lunes, 17 de octubre de 2022

En los límites de una época


Memoria de S. Ignacio de Antioquía, ob. y mr.


Primera salida de Don Quijote,
Gustavo Doré (1863)

A Armando Zerolo se le debe leer, más que entre líneas, más allá de ellas, como si la técnica para interpretar su pensamiento debiera orientarse por el bajo continuo que parece adoptar su estilo. El título de su reciente libro, Época de idiotas, recoge a la perfección el contradictorio sentimiento que se apodera del lector mientras va leyéndolo. Es orteguiano en las creencias, no en las ideas; reprocha vehemente la nostalgia del reaccionario, que tilda de decandentista, percibiendo a la vez con extrema delicadeza la originalidad medieval; se reclama liberal con el pronto firme de un comunitarismo castellano. No, no es el suyo un libro cerrado. Como la época que querría vislumbrar -la de los idiotas que redimen- tantea, traza apuntes de camino, recupera en limpio las notas de una bitácora. La palabra Cristo aparece una sola vez y todo el libro es cristiano hasta su médula.

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Zerolo se arriesga adoptando la forma del ensayo literario. No pocos del par de generaciones que hemos vivido el proceso de transformación universitaria boloñesa somos conscientes de que, por usar la distinción de sabor orteguiano que el autor emplea, en la búsqueda de la verdad es muy difícil lograr ya la veracidad con la forma del paper académico. Asume los riesgos y paga el precio de su encaje. Sólo así esta nueva modalidad podrá seguir creciendo.

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Zerolo intenta desplegar en su libro un retablo, en forma de políptico, con cuatro tablas. Para zafarse del futuro sin aferrarse al pasado se empeña en cantar el presente. No cualquier presente, sino un presente escatológico. Que las cosas están mal es indudable, pero Zerolo, que cree en la encarnación de la naturaleza en la historia, anuncia que es preciso redescubrir en el límite del presente la posibilidad del ser. En lugar de refugiarse en la grata melancolía de un pasado idílico e irreal o de proyectarse ansioso en un futuro a la medida de nuestras frustraciones, el cambio de época que vivimos exige reconciliarse con sus energías más profundas. La derrota de la Modernidad -el nihilismo más extremo- podría haberse convertido en la manifestación de la victoria honda de la Vida humillada.  

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Me atrevería a afirmar que la argumentación de Zerolo podría sintetizarse en unas cuantas citas: “La unidad de sentido se da en la persona que vive en la historia” o “la amistad social como principio, la idea de identidad como tarea”. Para Zerolo la Modernidad no es sólo una fase más del desarrollo histórico del poder humano confrontados con sus límites: la polis antigua, la separación medieval del Cielo y de la Tierra, y el moderno inmanentismo alquímico o biopolítico que culmina en el nihilismo exasperado y decadentista actual. Literalmente, el sentido de la Modernidad es crucial: un punto de ruptura y de fuga. En la figura de los idiotas, como Don Quijote o Teresa de Lissieux, vuelve a manifestarse – a consumarse- la Sabiduría de la Necedad para el mundo. Frente a la obsesión moderna por traspasar cualquier umbral, Zerolo antepone la conciencia del límite que asegura su libertad.

No es casual que en la primera página Zerolo cite la teología de la historia de H. U. von Balthasar y el antimilenarismo joaquinista de H. De Lubac, ni que al final se apoye en el poder de R. Guardini. La argumentación de Zerolo está atravesada por la inquietud propia de una teología política. Con el horror de los totalitarismos del siglo XX ha vuelto a quedar abierta, paradójicamente, la puerta de la esperanza: “¡El individuo se ofreció en holocausto a la sociedad como el cordero se ofreció ante el altar! Esto es lo que sucedió, esta es la novedad radical, es el gozne sobre el que giró la pesada puerta de una época. Y porque el individuo se entregó en sacrificio auténtico, el Estado pudo aniquilarlo y, aniquilándolo a él, lo afirmó de una forma bestial, radical, para siempre, en lo más profundo y menos instrumental”.

