Fiesta de Pentecostés
Pentecostés, Duccio di Buoninsegna (1308) |
Debo a Ángel Ruiz una lectura a fondo, amical,
de mi Poética del monasterio. Una lectura complacida, no complaciente,
atenta a los detalles, dispuesta a dejarse convencer hasta donde le es posible,
sin temor a indicar con libertad sus insuficiencias o a reconocer los límites
de su entendimiento. Una lectura con notas en los márgenes, sin abstenerse de
la sutil delicadeza de la corrección irónica, como en un sfumato. Una
lectura «monástica». Ángel Ruiz no se ha limitado a visitar el monasterio de mi
Poética. La ha interrogado y la ha cuestionado. Ha acertado a descubrir que ni
el halago ni la condescendencia sirven para enfrentarse a ella. Ha recorrido sus
muros silenciosamente y ha asistido a su Oficio. Ha respetado su clausura
acogiéndose a su hospitalidad. Ha comprendido que el monasterio es un lugar de
paso para el huésped y un lugar de estabilidad para el monje. Gracias a sus
perplejidades, he entendido que debía reconstruir una de sus estancias.
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Decía en otras entradas que el autor tiene el
deber de crear su comunidad de lectores. Es preciso que, bien adentro, sea
capaz de resonar la silenciosa campana de llamada a la celebración de su
Oficio. Los fallos de su obra quedarán así absueltos por la caridad de sus
lecturas. Es muy probable también que ninguna editorial apueste por esos cincuenta,
cuarenta o veinte fieles. Quizás, en atención a sólo diez, habrá sido construido
este «monasterio»
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La pregunta insistente y leal de “¿por qué un
monasterio hoy?” me ha llevado a indagar la respuesta en el método exegético de
los cuatro sentidos. La modernidad, tan historicista, sólo es capaz de entender
el sentido literal. El símbolo, reducido en última instancia a un mero tropo,
es simplemente una manera figurada de hablar. La modernidad no se ha
tomado nunca demasiado en serio la poesía. Más bien, se la ha tomado a beneficio
de inventario. Con el lenguaje de los deseos la verdad no es menos
imaginaria. Escéptico, el moderno teme que el símbolo desborde -trascienda-
su concepto de realidad. La imagen no mancha el concepto. Apunta
más allá de sí mismos.
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Observo cada vez con más detalle la pintura
del siglo XIV. En ella se anuncian las transformaciones que acabarán
eclosionando en el Quattrocento. Entre Giotto y Duccio di Buoninsegna van
deshaciendo en un sentimiento nuevo la conciencia de una realidad llamada a
transfigurarse. Ramón Gaya sostuvo que “ser creador es eso: obedecer”. Aplicarles
otros criterios es desobedecer su originalidad. Un artista jamás es un
precursor. Al regresar a su enseñanza, se palpa la seguridad que domina sus
incertidumbres. Sólo así es posible aceptar, compasivo, las propias.
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Poética del monasterio es también la historia de una historia: el
deseo de formar parte de una tradición olvidada; anudar su hilo roto. ¿Un remiendo?
No; la huella de su herida. Tal vez sea ese hibridismo su falla más profunda y el
afán de su piedad más sincera. Dotado del instrumental de la autopsia académica,
debe dejarse atravesar por el soplo primaveral de una escritura hibernada. No
practica la arqueología; decide exiliarse del exilio de ese pasado para que, en
su nombre, puedan sus puertas abiertas y escondidas seguir dando hospitalidad en
el futuro, aunque sea a un solo huésped imprevisto.
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