domingo, 5 de junio de 2022

Pentecostés monacal

Fiesta de Pentecostés


Pentecostés,
Duccio di Buoninsegna (1308)

Debo a Ángel Ruiz una lectura a fondo, amical, de mi Poética del monasterio. Una lectura complacida, no complaciente, atenta a los detalles, dispuesta a dejarse convencer hasta donde le es posible, sin temor a indicar con libertad sus insuficiencias o a reconocer los límites de su entendimiento. Una lectura con notas en los márgenes, sin abstenerse de la sutil delicadeza de la corrección irónica, como en un sfumato. Una lectura «monástica». Ángel Ruiz no se ha limitado a visitar el monasterio de mi Poética. La ha interrogado y la ha cuestionado. Ha acertado a descubrir que ni el halago ni la condescendencia sirven para enfrentarse a ella. Ha recorrido sus muros silenciosamente y ha asistido a su Oficio. Ha respetado su clausura acogiéndose a su hospitalidad. Ha comprendido que el monasterio es un lugar de paso para el huésped y un lugar de estabilidad para el monje. Gracias a sus perplejidades, he entendido que debía reconstruir una de sus estancias.

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Decía en otras entradas que el autor tiene el deber de crear su comunidad de lectores. Es preciso que, bien adentro, sea capaz de resonar la silenciosa campana de llamada a la celebración de su Oficio. Los fallos de su obra quedarán así absueltos por la caridad de sus lecturas. Es muy probable también que ninguna editorial apueste por esos cincuenta, cuarenta o veinte fieles. Quizás, en atención a sólo diez, habrá sido construido este «monasterio»

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La pregunta insistente y leal de “¿por qué un monasterio hoy?” me ha llevado a indagar la respuesta en el método exegético de los cuatro sentidos. La modernidad, tan historicista, sólo es capaz de entender el sentido literal. El símbolo, reducido en última instancia a un mero tropo, es simplemente una manera figurada de hablar. La modernidad no se ha tomado nunca demasiado en serio la poesía. Más bien, se la ha tomado a beneficio de inventario. Con el lenguaje de los deseos la verdad no es menos imaginaria. Escéptico, el moderno teme que el símbolo desborde -trascienda- su concepto de realidad. La imagen no mancha el concepto. Apunta más allá de sí mismos.

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Observo cada vez con más detalle la pintura del siglo XIV. En ella se anuncian las transformaciones que acabarán eclosionando en el Quattrocento. Entre Giotto y Duccio di Buoninsegna van deshaciendo en un sentimiento nuevo la conciencia de una realidad llamada a transfigurarse. Ramón Gaya sostuvo que “ser creador es eso: obedecer”. Aplicarles otros criterios es desobedecer su originalidad. Un artista jamás es un precursor. Al regresar a su enseñanza, se palpa la seguridad que domina sus incertidumbres. Sólo así es posible aceptar, compasivo, las propias.

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Poética del monasterio es también la historia de una historia: el deseo de formar parte de una tradición olvidada; anudar su hilo roto. ¿Un remiendo? No; la huella de su herida. Tal vez sea ese hibridismo su falla más profunda y el afán de su piedad más sincera. Dotado del instrumental de la autopsia académica, debe dejarse atravesar por el soplo primaveral de una escritura hibernada. No practica la arqueología; decide exiliarse del exilio de ese pasado para que, en su nombre, puedan sus puertas abiertas y escondidas seguir dando hospitalidad en el futuro, aunque sea a un solo huésped imprevisto.

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