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La lectura de la tercera parte de Época de idiotas atrapa al lector. Por una parte, desarrolla cómo construimos nuestra identidad, si con la metáfora del barco o la del árbol, avanzando o arraigándonos. Apoyándose en sus bases, lleva a cabo a continuación una crítica de la nostalgia de un pasado arcádico. Resultan muy pertinentes sus reflexiones, a partir de su experiencia, sobre la transformación social y política que entre los años 50 y 80 se produjeron en la Castilla de su infancia, como queda reflejada en el valor simbólico que atribuye a la carretera nacional o a la convivencia casi simultánea del arado y del cohete. Así, plantea la formación de la identidad como tarea y como sedimento, en cuanto “la incorporación de diferentes elementos arrastrados por el flujo temporal y social”.

Eppure. En unas páginas bellísimas Zerolo nos habla de un proyecto europeo articulado por vías como el Rin, el Danubio y el Duero. ¿Y el Tajo y el Ebro? No puede uno evitar el sentimiento de que esta mirada a Europa se lanza desde el ensimismamiento castellano. Apenas menciona al norte La Coruña; al Oeste, Oporto; al Sur, Granada. ¿Y al Este? Un gran vacío, como si ni tan siquiera Valencia, también decisiva en la fundación de su mito nacional, fuera ya uno de sus puntos cardinales.

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En la parte cuarta Zerolo dibuja esa vía alternativa de la Modernidad, escondida y humillada, representada por los idiotas. Como chivos expiatorios, se habrían convertido en los redentores del lado triunfante de la Modernidad, ilustrada y despiadada, científica y totalitaria. En cierto modo, su sacrificio abriría la posibilidad de un nuevo Reino.

Decíamos que la época moderna supone al mismo tiempo una ruptura y una superación. No por ello deja de estar dominada por el peso de la Caída. Más aún, se afirma victoriosa sobre ella. La desafía abismándose en ella como si cualquier fondo fuera simplemente una pausa. Jesús exclamó: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. En pugna con Žižek, a Don Quijote le correspondería decir: “Os perdono, porque, aun sabiendo lo que hacéis, lo hacéis”. Zerolo confía en la fuerza de futuro que siempre ha contenido, presente y operativo, ese perdón.

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Época de idiotas es un ensayo que, con su sencilla y singular personalidad, abierta a la discusión, nos acompaña perfilando a su modo los límites de los debates de nuestro tiempo. Y es un mérito de Armando Zerolo y una deuda que hemos contraído sus lectores para con él.

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lunes, 29 de agosto de 2022

Una década después


Memoria del Martirio de San Juan Bautista


Seis poetas toscanos,
Giorgio Vasari (1544)

Diez años después celebro hoy la memoria de mi precursor. Con el inicio de Donna mi prega, Cavalcanti, mi heterónimo, mi hermano, el lector que siempre he querido ser, me salvó del Tedio de trabajar en una de esas instituciones de titularidad eclesiástica que siempre – siempre, ay- hacen pagar la inteligencia y la libertad con sonrisas y falsedades, con el hedor de una buena conciencia presta a silenciar y a escabullirse de cualquiera de sus malas palabras. Cavalcanti, que jamás ocultó nuestros pecados, guarda para sí las llagas de su misericordia. Agradecidos, dentro de tres días unos cuantos laicos hemos encontrado la fortuna de comenzar una nueva etapa académica en otro lugar. En mi caso he decidido no mirar jamás atrás. Podrán cumplir así con más holgura y al precio justo de treinta monedas, su voluntad largamente acariciada: Muertos, enterrarán a sus muertos.

