Solemnidad
de la Virgen del Carmen
![]() |
El matrimonio Arnolfini, Jan Van Eyck (1414) |
Hace unos días
Beatriz Castellanos publicaba un tuit en X en que
se mostraba un poco molesta por ciertos discursos de matrimonios católicos en
libros, conferencias y/o charlas que presentaban al hombre como un macho en
perpetuo celo y a la mujer como alguien que “sólo quisiera mimitos”. No pude
por menos que responder que, dígase lo que quiera y por más que se hayan
tuneado ideas de aquí y de allí, la educación sentimental del
catolicismo patrio conserva una ranciedumbre impermeable que se
multiplica, de un modo lindante con la parodia, por el emotivismo incluso de mi
generación. Aunque sé que me meto en un jardín hermosísimo y lleno de ortigas,
me atreveré a dar algunas razones personales de mi escepticismo sobre la
formación “matrimonial”. Cuando se llega a una determinada edad, se han cribado
las ilusiones para que solamente llegue a caldear el corazón la esperanza
contra toda apariencia.
***
He mencionado a
propósito el término educación sentimental. En nuestro país el
matrimonio sigue siendo una cuestión de genitalidad burda, bien envuelta en
lazos de color pastel. Los cursillos prematrimoniales son un ridículo requisito
que acaba en tanganas de patio de colegio: que si el preservativo, que si las
relaciones prematrimoniales, que si los métodos naturales, que si la
indisolubilidad y la sacrosanta nulidad… Nos escandalizamos de la educación
sexual de las escuelas, pero son el reverso justo de ese legalismo de normas y
excepciones en que nos movemos como lagartijas a la búsqueda del recoveco más
soleado. Desconocemos el libertinaje, porque el Estado, en lugar de la Iglesia,
se ha erigido en el dispensador de todo lo que podemos hacer y/o pensar. En
lugar de esos rancios folletos prostibularios que hacen equivaler la sexualidad
a fantasías y combinatorias de todo tipo, inspiradas en ediciones de viejo del Kamasutra,
más valdría leer a Sade o a Lautreamont. Siempre he dicho que todas las
perversiones posibles asaltaron la imaginación de Adán y Eva la primera noche
fuera del Paraíso.
***
En primer lugar,
convendría rebajar las expectativas sobre la sexualidad. Nuestra capacidad de
fabular supera de modo espectacular las variables que la realidad ofrece. Los
infinitos matices que parecen descubrir la entrada a un mundo multicolor no son
sino la expresión de una fantasía desesperada. En estricto paralelismo con Los
120 días de Sodoma, recuerdo la decepción del protagonista de El jardín
de los frailes de Manuel Azaña cuando, con sus compañeros, quisieron
comprobar la verdad del dístico: “Si quieres saber más que el demonio, /
consulta Sánchez, De matrimonio”. Se refería a un tomazo de un jesuita
canonista del siglo XVII que explicaba con todo lujo de detalles casuísticos,
aburridos hasta la desesperación, las exploraciones legítimas o no de los tres
agujeros fundamentales del cuerpo humano.
***
En segundo lugar, cabe
tener el coraje de admitir que el matrimonio canónico, en términos estrictamente
de justicia eclesiástica, está menos protegido que el matrimonio civil. Por
eso, jugamos a que lo importante de un matrimonio es aprender a convivir
poniendo ejemplos tan lamentables como la manera de cortar el queso, si bajamos
o no la tapa del wáter o, en las versiones más concienciadas, si es paritaria
la distribución de cargas domésticas. Resulta esperpéntico asistir a bodas en
que se observa matrimonios jóvenes con un cochecito de bebé que el hombre
perfectamente trajeado empuja, obedeciendo mecánicamente las instrucciones de
la mujer: que coja al bebé, que se lo pase para darle el pecho, que lo pasee o
que lo saque medio amordazado de la iglesia. Luego hay que aguantar que la
nulidad es necesaria y debe ser rápida porque asegura rehacer la vida en
consonancia con la Santa Madre Iglesia, eso sí después de haber dejada tirada a
tu familia, con la excusa de la parte débil. ¡Corcho! Sepárate, amancébate o no
y carga sobre tu conciencia el haber abandonado a tu familia, pero no obligues a
tus hijos a pensar que son el fruto de una dramática, cuando no irresponsable,
confusión. A la víctima, ¿quién la puede condenar? En un sentido natural, más
allá de la estricta restricción de Jesús, el divorcio es más limpio que una
nulidad empleada como su eufemismo. Ya está bien de haber tenido que aguantar
durante años la canción Pablo Milanés “Yo sólo te pido una estrella azul”, en la
que berreaba que “no necesito papeles para amar”, para que, al cabo de apenas
veinte años, nuestras sociedades se indignen campanudas de que “si no tengo
papeles no me dejan amar”.
***
Consecuencia de todo
ello, como pendulazo, hay la tendencia
a convertir la indisolubilidad en una mística quevedesca, como si equivaliese
al amor más allá de la muerte. El matrimonio es una institución natural, que
emerge de la Creación misma, pero que, como toda ella, está sometida a la
Caída. Por eso, en la ceremonia de la Iglesia ortodoxa se corona a los novios,
no para reconocerles por anticipado la santidad de su estado, sino para
recordarles que se entregan al “martirio”: al testimonio de un amor hasta el límite.
***
He aquí el que
quisiera que fuera el argumento central de mi polémica contra ese autoritarismo
que, bajo la máscara del emotivismo, sigue condicionando, por no decir
lastrando, nuestra educación sentimental. Sólo se alcanzará ésta si aprendemos
a articular nuestro deseo. El deseo no debe confundirse con la libido,
ni reducirse al acompasamiento de ritmos biológicos. El deseo es tanto una
erótica como un anhelo de comunión. El deseo funda una intimidad que no se
limita a las llamadas relaciones conyugales. El deseo se esfuerza por dotar de
palabra a lo que es impronunciable. El deseo es pobreza y riqueza, sí, pero,
más allá de la pulsión de engendrar en la belleza, es sobre todo una herida, una
herida ante cuyos bordes cada uno de nosotros estamos a punto de perder el conocimiento. Ese deseo, ante cuyo umbral nadie tiene derecho a asomarse y que
es un don ante el que hasta la persona amada pierde el equilibrio, se forma con
el respeto y la distancia, sin juzgar y sin imponerse. Ese deseo sólo puede ser
cuidado o, cuando menos, contenido. Ese deseo resiste cuando, en el matrimonio,
el cónyuge exclama: “¡No puedo más!”. Es capaz de ver una chispa de amor capaz
de incendiar la vida entera. Ese deseo no se pone a prueba, sino que manifiesta
su fuerza cuando siente decirse: “¡No me he casado para esto!”. Ni para esto ni
a pesar de esto. Más allá de esto. Ese deseo sobrepasa el perdón que a veces es
imposible de dar para evitar que arrase con todo y con todos. Cuando ese deseo
se seca o lo salan, no hay marcha atrás. Cualquier solución legal o moral,
civil y canónica, quedan como herramientas inútiles e imprescindibles,
completamente ajenas a un vacío que sólo el rencor o el olvido, el odio o la
indiferencia se encargan de engañar. Articular el deseo pone a prueba la madurez
de la persona y le hace empezar a asumir la más difícil tarea: aceptar, con la finitud,
el sentido mismo de la muerte no como un fin sino como una transfiguración d
nuestra existencia entera
***
Articular el deseo
no es sólo compartir una vida, sino, en términos cristianos, asociarse en el
cenáculo del matrimonio al misterio de la Pasión, la Muerte y la
Resurrección de Jesucristo.
***