domingo, 30 de marzo de 2025

Miel en la cera

 

Memoria de S. Juan Clímaco, ab.

 

Monte Sinaí

A un antiguo jefe le gustaba mortificarme en público y privado con una definición. Repetía sin descanso, viniese o no a cuento, ante quien fuera, que yo era “un jesuitófilo amigo de San Juan Clímaco”. Creo recordar que le crispaba mi sonrisa divertida. Le debía de parecer la confirmación de una inconsciencia incapaz de darse cuenta de que, en realidad, esas inclinaciones antitéticas amenazaban todavía más mi incierto futuro académico. Mi vida por entonces era un desastre, pero, si había descubierto la perla escondida, ¿qué iba en una burla más del mundo?

***

En mis tiempos londinenses el sentimiento de agotamiento con la meditación mental según el modelo ignaciano me había llevado a asomarme a la oración de silencio del P. Baltasar Álvarez sj, confesor de Santa Teresa. De la atención fija al descanso monástico el paso fue aún más liberador. Intenté hacerme eco en mi libro El Renacimiento espiritual donde le dediqué un capítulo que sorprendió a sus poquísimos lectores más atentos. Como ocurre en otros escritos míos, cuanto más oscuros, más secreta se hunde al fondo una verdad íntima. Fatigué allí con un detalle casi obsesivo el comentario a la famosa experiencia mística de San Pablo (2 Cor. 12, 1-4) en las traducciones latinas y castellanas de la Escala del paraíso del anacoreta y abad Juan el Sinaíta (s. VI). Entre fray Angelo Clareno, franciscano espiritual del siglo XIV, y nuestro dominico seiscentista fray Luis de Granada, descubrí en la glosa de Guigo el Cartujano la clave de vuelta de una serenidad que no es estoica sino escatológica: no una ataraxia que cultiva, por las propias fuerzas, las virtudes de una vida buena, sino la hesiquía que, por pura gracia, proporciona la alegría última.

***

Entre las lecturas monásticas que a lo largo de un cuarto de siglo he ido recolectando, desde temprano encontré la hospitalidad de los sermones de San Bernardo al Cantar de los Cantares. No han dejado de solazarme dos de ellos. Mi «stilnovismo claravalense» ha buscado a menudo el refugio del sermón 72: “Aspirará el día y respirará la noche”. A través de los juegos de la derivación que, en torno al soplo de la boca del Señor, el abad de Claraval practicaba con virtuosismo extremo, podía anticiparse la disipación del contraste entre la noche vigilante y el día deslumbrante, entre la tiniebla diabólica y la luz angélica, entre la niebla de la espera y la brisa de su venida. Frente a los prejuicios humanistas sobre la impureza lingüística medieval y contra el brutal desprecio moderno por su sola existencia, el latín de Claraval iluminaba con su lumbre consoladora y precisa el horizonte final de la ciudad celeste.  

***

Regreso hoy al sermón 7. De él espigué el lema que preside este blog: “Mel in cera, devotio in littera est”. Las traducciones no logran transmitir la sobria dulzura, geométrica, de su formulación. “Como la miel en la cera, la devoción se descubre (o se encuentra) en la letra”. “La miel se esconde en la cera y la devoción en la letra” … Miel y devoción, letra y cera son. La analogía aristotélica habría trazado su relación así: “La devoción es la miel de la letra” o “La letra es la cera de la devoción”. Como sucede en la dialéctica escolástica, cuya consecuencia última no es otra, por paradójico que parezca, que la exégesis liberal, la pasión por la letra, como dato positivo de la interpretación, desemboca en una alegorización constante de su sentido. Por el contrario, San Bernardo ni establece una comparación ni una identidad metafórica entre sus términos. El sentido anagógico o espiritual surge de su fusión. La miel-devoción está ya contenida en la letra-cera.