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Más allá de la operatividad a estas alturas de los blogs, no es fácil explicar el sentimiento de libertad restituida que ha significado para unos cuantos poder publicar determinados posts. ¿Cómo no parecer que se están contando batallitas a gente indignada que plantea recursos en la universidad porque su TFM ha sido calificado con un 8,5? Todavía en los mitificados 90 el catedrático de turno, furioso, podía espetar entre risotadas o esputos a alumnos que, a punto de terminar sus tesis, manifestaban la más ligera resistencia a seguir siendo avasallados o explotados: “Usted, usted no volverá a publicar ni en un fanzine”. No, no todos los abuelitos son buenos ni dulces, aunque quién discutirá que siguen transmitiendo una sabiduría ancestral. El prototípico boomer supo escalar sobre las pilas de compañeros amontonados cuyos restos, remilgado, solía apartar con cuidado y poniéndose siempre de lado. Hoy, en el también prototípico millenial ha encontrado la horma de su zapato. Como entonces y como ahora, los demás tenemos que seguir sufriéndolos con paciencia.

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Siete años, trescientas entradas, casi trescientas mil visitas constituyen el balance de Donna mi prega. Bajo sus discretos números, late una vida. Como diría Ortega parafraseando a Dilthey, en esos datos se condensa una mezcla de vocación, destino y azar. ¿Inútil, frustrado, adverso? Desde que a los catorce años me puse a leer sus epístolas, soy férreamente paulino.

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Por curiosidad he desplegado las estadísticas del blog. Aunque el pico de la atención se hubiese concentrado en el medio del camino, algunas entradas iniciales han seguido atrayendo, con una constancia sorprendente, la atención de quién sabe qué lectores y de qué algoritmos de los motores de búsquedas.

Tal vez porque continúo inmerso en una de mis fases surrealistas, no puedo sino atribuir al «azar objetivo» que, en lo más alto y a distancia, brillen entre lo más leído los temas esenciales de mi stilnovismo claravalense: poesía, política y teología. ¿Acaso no es justicia poética que los amores de Cavalcanti estén escoltados, bajo la condena de Prometeo, por la esperanza de la santidad que solo entrevé y que su incierta política esté disculpada por el ejemplo de la amistad? He aquí, pues, la lista:

  1. Las baladas de Guido Cavalcanti.
  2. Güelfos blancos, negros.
  3. Defensa de la santidad.
  4. Enrique García-Máiquez, entre palomas y serpientes.
  5. El arcángel del Cáucaso.

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Hace un par de años preparé un archivo impublicable que recogía el conjunto de la Trilogía güelfa a la que se sumaba, como un apéndice, un inédito Epílogo güelfo. Cien entradas, como cien cantos, pretendían formar una comedia secundaria con el título de Cavalcanti en Claraval. Bajo la falsilla del prólogo cervantino de Persiles y Segismunda, quise cerrar con siete llaves, hasta que sonase la trompeta de mi Juicio, aquel periodo que he exhumado para su reducción en estas ya excesivas líneas.

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sábado, 20 de agosto de 2022

Mallarmé (y Mann) en blanco

 

Memoria de San Bernardo de Claraval, ab. y dr.




La chair est triste

et j’ai lu tous les livres.


Siempre que he oído o he visto citados estos dos versos de Mallarmé ha sido en reuniones mundanas, o en escrituras mundanas, alto standing. Siempre. Son dos versos para sacar de quicio a cualquiera, son pura mentira, ¿por qué iban a ser poesía?


(José Jiménez Lozano, La luz de una candela)

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Desde hace años, a mediados de agosto me empeño en acometer la lectura de una novela clásica de dimensiones físicas y morales capaces de desafiar mi resistencia sentimental. No me basta con ir leyéndolas, como quien pasa las páginas de una partitura; necesito sumergirme en ella, ser ejecutado por ella, no resistirme a leerla sin desmayo en el plazo más breve posible, con una disciplina espartana, como si ejercitara una ascesis lustral. En una semana o diez días envejezco años del espíritu.

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De Vida y destino de V. Grossman o de Los demonios de F. Dostoievski regresé transfigurado. De La conciencia de Zeno de I. Svevo, perplejo. De La gran trilogía de G. Von Rezzori, exhausto. Preciso que el uso de cada adjetivo carece de valor axiológico. Solamente pulsan, más que un estado de ánimo, una constelación de emociones. Sombrías o luminosas, no enseñan nada; se limitan a forjar a fuego secreto ciertas zonas inconscientes de la sensibilidad.

