquel joven desgarbado, de paso presuroso, en posesión de un secreto tesoro del que nadie podría desprenderle. Allí donde empezaba una historia podía proteger su memoria.

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Mientras roturo la crisis de los cincuenta, agachado en el huerto, ha sonado una campana en la puerta de la clausura. Entre las rejas se dibuja la silueta irónica del púber que fui. Sigue escondiendo su angustiada vulnerabilidad tras una sonrisa lacónica. Caigo en la cuenta de que, sin esperarla, se ha adelantado a mi llamada. Ha acudido como si supiera que aquella galerna de vigor físico y de sentimientos bizarros que azotaba su existencia hasta desarbolarla necesitara fondear en el lago maduro y cansado de su hijo, yo, hoy.  

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Creyó con una ferocidad irreal en un orden usurpado. Con lágrimas sepultó a conciencia sus ruinas más ardientes. Regresa ahora adonde fundé - ¿fundí? – su sueño. Donde fue Telémaco soy su Odiseo.

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Nos sentamos en el refectorio. Escuchamos la melodía de nuestros silencios. Cruzamos casualmente miradas esquivas mientras continuamos leyendo en el escritorio. Con un giro amplio y discreto extiende a veces muy lentamente su mano en el aire, como si trazase un signo, observándola de soslayo. Sigo el movimiento sin lograr descifrarlo. La cifra debe de encontrarse dentro de mí. Desisto, descorazonado. Mantiene una calma que entonces le habría enfurecido. Vuelve a girar el signo en su mano.

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Emergen de adentro, con contornos leves y espaciados, anécdotas entretejidas con el hilo sutil del destino que forja el carácter bajo apariencias circunstanciales. En otro lugar insinué cómo me afectó la honda recta de una carretera en herradura durante una interminable tarde azul de otoño castellano. Acudía a la profesión de los primeros votos de mi primo más cercano. Con diez u once años le había oído dar la noticia de su ingreso en el Noviciado como si perfilase en mi fantasía infantil las facciones de un «peregrino». No era como casarse: salir de una casa para entrar en otra. Navegante del intramundo, me parecía que se enrolaba en una tripulación que de tanto en tanto regresaba de una temporada en altamar. Aquella puesta del sol inabarcable, fresca, prístina, cabe Villagarcía de Campos, junto a la familia, continúa formando ondas concéntricas en el recuerdo de una fe nómada. Memoria de Santa Teresa de Jesús, 1983.

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Durante un par de años mi primo pasaba por casa desde Salamanca. Iba a buscarle a la plaza del Ministerio de Asuntos Exteriores que tanto había fantaseado de la mano de mi madre. Con un gesto de familia, en él tan acentuado, echaba la cabeza hacia atrás mientras le estallaba la risa entre los dientes. Empezaba a admirarlo. Años después nos peleamos, creo, por un quítame aquí ese poeta. En realidad, manteníamos una discrepancia vital muy profunda, mutua e inconsciente. Sólo que le sigo queriendo como entonces, como antes, con el cariño denso, silencioso, fermentado en la barrica de años que parecen haberse olvidado. Guardo ahí, idéntico, el sabor ronco del diminutivo que sólo ya reconozco, audible y lejano, en su voz y en la de sus hermanos.

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En una de esas visitas, por el otoño o el invierno de 1984, mi primo puso en mis manos, de regalo, el libro de poemas que leería entero por primera vez: Versos y oraciones del caminante, de León Felipe. Sin esos versos y esas oraciones de las que renegué años después no habrían llegado todas las líneas escritas hasta esta poética monástica que profeso como puedo. Nunca he tenido reparos en confesar que leí paradisiaco a Vicente Aleixandre, o con dulce desesperación a Pedro Salinas, y arrebatado, sobre todo arrebatado, a Bécquer y a Juan Ramón Jiménez que tan puro, tan exijente, tan alerta, en el primer fragmento de Tiempo se refería al autor de Ganarás la luz como “el aullante hebreo”: “Qué caso éste y qué pobre este León Felipe”. He tardado cuarenta años en atreverme a abrir sus versos y oraciones de nuevo. Y los he leído con arrepentimiento y con alegría, porque no me han guardado rencor, tan claros también, tan limpios, a veces tan ingenuos. En su corriente he vuelto a ver reflejado, intacto, el ritmo asonantado y postromántico y algo existencialista al que sola mi alma se sentía, entonces, capaz de seguir. Me sorprende que todavía ahora resuenen en ella sus ecos susurrados. Por nosotros, Tomás, gracias a ti, los reconozco.

