Miércoles de Ceniza
En la temprana
tradición dominicana se custodiaba con devoción el recuerdo de los modos de
orar de su fundador. Con los años me llaman menos la atención los más
espectaculares, rostro en tierra, cadena de hierro sobre la espalda, manos
lanzadas como flechas hacia el cielo. Humildes y sencillos, los gestos cotidianos
alargan cada vez más la sombra de su dificultad y de su sabiduría bajo los
primeros resplandores del atardecer.
Fray Teodorico de
Apolda anotó que a veces, “como si leyera ante el Señor”, Domingo extendía sus
manos ante el pecho. Con la vista cansada de tanto meditar la Sagrada Escritura,
musitaba ante las obras que surcaban sus palmas la palabra de Dios grabada en
su corazón y en su memoria. Estudio y predicación, contemplación y fraternidad
descansaban en el libro de su Vida.
A la hora del
descanso, tras la recitación de las horas canónicas y la acción de gracias, el
santo también se sentía empujado a la celda o a algún otro lugar donde pudiera seguir
conversando tranquilamente con su Señor. Reunidos en torno a un códice, ante el
que se persignaba con veneración, “como si debatiera con un acompañante”, reía
y lloraba, fijaba y bajaba la mirada, alzaba la voz o susurraba dándose golpes
de pecho.
En el Evangelio
del Miércoles de Ceniza Jesús manda a sus discípulos obrar, en el secreto de su
espíritu, la justicia de la limosna, la oración y el ayuno. En la lectura
atenta -en la escucha constante- de la Palabra divina y humana, fray Domingo oraba sin
desfallecer, alegrándose de los trabajos gratuitos en los que encontraba alivio por el
ayuno de su propia voluntad.
¿Quién pudiera,
al morir, cerrar los ojos como si estuviera meditando ya la salmodia eterna cabe
el bienaventurado coro de la gloria silenciosa?
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