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Escribo estas líneas mientras hago una pausa en la lectura estival. Con distancia, con rigor, con una atención imposible de mantener, intento seguir los meandros de la biografía de Adrian Leverkühn. Para un lego musical todas las digresiones que el alquimista Thomas Mann despliega con una superioridad intelectual que no entiende de concesiones pueden llegar a resultar indignantes. También ello es una trampa de su genio narrativo. Como buen alemán, Mann ha aprendido que la misericordia de Dios ha dispuesto las llamas abrasadoras del infierno para calmar eternamente la gelidez satánica. En Doktor Faustus la cima de la lucidez narrativa de su autor refleja hasta los extremos más dolorosos la autoconciencia impotente de su narrador.

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Mientras escribo y leo, mientras leescribo no puedo dejar de escuchar una y otra vez la sonata 32 op. 111 de Beethoven que el profesor Kretzschmar sigue tartamudeando en los balbuceos literarios que el amante Serenus Zeitblom transcribe con una obsesiva exactitud demoníaca. Agitadas, las interpretaciones de Glenn Gould resaltan la urgencia de una forma musical que había alcanzado la plenitud en su aparente incompletitud. Kretzschmar destila las explicaciones de la falta de un tercer movimiento. Daniel Baremboim detiene, técnico, a sus oyentes en las tres notas de la arietta. Por eso, quizás mi hijo me recomienda que, a tientas, por mera confianza, me esfuerce con la precisa ansiedad de la versión de Igor Levit. “Se abandonan las apariencias del arte, el arte acaba siempre repudiando las apariencias del arte”, decía Zeitblom que sentenciaba Kretzschemar. Y, sin embargo, el silencio siempre se retrasa…

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Quién sabe, decía Kretzschmar, si el deseo profundo de la música es el de no ser oída, ni siquiera vista o tocada, sino percibida y contemplada, de ser ello posible, en un más allá de los sentidos y del alma misma”.

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Por asociación de ideas he vuelto a leer esa densa página y media del prólogo de Un golpe de dados. Creo que Mallarmé es un poeta mucho más radical e implacable que Rimbaud, y más agudo. Contiene en sí toda la Vanguardia, en su desesperación más auténtica y no por ello menos discutible. Mallarmé jamás abolirá el azar llevándolo hasta el extremo como la dodecafonía nunca proscribirá el contrapunto ni la armonía. Su poema se extiende como una partitura de silencios que se han convertido en pecios del ritmo: sus espacios en blanco: “yo no transgredo esta medida, sólo la disperso”.

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Blanchot, Barthes o Derrida, en sus momentos climáticos, no recitan sino notas a pie de página de Mallarmé.

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Jiménez Lozano repudió, con razón, las escrituras mundanas y sus mentiras. ¿Habría compadecido D. José a Mallarmé de haber visto que los poderes de alto standing se habían apropiado del lamento de su verso y de la aspiración frustrada, ante la brisa marina, de remontarse con el canto pareado de los marineros hasta el cielo de sus aves?

 

“¡Huir! ¡Muy lejos! ¡Siento la embriaguez de las aves

errando entre la espuma ignorada y los cielos!

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Sobre el papel vacío guardo su desértica blancura…

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jueves, 11 de agosto de 2022

El libro por venir


Memoria de Santa Clara, v.

  

Arlequín,
Pablo Picasso (1923)


Hace casi una década, a la aventura, sin carta de navegación, inicié el blog Donna mi prega. Como he relatado en muchas ocasiones, durante siete años exactos, con un esfuerzo de puntualidad anglófila, alquímico y numérico, fui construyendo el «stilnovismo claravalense» que se condensara en mi oculta Trilogía güelfa.

