Fiesta de la
Presentación del Señor
Entre aquellos papeles póstumos que Cavalcanti me encomendó custodiar, releo unas líneas más
abajo las que había dispuesto como conclusión de El peregrino absoluto. Reflejaban cansancio y piedad.
Quizás esta
mezcla intentase mantener, hasta la última gota, la fidelidad cavalcantesca al magisterio
imposible de Léon Bloy. El tono de un homenaje así parece exigir un esfuerzo
tan tenso que sólo podría compensarlo un Oficio de Tinieblas.
A punto de
desfallecer, Cavalcanti decidía entregarse a la meditación de la Novena que
solía recitar entresacada de citas de los Diarios
del Viejo de la Montaña.
Como si fueran
las cuentas de una historia que apena se repasa, sus fulgurantes sentencias
conservan los ecos de un éxodo. Conscientes de la Caída en que están abismadas,
empujan, sin embargo, a recorrer las huellas que fatigó el Varón de los
Dolores.
No debería haber
creación que no fuese una glosa, por insignificante y accidental, al menor de
los versículos de las Sagradas Escrituras. La cifra secreta y empañada del
misterio más hondo se encierra en cualquiera de sus letras.
En su tránsito
solitario Léon Bloy debió de estremecerse al sentir la brisa gélida que procede
del Paraíso perdido. A esa ausencia tal vez quepa considerarla infernal. Entretanto
amanecerá el Nuevo Día.
EPÍLOGO
Al
terminar esta exégesis de algunos
lugares comunes de nuestra época advierto que, en su fondo más radical, este
libro es teológico y político por su vocación estética. No es una obra lograda
ni cerrada, porque se asoma al misterio de la finitud humana que nuestra
sociedad ha abrazado en la Caída como al ídolo con quien quisiera fundirse, identificarse
y, por fin, endiosarse. No le ha importado correr el riesgo de precipitarse con
ellos mientras los denunciaba.
Peregrino
de lo Absoluto, Léon Bloy hizo de su itinerario existencial una búsqueda que clamaba
por una sed infinita de realidad. Peregrino absoluto, he explorado los límites
de la irrealidad que amenaza con reducir cualquier peregrinación actual a
excursión programada. ¿Es posible, en un tiempo de implacable asepsia, mantener
una esperanza que parece haberse vuelto irrelevante? Me mantendré firme rezando
la Novena que compuse hace unos años a partir de citas entresacadas de los Diarios del león de Aquitania. Como la
meditación de cada día debería acabar con el canto del “Veni Creator
Spiritus”, sus versos quizás habrán depositado en los labios de mis dudas
el tesoro de otras palabras…
Primer día: “Yo rezo, como un ladrón que pide limosna a la puerta de una
granja a la que quiere prender fuego”.
Segundo día: “Rezo como un herido que pidiera de beber a su
madre ausente”.
Tercer día: “Ver, en cada palabra de la Escritura, un vaso lleno de la Sangre
de Jesucristo”.
Cuarto día: “Todos los cristianos deberían poder hacer milagros”.
Quinto día: “¿Qué es Dios? Es el Hijo del Hombre. Cristiano absoluto, eres
incomprensible”.
Sexto día: “No soy precisamente el amigo de los pobres, sino del Pobre, que
es Nuestro Señor Jesucristo. Yo no he sufrido la miseria, la he desposado por
amor, aunque pude elegir otra compañera. Hoy viejo y gastado, me preparo para
la muerte”.
Séptimo día: “Antes que todo y sobre todo, Jesús es el Abandonado. Los que lo
aman deben ser abandonados, pero abandonados como él. ¡Dioses abandonados! He
ahí el suplicio que no tiene calificativo”.
Octavo día: “No llego a sentir el gozo de la Resurrección, porque la
Resurrección, para mí, nunca llega. Veo a Jesús siempre en agonía, a Jesús
crucificado y no sé verlo de otro modo”.
Noveno día: “La Ascensión. ¿Cómo podemos alegrarnos de la partida de Jesús?
Siempre he visto en ella el motivo de un duelo infinito…”.
… Hasta el décimo día.
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