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Siempre he sido muy reservado sobre las experiencias espirituales. Las explicaciones defraudan tanto como suelen ser tergiversadas. Nunca me ha parecido interesante exhibir las desnudeces morales que tanto apasiona magrear en las escuelas o en las parroquias. No testimonian nada. Cohesionan grupos, simplemente. Se prostituyen. Pero quién se atreve a decirlo. Merece la pena si se posee la capacidad alquímica de permutar la ganga sentimental en oro poético. No es mi caso. La primera vez recibí la gracia de no ver nada, ni de oír nada, ni de sentir nada que pudiera ser obligado a compartir. Nada, nada, nada. ¿Una mística apofática? Al contrario. Literalmente, fue una experiencia gramatical. Hasta entonces había tenido dificultades en distinguir los diferentes tipos de oraciones subordinadas adverbiales. Una tarde de mayo, solo en mi casa, se me revelaron las consecuencias de las comparativas y viceversa, la finalidad del modo, las condiciones de las concesivas, el tiempo de las causas... Nada extraordinario. Simplemente noté que me ponían en las manos un mapa del tesoro que sólo yo podía -o no- encontrar. Lanzarme a la aventura del Logos era como vender todo lo que pudiera poseer para poder adquirir la piedra preciosa que no pertenece a nadie. Intuí que la poesía era la senda angosta y cierta que debía recorrer. Cogí un papel y escribí mi primer poema de apenas unos diez versos con el eco que tenía más a mano: León Felipe. Un puro balbuceo que oteaba lo por venir. Lo releo de tanto en tanto en diagonal, pudoroso. Memoria de san Mayolo de Cluny, 1985. 

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Arrebujado en el extremo del coro, con el pelo hirsuto, los ojos consumidos en una lejanía en llamas, las manos en los bolsillos de una marinera descolorida, me acerco hasta él con sigilo. Aprieto cálido su antebrazo como si fuera un saludo distante. Alza azorada la vista. Nuestra mirada se detiene en este instante.

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martes, 11 de julio de 2023

Un libro en suspenso

 

Memoria de S. Benito, abad

 

Homenaje a Victoria, Tolstoy, Joselito y Juan Ramón,
Ramón Gaya (1987)

Desde hace unos meses, cumplida la ruta editorial de Poética del monasterio, algunos amigos me preguntan si ando preparando otro libro. Me escabullo. Temo la carga del escritor obligado cada par de años a publicar un volumen que recoja artículos dispersos, embutidos en la lamparita mágica de una antología que algún lector debiera descubrir, arrumbada, en la esquina de un bazar. ¿Contendría algún provecho ese libro o será sola la tabla en que bracea, náufrago, su autor?

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Las ideas, las notas y hasta los capítulos de los mejores libros que hubiera soñado escribir flotan como pecios apilados dentro de carpetas de las que no me atrevo a deshacerme, reverente y supersticioso. Las observo y jamás las abro. Fetichista, acaricio las rugosas fichas a rayas que no he dejado de coleccionar durante treinta años.

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Conservo el libro inédito de juventud. Bajo el rostro de aquel dios, nació Cavalcanti. No pude publicarlo. Guardo con una fidelidad inquebrantada la ausencia irradiante de sus lectores de entonces.

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Leo en San Juan Clímaco: “El vanidoso es un creyente idólatra: parece honrar a Dios, pero busca agradar a los hombres y no a Dios”. Se apoderan de mí los escrúpulos ensimismados del silencio. Sigo leyendo la Escala: “Gran cosa es sacudir del alma las alabanzas de los hombres; pero mucho más sacudir las alabanzas de los demonios”.

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(T. S. Eliots, Choruses from The Rock, 1934)

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Durante los dos últimos años he ido escribiendo con cierta regularidad semblanzas de escritores españoles en la revista Centinela. Alcanzado el número de trece, y a la sombra de los poetas, han emergido las claves que han guiado sus vaivenes. Ay, es una antología, y oh, tal vez custodie algo más. Se titula Antimodernos españoles.

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“Tomando como referencia la conocida obra de Antoine Compagnon, sus capítulos recogen el perfil de ensayistas, narradores y poetas cuya posición política y estética desafía las etiquetas ideológicas más rígidas. La nómina incompleta y personal seleccionada muestra la riqueza «conservadora», «secreta» y «cronoclasta» de una reflexión que ha puesto en jaque la asociación de modernidad y progreso en nombre de las libertades y la tradición.”

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Ninguno de mis libros más míos ha dejado de ser jamás un palimpsesto.

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Concluyo el libro encabezándolo con una cita encontrada por merodeo. Su opaca claridad me hace dudar un instante. Consulto al joven compañero que a esas horas todavía sigue en el despacho. Lee y alza la vista, perplejo: “¿Buscas que el lector no sepa dónde entra?”. Rendido, asiento. No concibo ofrecer otra lectura que no sea la aventura por una selva intrincada en donde se cuela la sencilla y última luz de la tarde. No deambulo por los laberintos de mi inteligencia, sino por la abigarrada senda de mi memoria. Agotado, no desisto de mantener en alto la voluntad de significar un mundo imaginario y enigmático que aún podamos compartir. Su forma intenta, desesperada, retener el eco de una verdad que, aun condenada a esfumarse, no lo desvanecerá.

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Nos hablan del poder porque les falta,

y de la libertad porque les sobra.”

(Julio Martínez Mesanza)

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