Si a continuación El peregrino absoluto tenía encomendada alguna misión, no fue otra que allanar en su desierto el camino – y el plano- de esta Poética del monasterio a la que una y otra vez ha temido no poder dar cumplimiento el sacrificio de su escritura. Neurótico, he dudado de su realidad como quien ora impetrando la gracia de su culminación. Como las Horas litúrgicas celebradas en una celda tanto física como alegórica, ese libro por venir se publicará dentro de unos meses. Quien busca, encuentra.

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Declarada la muerte de Dios, del sujeto, del autor, y en espera de la del lector, en nada he creído poder poner la fe que no sea en una radical esperanza escatológica: Et iterum venturus est. Ni la gloria ni el juicio, por fortuna, me corresponden.

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En esta última etapa he encontrado también caridad en un par de amigos que han aligerado el camino mientras alcanzaba posada editorial.

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Daniel Capó es un mallorquín bergmaniano. En su conversación vibra, ostinato y escondido, el eco angustiado de una nota creadora. La depura hasta que, nítida, se hace imperceptible. Animoso, la vela con una cálida, no menos distanciada, seriedad.

Escribe breve por convicción. Posee el timbre lírico de los lieder, pero aspira a dominar el ritmo de las sonatas. Parece rehuir la autoría porque, al escribir, no desea dejar de ser un lector, un oyente, un contemplador. Quiere experimentar la trascendencia de ese instante creativo siempre por sostener. Admira el estilo de Celibidache.

El mallorquín es enigmático por naturaleza. No incomprensible, ni huidizo. Impenetrable, resiste náufrago a los rompientes de la isla. Es preciso aceptar que la cifra de sus secretos brilla en sus silencios. En un laberinto de espejos dispone los reflejos de sus ángulos ciegos. Requiere del interlocutor que aprenda, derrotado, a escuchar lo sustraído; a mirar lo callado; a tocar lo desvanecido.

¿Nos asomará Capó a la lectura abismal de sus silencios, como el rumor continuo de ese mar que suena a lo lejos, interior?

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“Sólo importa el libro tal y como es, lejos de los géneros, fuera de las designaciones, prosa, poesía, novela, testimonio, bajo las que se niega a colocarse y a las que deniega el poder de fijar su lugar y determinar su forma” (M. Blanchot, El libro por venir).

También, el ensayo.

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Armando Zerolo posee la ductilidad de la sencillez. Aunque se empeñe en definirse defendiendo lo moderno, o mejor dicho, como ensalzaría Rémi Brague, lo moderadamente moderno, lo asume con una candidez que no puede sino desarmar a sus contradictores, como si a él, paradójicamente, le fuesen ajenos la burla o el sarcasmo y el estupor y la irritación que pudiera provocar en unos y otros. Esa inocencia es una virtud muy poca moderna.

Como a Zerolo le produce curiosidad mi deseo de buscar otro modo de ser (que) moderno, estoy expectante por la noticia de la próxima aparición de un libro suyo de título tan provocador como Época de idiotas. Supongo que desarrollará su tesis de que la literatura de los idiotas – el loco, el foll, el fool…- es una creación de la modernidad, cuya figura tutelar habría sido Don Quijote. Será la oportunidad de seguir debatiendo con él en esa tierra de nadie, combatida, de la que querríamos ser pacíficos herederos. Me temo que acabaré llevándole la contraria inclinándome por el Rey Lear que tanto disgustaba a Tolstoy y a Wittgenstein…

Esa idea suya del idiota como el héroe moderno casa muy bien y, al mismo tiempo, lo distingue de la modernidad que reclama. En ese sentido me impresiona la inocencia de Zerolo, porque posee una carga lejana de la santa simplicidad de Francisco de Asís. Puede que haya adquirido un vago aire rosselliniano que le lleva a plantar flores y restaurar los tejados de su casa en Peñafiel. 

Con una seriedad que no es fácil de reconocer, y a costa de sus contradicciones, Zerolo es consciente de que ser moderno a su manera le exige resistir el vendaval de destrucción que comporta la modernidad. Sin menosprecio de corte y con alabanza de aldea, le impulsa a restaurar la costumbre sin incurrir en la nostalgia y a acoger la melancolía sin desistir del activismo. Será discutible, pero a ver quién desmiente su secreta coherencia...