***

En el sermón séptimo San Bernardo se propone comentar el “tercer beso” que pide la esposa en el Cantar. De acuerdo con su sentido alegórico, ella es el alma sedienta de Dios que “no pide libertad, ni recompensa, ni herencia, ni doctrina, sino un beso”, es decir, en su sentido moral, la esposa ama desinteresadamente, hasta el punto de que, en su ausencia, inflamada por el amor, ni siquiera pide el beso directamente a su esposo sino a través de sus amigos. El sentido espiritual ronda ya por allí: “¿No te parece que equivale a decir?: “¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra?”". Entre el cielo y la tierra suben las súplicas de la esposa por la escala de la salmodia. En la prefiguración de la Jerusalén celeste encarnado en el coro del Oficio, los monjes y los ángeles conversan entonces en un solo canto alzado hacia lo Alto: “Unidos en la alabanza a los celestiales cantores, como conciudadanos de los consagrados y familia de Dios, salmodiad sabiamente; como un manjar para la boca, así de sabroso es el Salmo para el corazón”. Debemos masticar la letra del Salmo para gustar en el corazón el sabor de la miel que encierra. La cera destila la miel que la letra recibe en la devoción. No se superponen la una a la otra, ni tan siquiera se complementan. “Sin la devoción, la letra mata, cuando se traga sin el condimento del Espíritu”. Las desposa éste en el “beso”: “Estar junto a Dios es lo mismo que ver a Dios; y eso sólo se concede a los puros de corazón, como una felicidad inigualable”. En la letra la devoción enciende el alma. En la devoción la letra desfallece el alma. Aspira y respira. Dice San Bernardo que la esposa no necesita ni decir el nombre del amado, como María Magdalena no lo menciona al hortelano en el jardín del sepulcro: “No lo manifiesta, porque piense que todos saben lo que no puede ausentarse de su corazón”. No es una presencia que falte, sino una ausencia que rebosa. Miel en la cera, la devoción en la letra rezuma.

***


lunes, 6 de enero de 2025

Qohélet / Lector

 

Fiesta de la Epifanía

Naturaleza muerta con libros y reloj de arena,
Anónimo español (h. 1630-1640)

En el día de los Magos de Oriente, que celebra la fiesta luminosa del Deus absconditus me alegra anunciar un obsequio. Aun siendo un pastor maduro y desengañado, me apresuro a llevarlo en volandas y con esperanza ante el Niño. Es el fruto de un trabajo que se resiste a perder su bien más preciado: la inocencia de una infancia perdida.

Durante tres años he dado vueltas torno a un volumencico que lleva por título Qohélet / Lector. Alegría en tiempos de vaciedad y que la Universidad Pontificia de Salamanca sacará en breve a la luz.

Como le sucedió al autor del Eclesiastés, quizás también yo haya empezado a dejar atrás la confianza en el conocimiento y en el placer. Pero una intuición básica permanece: como en cualquier libro de la Sagrada Biblia, me es imposible adentrarme en esta pequeña obra maestra poética y sapiencial si no es contemplándola ante el Pesebre y el Sepulcro abierto, en silencio y en soledad. He aquí su atrio.

***

La lectura del Eclesiastés, uno de los libros más sobrecogedores del Antiguo Testamento por su implacable argumentación, contiene una descripción paradójica de la existencia actual. Nuestra época cree descubrir nuevas fronteras que abolir a la vuelta de cada avance tecnológico y científico. Parecería que cada día que transcurre surgen sin parar desafíos éticos y antropológicos. Sin embargo, entre guerras, hambres y opresiones de todo tipo, ¿quién, cansado, no estaría a punto de exclamar que “nada hay nuevo bajo el sol” (Ecl. 1,9)?

Qohélet, nombre con el que se designa al autor de esa breve obra de la Biblia, observa con furiosa lucidez el dolor y la injusticia del mundo. No obstante, a diferencia de nuestros contemporáneos, no se permite tomar el atajo de sentirse víctima. Mientras Job es probado en su paciencia, Qohélet lo es en su desesperación. La amargura que destila no lo encierra en reclamaciones ni en peticiones de cuentas. Ni deudas impagadas de un pasado de las que se reclamase beneficiario presente ni derechos imaginarios e inacabables paralizan su creatividad.

