Memoria de
San Famiano de Galese, eremita y monje
Un barco naufragado, Carlos de Haes (1883) |
En varias ocasiones he
relatado la emoción con que compré mi primer libro
de poesía. Sigue estremeciéndome aquel joven desgarbado, de paso
presuroso, en posesión de un secreto tesoro del que nadie podría desprenderle.
Allí donde empezaba una historia podía proteger su memoria.
***
Mientras roturo la crisis
de los cincuenta, agachado en el huerto, ha sonado una campana en la puerta de la clausura. Entre las rejas se dibuja la silueta irónica del púber que fui.
Sigue escondiendo su angustiada vulnerabilidad tras una sonrisa lacónica. Caigo
en la cuenta de que, sin esperarla, se ha adelantado a mi llamada. Ha acudido
como si supiera que aquella galerna de vigor físico y de sentimientos bizarros que
azotaba su existencia hasta desarbolarla necesitara fondear en el lago maduro y
cansado de su hijo, yo, hoy.
***
Creyó con una ferocidad
irreal en un orden usurpado. Con lágrimas sepultó a conciencia sus ruinas más
ardientes. Regresa ahora adonde fundé - ¿fundí? – su sueño. Donde fue Telémaco
soy su Odiseo.
***
Nos sentamos en el
refectorio. Escuchamos la melodía de nuestros silencios. Cruzamos casualmente miradas
esquivas mientras continuamos leyendo en el escritorio. Con un giro amplio y discreto
extiende a veces muy lentamente su mano en el aire, como si trazase un signo,
observándola de soslayo. Sigo el movimiento sin lograr descifrarlo. La cifra
debe de encontrarse dentro de mí. Desisto, descorazonado. Mantiene una calma
que entonces le habría enfurecido. Vuelve a girar el signo en su mano.
***
Emergen de adentro, con
contornos leves y espaciados, anécdotas entretejidas con el hilo sutil del destino
que forja el carácter bajo apariencias circunstanciales. En otro lugar insinué cómo me afectó la honda
recta de una carretera en herradura durante una interminable tarde azul de
otoño castellano. Acudía a la profesión de los primeros votos de mi primo más
cercano. Con diez u once años le había oído dar la noticia de su ingreso en el
Noviciado como si perfilase en mi fantasía infantil las facciones de un
«peregrino». No era como casarse: salir de una casa para entrar en otra. Navegante
del intramundo, me parecía que se enrolaba en una tripulación que de tanto en
tanto regresaba de una temporada en altamar. Aquella puesta del sol
inabarcable, fresca, prístina, cabe Villagarcía de Campos, junto a la familia, continúa
formando ondas concéntricas en el recuerdo de una fe nómada. Memoria de Santa
Teresa de Jesús, 1983.
***
Durante un par de años mi
primo pasaba por casa desde Salamanca. Iba a buscarle a la plaza del Ministerio
de Asuntos Exteriores que tanto había fantaseado de la mano de mi madre. Con un gesto de familia, en él tan
acentuado, echaba la cabeza hacia atrás mientras le estallaba la risa entre los
dientes. Empezaba a admirarlo. Años después nos peleamos, creo, por un quítame
aquí ese poeta. En realidad, manteníamos una discrepancia vital muy profunda,
mutua e inconsciente. Sólo que le sigo queriendo como entonces, como antes, con
el cariño denso, silencioso, fermentado en la barrica de años que parecen haberse
olvidado. Guardo ahí, idéntico, el sabor ronco del diminutivo que sólo ya reconozco,
audible y lejano, en su voz y en la de sus hermanos.
***
En una de esas visitas, por el otoño o el invierno de 1984, mi primo puso en mis manos, de regalo, el libro de poemas que leería entero por primera vez: Versos y oraciones del caminante, de León Felipe. Sin esos versos y esas oraciones de las que renegué años después no habrían llegado todas las líneas escritas hasta esta poética monástica que profeso como puedo. Nunca he tenido reparos en confesar que leí paradisiaco a Vicente Aleixandre, o con dulce desesperación a Pedro Salinas, y arrebatado, sobre todo arrebatado, a Bécquer y a Juan Ramón Jiménez que tan puro, tan exijente, tan alerta, en el primer fragmento de Tiempo se refería al autor de Ganarás la luz como “el aullante hebreo”: “Qué caso éste y qué pobre este León Felipe”. He tardado cuarenta años en atreverme a abrir sus versos y oraciones de nuevo. Y los he leído con arrepentimiento y con alegría, porque no me han guardado rencor, tan claros también, tan limpios, a veces tan ingenuos. En su corriente he vuelto a ver reflejado, intacto, el ritmo asonantado y postromántico y algo existencialista al que sola mi alma se sentía, entonces, capaz de seguir. Me sorprende que todavía ahora resuenen en ella sus ecos susurrados. Por nosotros, Tomás, gracias a ti, los reconozco.
***
***
Siempre he sido muy reservado sobre las experiencias espirituales. Las explicaciones defraudan tanto como suelen ser tergiversadas. Nunca me ha parecido interesante exhibir las desnudeces morales que tanto apasiona magrear en las escuelas o en las parroquias. No testimonian nada. Cohesionan grupos, simplemente. Se prostituyen. Pero quién se atreve a decirlo. Merece la pena si se posee la capacidad alquímica de permutar la ganga sentimental en oro poético. No es mi caso. La primera vez recibí la gracia de no ver nada, ni de oír nada, ni de sentir nada que pudiera ser obligado a compartir. Nada, nada, nada. ¿Una mística apofática? Al contrario. Literalmente, fue una experiencia gramatical. Hasta entonces había tenido dificultades en distinguir los diferentes tipos de oraciones subordinadas adverbiales. Una tarde de mayo, solo en mi casa, se me revelaron las consecuencias de las comparativas y viceversa, la finalidad del modo, las condiciones de las concesivas, el tiempo de las causas... Nada extraordinario. Simplemente noté que me ponían en las manos un mapa del tesoro que sólo yo podía -o no- encontrar. Lanzarme a la aventura del Logos era como vender todo lo que pudiera poseer para poder adquirir la piedra preciosa que no pertenece a nadie. Intuí que la poesía era la senda angosta y cierta que debía recorrer. Cogí un papel y escribí mi primer poema de apenas unos diez versos con el eco que tenía más a mano: León Felipe. Un puro balbuceo que oteaba lo por venir. Lo releo de tanto en tanto en diagonal, pudoroso. Memoria de san Mayolo de Cluny, 1985.
***
Arrebujado en el extremo
del coro, con el pelo hirsuto, los ojos consumidos en una lejanía en llamas,
las manos en los bolsillos de una marinera descolorida, me acerco hasta él con
sigilo. Aprieto cálido su antebrazo como si fuera un saludo distante. Alza
azorada la vista. Nuestra mirada se detiene en este instante.
***
No hay comentarios:
Publicar un comentario