Por encima de afinidades y de convicciones compartidas, creo que nada nos liga con más fuerza que ser tocayos. No debería subestimarse esta boutade. Hay a quienes les une llevar el nombre de un emperador o de un fundador, de un mártir o del Precursor. A nosotros, que ni tan siquiera sabremos con certeza en qué fecha, y si realmente es posible, celebrar nuestra onomástica, nos consta, solidarios y solitarios, que, aun desnudo y hasta ligero, nomen est omen.

Susceptibles y tercos, discutiríamos el sentido reaccionario o liberal de El genio del cristianismo o de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, pero acabaremos abrazados recitando en cualquier taberna, castellana o bretona, pasajes de la Vida de Rancé. Bajo la advocación del fundador de la Trapa, hemos disfrutado, sobreentendidos y distantes, “esos días llamados felices que transcurren ignorados en la oscuridad de los quehaceres domésticos, y que no dejan al hombre ni el deseo de perder ni el de recomenzar la vida”. Estas líneas de mi Poética del monasterio quieren agradecérselo.

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“El escritor moderno es y no es Abraham: le es forzoso estar simultáneamente fuera de la moral y en el lenguaje; le es necesario hacer lo general con lo irreductible, reencontrar la amoralidad de su existencia a través de la generalidad moral del lenguaje; este peligroso pasaje constituye la literatura” (R. Barthes, El grado cero de la escritura).

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martes, 28 de junio de 2022

Dos edades y tres cuadros

 

Memoria de S. Ireneo, ob. y dr.

 


Desde que he llegado a la cincuentena me asaltan con frecuencia recuerdos de la adolescencia. Hasta hace casi nada solía juzgarlos, inflexible o condescendiente. Cada vez más me noto juzgado por ellos, con sorpresa y paciencia. El hijo que fui se ha convertido en el padre que soy, como si se reflejasen mutuamente. Nuestros temperamentos han empezado a descubrir que no les asusta soportarse con templada caridad. Han recobrado una imprevista intimidad que prevén larga y, quizás, honda.

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Leo con detenimiento los pocos capítulos dedicados en el Convivium a las cuatro edades que el hombre noble está llamado a vivir. He meditado un par de pasajes en especial.

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Dante establece las habituales analogías entre las etapas de la vida y las estaciones del año o los humores y sus efectos. La adolescencia primaveral es cálida y húmeda, mientras que la otoñal senectud se asemeja al frío y la sequedad. Como si pudiese trazarse un diagrama en cruz, ambas se extenderían en el horizonte de la existencia. Humanas, estarían atravesadas en vertical por la plenitud aérea de una juventud que se acabará disolviendo en la anciana tierra.

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Este tipo de alegoría gnóstica que siempre me fascinó ha perdido interés al lado de otra comparación dantesca sobre las horas del día. Por una sola alusión, me he visto transportado a la realidad litúrgica (¿escatológica?) que también la vida oculta como el campo donde está escondida la perla preciosa. Si el momento culminante del mediodía juvenil coincide con la Crucifixión de Nuestro Señor, la senectud debería prolongarse aprendiendo a descansar incomprensible hasta el atardecer. ¿No es natural que las dos grandes horas del día estén secretamente reflejadas por las Laudes y las Vísperas?

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Sigue Dante desarrollando en su exposición las cuatro cualidades que cada edad debe desplegar. Ojalá entre mis dos nuevas edades se establecieran unas sorprendentes correspondencias que perdonasen los defectos de ahora y de entonces. Que a la obediencia le acompañase cierta prudencia de juicioso consejo. Que la justicia de mis actos lograra cubrir con pudor sus pecados. Que el respeto no temiera repartirse generosamente entre extraños y propios. Que al adorno del cuerpo le bastase la afabilidad del trato, lacónica y no distante.