Qohélet da vueltas y vueltas desde diversos ángulos sobre un solo tema que le obsesiona: “¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad!” (Ecl. 1,2). Ni la justifica, conformista, ni, derrotado, la admite sin más. Encuentra una sola razón que oponer a tanto mal: entregarse a la alegría del corazón, aquí y ahora. Ese es el don que Dios nos concede por tantos afanes.

Qohélet prescinde de cualquier teodicea. Lee la realidad y, al leerla, no renuncia a la dicha de comprender y de compartir los frutos de su conocimiento. El consuelo de tanto sufrimiento tiene un sabor agrio, pero aplaca la sed. Quien ha padecido el peso de los placeres y del saber, además del de los disgustos y de la necedad, es capaz de compadecerse. Goza así con sencillez al lado de las personas que ama.

Mi Qohélet – cuyo perfil quisiera trazar en este ensayo – es, pues, un lector que no hace ninguna concesión a la hora de mantener encendida una alegría ardua, dirigida a quienes deseamos repetir la seriedad de su compromiso intelectual y moral ante los límites de la realidad. Como reza el subtítulo de este libro, no renuncia a la alegría en tiempos de vaciedad, acogiéndose a la buena compañía. Acercarse a Qohélet requiere leer entre líneas los interlineados de sus lectores.

Los capítulos que vienen a continuación han girado en torno al concepto de tiempo, desde su sentido histórico hasta el escatológico, pues “comprobé la tarea que Dios ha encomendado a los hombres para que se ocupen en ella: todo lo hizo bueno a su tiempo, y les proporcionó el sentido del tiempo, pero el hombre no puede llegar a comprender la obra que hizo Dios, de principio a fin” (Ecl. 3,10-11). Tiempo de creación, tiempo de salvación. Lo han intentado articular a través de la poesía, escoltada por la predicación y el comentario de autores que han experimentado sintonía con las enseñanzas de Qohélet. Conforman así una lectura sobre lecturas de otros lectores. Si no más, ojalá hayan ayudado a comprender mejor.

La intención de todo el recorrido ha sido esbozar, por una senda escondida e indirecta, una parte singular de la conciencia de ocaso de la cultura occidental, cuyas raíces grecolatinas no bastan para proporcionar un diagnóstico completo. Es preciso abordar tal conciencia, sin complejos, desde sus fundamentos judeocristianos.

Es cierto que el sentimiento de crisis la ha acompañado siempre, amenazante. Qohélet da cuenta de él a fondo, sin rendirse. Ante las reiteradas tentaciones suicidas que se atribuyen a nuestra civilización, cada vez más aparentemente decididas, la lectura y su correlato de la glosa que nos proponemos practicar quieren agradecer la creación de toda obra como fuerza de contención frente a cualquier augurio de desastre. Superfluo o no, como demuestra el propio Eclesiastés, atreverse a crear traza siempre un gesto afirmativo de ser.

Tras una introducción que intenta exponer las categorías que se propone manejar, este ensayo comienza y acaba con la poesía, entre José Jiménez Lozano y T. S. Eliot en el siglo xx, por un lado, y Teognis de Mégara en el siglo v a.C., por otro. En su interior se ha desplegado una dinámica anagógica y moral que ponen en diálogo los comentarios de san Jerónimo, Padre de la Iglesia, con algunas homilías de san John Henry Newman, teólogo que, por su trayectoria, habría que considerar uno de sus equivalentes contemporáneos. Entre la Antigüedad y la Modernidad las lecturas sobre Qohélet reflejan su actualidad irreductible a cualquier apropiación. El epílogo trata de aclarar qué se ha logrado aprender a lo largo de las distintas jornadas de este itinerario.

Es en realidad Qohélet quien lee nuestra época líquida, y no al revés. Nos revela nuestra condición. “Una generación se va, otra generación viene, pero la tierra siempre permanece” (Ecl. 1,4). Podríamos considerarlo testigo de nuestro momento. A fin de cuentas, somos nosotros quienes seguimos testimoniando de nuevo la radicalidad de su mensaje.

***

Lectores, os ruego que sigáis manteniendo vivas las lecturas de esta lectura. Si vuestra generosidad es tal como tengo constancia, os agradeceré también la lectura de aquellas lecturas. La Pascua está pronta. ¡Alegrémonos!

***