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A veces, mientras descanso, mi mente sobrevuela entre palabras e imágenes. En los últimos días, con insistencia, han regresado en distinto orden, con regularidad, el recuerdo de tres cuadros. He intentado prestar una atención simple a sus razones. Quizás en ellas no se den una condensación tan inconsciente como habría creído o querido, ingenuo, en mi última adolescencia. A finales de los ochenta, las visitas de tres exposiciones sucesivas impresionaron vivamente mi imaginación. Esas pinturas se han cargado de un voltaje emocional al que me acerco temeroso, como si, heladas por el paso del tiempo, pudiesen quemar mi mano con sólo apoyarla sobre su superficie. Durante años sus carteles adornaron mis cubículos de estudiante. Acaso también rebosantes de un empedernido romanticismo, hablan sobre la sensibilidad inconsciente de la memoria y el amor, la luz que apenas se distingue en la revelación tanteada, la oscuridad magmática que, abstracta, desesperada, acabará emergiendo, nocturna y clásica, en la esperanza más fiel y clara.

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Memoria (1948),
René Magritte

Norham Castle (1845),
J. W. Turner

Sin título (1969),
Mark Rothko

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domingo, 5 de junio de 2022

Pentecostés monacal

Fiesta de Pentecostés


Pentecostés,
Duccio di Buoninsegna (1308)

Debo a Ángel Ruiz una lectura a fondo, amical, de mi Poética del monasterio. Una lectura complacida, no complaciente, atenta a los detalles, dispuesta a dejarse convencer hasta donde le es posible, sin temor a indicar con libertad sus insuficiencias o a reconocer los límites de su entendimiento. Una lectura con notas en los márgenes, sin abstenerse de la sutil delicadeza de la corrección irónica, como en un sfumato. Una lectura «monástica». Ángel Ruiz no se ha limitado a visitar el monasterio de mi Poética. La ha interrogado y la ha cuestionado. Ha acertado a descubrir que ni el halago ni la condescendencia sirven para enfrentarse a ella. Ha recorrido sus muros silenciosamente y ha asistido a su Oficio. Ha respetado su clausura acogiéndose a su hospitalidad. Ha comprendido que el monasterio es un lugar de paso para el huésped y un lugar de estabilidad para el monje. Gracias a sus perplejidades, he entendido que debía reconstruir una de sus estancias.

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Decía en otras entradas que el autor tiene el deber de crear su comunidad de lectores. Es preciso que, bien adentro, sea capaz de resonar la silenciosa campana de llamada a la celebración de su Oficio. Los fallos de su obra quedarán así absueltos por la caridad de sus lecturas. Es muy probable también que ninguna editorial apueste por esos cincuenta, cuarenta o veinte fieles. Quizás, en atención a sólo diez, habrá sido construido este «monasterio»

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La pregunta insistente y leal de “¿por qué un monasterio hoy?” me ha llevado a indagar la respuesta en el método exegético de los cuatro sentidos. La modernidad, tan historicista, sólo es capaz de entender el sentido literal. El símbolo, reducido en última instancia a un mero tropo, es simplemente una manera figurada de hablar. La modernidad no se ha tomado nunca demasiado en serio la poesía. Más bien, se la ha tomado a beneficio de inventario. Con el lenguaje de los deseos la verdad no es menos imaginaria. Escéptico, el moderno teme que el símbolo desborde -trascienda- su concepto de realidad. La imagen no mancha el concepto. Apunta más allá de sí mismos.

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Observo cada vez con más detalle la pintura del siglo XIV. En ella se anuncian las transformaciones que acabarán eclosionando en el Quattrocento. Entre Giotto y Duccio di Buoninsegna van deshaciendo en un sentimiento nuevo la conciencia de una realidad llamada a transfigurarse. Ramón Gaya sostuvo que “ser creador es eso: obedecer”. Aplicarles otros criterios es desobedecer su originalidad. Un artista jamás es un precursor. Al regresar a su enseñanza, se palpa la seguridad que domina sus incertidumbres. Sólo así es posible aceptar, compasivo, las propias.

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Poética del monasterio es también la historia de una historia: el deseo de formar parte de una tradición olvidada; anudar su hilo roto. ¿Un remiendo? No; la huella de su herida. Tal vez sea ese hibridismo su falla más profunda y el afán de su piedad más sincera. Dotado del instrumental de la autopsia académica, debe dejarse atravesar por el soplo primaveral de una escritura hibernada. No practica la arqueología; decide exiliarse del exilio de ese pasado para que, en su nombre, puedan sus puertas abiertas y escondidas seguir dando hospitalidad en el futuro, aunque sea a un solo huésped imprevisto.

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martes, 31 de mayo de 2022

Dios Nuestro Lector


Fiesta de la Visitación de María

 


Es el nuestro un mundo que no le gusta denegar. Reniega. Suele imponer sus decisiones mediante el silencio. No le gusta verse obligado a pronunciar una negativa. Le incomoda tener que dar razón de ella. El diablo se precipita al infierno sonriendo: “(Non) Serviam!”.

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Voy releyendo y reescribiendo algunas páginas de Poética del monasterio. Entiendo cada vez mejor los silencios que pudiera provocar. Aun con tristeza, debo reconocer que una parte de su éxito consistiría en que fracasase completamente por las razones equivocadas.

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Siempre me han parecido terribles y lúcidas las palabras con que Michel de Certeau daba inicio a La fábula mística: “Este libro se presenta en nombre de una incompetencia: está exiliado de aquello de lo que trata”. En nombre de los embalsamados principios de una razón académica o ensayística que se pronuncian con el timbre de una cacatúa ilustrada, observo muchos libros que se sienten en casa proclamando como su gran método el ejercicio de su incompetencia. Por supuesto, reciben un fugaz aplauso admirativo y unánime y aliviado.

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Busco el lector que salga, si no defraudado, inquieto de la experiencia de haberse alojado en mi monasterio poético; que no acabe de entender cómo se articulan sus partes; que observe las deficiencias del acabado estilístico tan variopinto; que discuta la insuficiencia de algunas de sus interpretaciones; que hubiese preferido una hipótesis clara y una argumentación trabada. Antes de empezarlo, también me habría gustado a mí saberlo escribir así. Me habría equivocado rotundamente, pero no me debería entonces responsabilizar de los errores que he cometido. Allí estaría un monasterio bien restaurado, con su huerta podada y su hospedería convertida en un amable resort donde negociar acreditaciones y acoger invitaciones para conferencias.

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Tras el cinismo de la deconstrucción y de la crítica cultural, ante las líneas anteriores cabría sonreír advirtiendo en ellas el típico dispositivo de autodefensa. En los términos del exilio, lo es, sin duda. Pero ¿no es posible concebir ya no la posibilidad sino la realidad del retorno? Reimaginar una poética monástica tal vez sea dado a quienes experimentan la melancolía exclaustrada. Como el hijo pródigo, es preciso recorrer el camino de vuelta, desandarlo, deshacerse de él mientras sus huellas siguen grabadas en nuestras plantas. Es preciso exiliarse del exilio: una empresa anamnética. Cabe recordar lo que quisiéramos olvidado -o, simplemente, estetizado-.

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No se trata de complacer al lector. Tampoco de disgustarlo. Una poética monástica se dirige a un solo interlocutor: Dios. En Él los lectores dictan Su juicio. El autor se entrega a la escritura sabiendo que la sentencia según el tiempo excede su historia. Los lectores reciben la obra como la celebración de un Oficio que no desfallece. Su diálogo gira torno a un eje que disloca su posición. No es el lector quien emite la condena, sino que en él debe obrar su inocencia el autor. No es el autor quien redime al lector, sino que éste absuelve su(s) fallo(s). Uno y otros reproducen a tientas y en comunión el gesto original de Dios: al crear van leyendo la obra; al leer, la ponen en obra. La leescriben. Valde bonum!

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